Santa Iglesia Catedral, Ciudad Episcopal Santiago de Querétaro, Qro. 31 de Marzo de 2018.
En la Santa Iglesia Catedral, ubicada en la ciudad episcopal Santiago de Querétaro, Qro. La Noche Santísima del 31 de Marzo de 2018, se llevó a cabo la Solemne Vigilia Pascual, presidida por Mons. Faustino Armendáriz Jiménez, IX Obispo de Querétaro. La Vigilia Pascual se celebra la noche anterior a la Pascua de Resurrección, esta celebración se compone de cuatro partes:
1.- Lucernario: La bendición del fuego nuevo con el cual se encendió el Cirio Pascual, posteriormente los presentes encendieron sus velas en la Luz de Cristo.
2.- La Liturgia de la Palabra. En esta noche escuchamos, las lecturas del Antiguo Testamento, donde se nos relatan las maravillas que hizo Dios con su pueblo. En las lecturas del Nuevo Testamento escuchamos las maravillas que Cristo ha hecho por nosotros, liberándonos de la muerte mediante el bautismo y abriéndonos las puertas de la Vida Eterna, con su resurrección.
3.- La Liturgia bautismal. Este momento recordamos nuestro compromiso bautismal y renovamos nuestras promesas bautismales, por este motivo se roció Agua bendita sobre toda la asamblea después de haber bautizado a un grupo de catecúmenos.
4.- La Liturgia Eucarística. En la celebración de la Liturgia Eucaristía hacemos memoria y actualizamos gozosamente la muerte y resurrección del Señor.
Después de haber leído el Evangelio Mons. Faustino expresó
“Queridos hermanos y hermanas todos en el Señor, apreciados catecúmenos:
Como nos hemos dado cuenta, después de cuarenta días, en esta noche santa ha resonado nuevamente en este lugar el alegre canto del Aleluya; cuya palabra proviene del hebreo hallĕlū yăh, y que significa ‘alabad a Dios’, pero que ha llegado hasta nosotros sin traducirse gracias a su eufonía y al valor que se le asigna en el canto litúrgico en la tradición judeocristiana. Con él, el salmista nos anima y nos exhorta a “dar gracias al Señor porque eres bueno, porque su misericordia es eterna” (cf. Sal 117). Si, queridos hermanos, este es el sentimiento que la liturgia de esta noche nos mueve a experimentar en el corazón, en la vida personal y eclesial. Es el sentimiento que la Iglesia nos anima a manifestar a los hombres y mujeres de buena voluntad, de tal forma que este alegre canto se asocie a los coros celestres y terrestres en el cielo y en la tierra.
Pero ¿Por qué hemos de cantar Aleluya? ¿De qué le damos gracias a Dios? ¿Hay motivos para cantar Aleluya? La liturgia de esta noche nos ayuda a contemplar de manera misteriosa cuatro razones por las cuales hemos de alabar a Dios y darle gracias:
En primer lugar nos invita a dar gracias al Señor, porque la luz que irradia la resurrección del Señor, ha disipado las tinieblas de la muerte. Así lo hemos visto al contemplar en el cirio pascual, la lámpara preciosa; la luz que no conoce ocaso; la luz que aunque distribuye su luz no mengua al repartirla. Esa luz un día también iluminó nuestra vida, de tal forma que fuimos “iluminados” por ella, por lo cual estamos llamados a ser también nosotros “luz del mundo”.
Los cristianos al ser los “iluminados” con el Bautismo, estamos llamados a iluminar el mundo con nuestra vida y con nuestras obras. El evangelio y la doctrina cristiana que hemos aprendido, nos han enseñado que “quienes reciben esta enseñanza (catequética) su espíritu es iluminado” (San Justino, Apología 1,61). Son muchas las realidades que necesitan hoy la luz que irradia la resurrección:: la vida política, la vida familiar, la educación.
Al mismo tiempo que le damos gracias a Dios, pidámosle que esa luz que no conoce ocaso, Jesucristo, nos comunique la fuerza para seguir siempre el camino de la verdad, de la justicia y del amor.
En segundo lugar nos invita a dar gracias al Señor, por las maravillas que ha hecho con nosotros desde la creación del mundo, hasta nuestros días. Así lo hemos escuchado en las lecturas que se nos han leído. Conocer o recordar lo que el Señor ha hecho a lo largo de la Historia de la Salvación, desde la creación el mundo hasta nuestros días, nos ha de llevar a reconocer que el artífice de la historia es Dios. La historia es la gran maestra de la vida. Desafortunadamente a veces olvidamos y tenemos poca memoria. La narración de las maravillas obradas por Dios y la espera del retorno de Cristo acompañaban siempre la exposición de los misterios de la fe.
Con las enseñanzas de ambos Testamentos él mismo nos instruye para celebrar el sacramento de la Pascua y así comprendamos la hondura de su misericordia, de tal forma que se afiance en nosotros la esperanza de los bienes futuros (cf. Colecta 7ª lectura, MR, pág. 327). Hoy es importante que en la adolescencia y juventud, se busque destacar las maravillas de Dios acontecidas en la historia y referirlas a Jesucristo, centro y culmen de la revelación; mediante la pedagogía divina se ha de buscar, asimismo, ayudar a nuestros adolescentes y jóvenes a confrontarse con dicha historia y desvelar cómo también en ellos y a través de ellos, Dios sigue ofreciendo su salvación.
En tercer lugar nos invita a dar gracias al Señor, porque el agua bautismal, un día nos hizo renacer a la vida nueva de la gracia. “El Bautismo, es el más bello y magnífico de los dones de Dios […] lo llamamos don, gracia, unción, iluminación, vestidura de incorruptibilidad, baño de regeneración, sello y todo lo más precioso que hay. Don, porque es conferido a los que no aportan nada; gracia, porque es dado incluso a culpables; bautismo, porque el pecado es sepultado en el agua; unción, porque es sagrado y real (tales son los que son ungidos); iluminación, porque es luz resplandeciente; vestidura, porque cubre nuestra vergüenza; baño, porque lava; sello, porque nos guarda y es el signo de la soberanía de Dios” (San Gregorio Nacianceno, Oratio 40,3-4 en CEC, n. 1216). El Bautismo es necesario para la salvación en aquellos a los que el Evangelio ha sido anunciado y han tenido la posibilidad de pedir este sacramento (cf. Mc 16,16). La Iglesia no conoce otro medio que el Bautismo para asegurar la entrada en la bienaventuranza eterna; por eso está obligada a no descuidar la misión que ha recibido del Señor de hacer “renacer del agua y del Espíritu” a todos los que pueden ser bautizados. Dios ha vinculado la salvación al sacramento del Bautismo, sin embargo, Él no queda sometido a sus sacramentos. (cf. CEC, 1257)
En su Pascua, Cristo abrió a todos los hombres las fuentes del Bautismo. En efecto, había hablado ya de su pasión que iba a sufrir en Jerusalén como de un «Bautismo» con que debía ser bautizado (Mc 10,38; cf. Lc 12,50). La sangre y el agua que brotaron del costado traspasado de Jesús crucificado (cf. Jn 19,34) son figuras del Bautismo y de la Eucaristía, sacramentos de la vida nueva (cf. 1 Jn 5,6-8): desde entonces, es posible «nacer del agua y del Espíritu» para entrar en el Reino de Dios (Jn 3,5). (cf. CEC. 1225).
En breve ustedes, queridos Catecúmenos, harán suya la victoria de Cristo. Quiero invitarles a cada uno de ustedes para que en este momento, haga suyas las palabras de san Ambrosio que dicen: “Considera dónde eres bautizado, de dónde viene el Bautismo: de la cruz de Cristo, de la muerte de Cristo. Ahí está todo el misterio: Él padeció por ti. En él eres rescatado, en él eres salvado”. (San Ambrosio, De sacramentis 2, 2, 6). Para que la gracia bautismal pueda desarrollarse es importante la ayuda de sus padres. Ese es el papel del padrino o de la madrina, que deben ser creyentes sólidos, capaces y prestos a ayudar al nuevo bautizado, niño o adulto, en su camino de la vida cristiana (cf. CIC can. 872-874). Su tarea es una verdadera función eclesial (officium; cf. SC 67). Toda la comunidad eclesial participa de la responsabilidad de desarrollar y guardar la gracia recibida en el Bautismo.
Finalmente, en cuarto lugar, esta liturgia nos invita a dar gracias al Señor, porque él es el verdadero Cordero Pascual que quitó el pecado el mundo, muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró nuestra vida. Este es el sentido genuino de nuestra acción de gracias. Pues, nuestro Cordero Pascual Jesucristo, “ha pagado por nosotros al eterno Padre la deuda de Adán y, derramando su sangre, canceló el recibo del antiguo pecado y consagra las puertas de los fieles” (Pregón pascual, MR, pág. 321).
El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio: “La víctima es una y la misma. El mismo el que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes, el que se ofreció a sí mismo en la cruz, y solo es diferente el modo de ofrecer”. “Y puesto que en este divino sacrificio que se realiza en la misa, se contiene e inmola incruentamente el mismo Cristo que en el altar de la cruz “se ofreció a sí mismo una vez de modo cruento”; […] este sacrificio [es] verdaderamente propiciatorio” (CEC, n. 1367)
Queridos hermanos, aunque nuestras bendiciones no aumentan la gloria de Dios, es don suyo el que seamos agradecidos (cf. Prefacio común IV, MR, pág. 542). Por tal motivo, hoy asumamos la exhortación de esta solemne liturgia y con nuestra vida demos gracias a Dios. Cantemos el Aleluya, asumiendo un estilo de vida tal, que podamos contagiar de ese gozo, especialmente las realidades temporales que más lo necesitan. Lamentablemente, no podemos evitar, no darnos cuenta que el canto jubiloso del aleluya pascual que hoy la Iglesia anuncia, sigue contrastando todavía con los lamentos y el clamor que provienen de tantas situaciones dolorosas que cada vez son más frecuentes entre nosotros: violencia, corrupción, injusticia, inseguridad, desigualdad, marginación y pobreza.
Necesitamos cantar con voz potente que Cristo resucitó en medio de las realidades que piensan que la resurrección es una farsa o in invento nuestro. Pero sepámoslo bien, esto nos será posible si no lo hemos experimentado antes nosotros. El fuego, la palabra, el agua y el pan y el vino sacramentalmente, son el las herramientas que nos han de dar las fuerzas para que renovarnos y poder así cantar alegremente todos los días de nuestra vida: Aleluya, Aleluya, Aleluya. Hagamos nuestras la Luz, la Palabra de Dios el Agua del Bautismo y la Eucaristía, de tal forma que constantemente nos recuerden que debemos ser agradecidos con Dios y alabarle.
Que el Señor, a todos los cristianos que hoy renovaremos nuestras promesas bautismales y a quienes hoy renacerán por el Bautismo, nos conceda cantar siempre: Aleluya, Aleluya, Aleluya. Amén.
¡Cristo ha resucitado aleluya, aleluya, aleluya!”