“Lo que se ve tuvo inicio en lo que no se ve”, dice la carta a los Hebreos. Esta verdad primera parece haberse esfumado del horizonte de nuestra fe. Los chicos de las escuelas están tan habituados a escuchar a machamartillo que el universo se produjo por una gran explosión (hasta lo aprenden en inglés), que con el fragor de ese estallido han quedado prácticamente sordos para todo aquello que trascienda los fenómenos físicos de la vida. No sólo se evita toda referencia al Dios creador, sino que ni siquiera se les ocurre hacerse la elemental pregunta de quién, de dónde, cómo se suscitó esa tan sonada explosión. La ciencia tiene sus límites y es saludable que los reconozca para sí misma, pero por nada debe descalificar la capacidad de la razón para abrirse a la trascendencia. Si lo invisible es origen de lo visible, lo visible tiene necesariamente que llevarnos a lo invisible. Basta que tengamos la suficiente capacidad y humildad para reconocerlo.
De la experiencia se asciende mediante la razón a la inteligencia de las cosas, y de la razón inteligente a la revelación que se nos ofrece como luz superior. La ciencia se excede si intenta bloquear la ulterior reflexión de la razón que busca remontarse hasta las últimas causas (filosofía), y más todavía si pretende excluir la luz que pueda provenir de Dios por vía de revelación (fe). Razón y fe, dos alas que elevan al hombre para conducirlo a la felicidad.
Todo esto viene a cuento porque el primer artículo del Credo que profesa la fe en un Dios “creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible”, parece ser una verdad olvidada por muchos, y que sin embargo está en la base de nuestra fe católica y de la conducta de los creyentes. Cuando se nos pide a los católicos tener los pies puestos en el planeta tierra, ¿qué hay más real que Dios, que es el origen y sostén de todo lo existente, de lo visible e invisible? Dios no es sólo una realidad, sino la fuente de todo lo real y quien sostiene en su realidad todas las cosas. La negación o posposición de Dios es el peor mal que aqueja a la humanidad. Sin Dios ni el mundo ni el hombre tienen futuro.
Antes, los elegidos para gobernar, juraban guardar las leyes y lo hacían por Dios cuyo nombre estaba en su primer artículo de la Constitución; sabían que, al menos en última instancia, tendrían que dar cuenta a Dios de su observancia. Ahora piden, en caso de incumplimiento, “que la patria” o “la historia” se lo demande, sin saber bien a bien qué se quiere decir o quién se lo va a exigir. Todo México escuchó eso de que “al diablo con sus instituciones”. ¿Por esos caminos andamos? Es evidente que todo vacío de Dios lo ocupa su adversario.
† Mario De Gasperín Gasperín Obispo de Querétaro