México es una sorpresa
Todo viaje apostólico a México se convierte en un acontecimiento singular, excepcional, en el abrazo del pueblo mexicano y el Sucesor de Pedro, bajo la mirada de Nuestra Señora de Guadalupe.
En efecto, el primer viaje apostólico de San Juan Pablo II a México, en enero de 1978, inaugurando la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla, fue no sólo ocasión de una extraordinaria manifestación de devoción del pueblo mexicano, sino que tuvo profundas repercusiones en la vida nacional, en las peregrinaciones misioneras de su pontificado y en el camino hacia la madurez de la Iglesia en América Latina.
En estos días hemos asistido al viaje apostólico del papa Francisco, quizás el más significativo e importante de los realizados en el continente americano, y seguramente con profundas implicaciones para el país, para América Latina, para todo el continente americano, como también para el mismo pontificado. La confesión con voz grave del Papa -“no podía dejar de venir”-, expresó el imperativo interior con el que deseaba este viaje desde el comienzo de su pontificado. Y concluyéndolo, agradece a Nuestro Señor por haberle permitido “esta visita en México, visita que siempre sorprende. ¡México es una sorpresa!”.
Con la mirada de Nuestra Señora de Guadalupe
Desde el primer momento, el papa Francisco dejó muy claro cuál era el método, o sea el camino por el que quería ser guiado en su peregrinación, como hijo a la casa de la Madre y, por eso, como discípulo y misionero de su Hijo, testigo de la misericordia de Dios e instrumento de Su paz. Todo se ha centrado en un intercambio amoroso de miradas: el Papa que mira a Nuestra Señora de Guadalupe y que se deja mirar por Ella. Si se pasa por alto esta centralidad, si se la reduce a un mero gesto devocional, todo el viaje arriesga ser percibido sólo desde la superficie, como una serie de fuertes impresiones fragmentarias. En este sentido, el extraordinario discurso del papa Francisco al episcopado mexicano – que hay que releer, una y otra vez, línea por línea…uno de los discursos más profundos e importantes de sus tres años de pontificado – es más que expresivo e ilustrativo de ese “método”. No en vano, la sagrada y portentosa imagen de la Virgen de Guadalupe acompañó todos los pasos de la peregrinación mexicana de su hijo, el actual Sucesor de Pedro. Es la Madre que ha donado a su Hijo en la gestación dramática de los nuevos pueblos americanos – en el acontecimiento fundante de la evangelización del Nuevo Mundo – regazo materno que no los deja huérfanos, desamparados, abandonados, y que los acompaña en sus vicisitudes históricas invitándoles siempre a hacer “lo que Él les diga”. Ella pone en el corazón pastoral del Papa todo lo que su Hijo desea comunicar al pueblo mexicano. Es por esto que el papa Francisco ve toda la realidad del pueblo mexicano con los ojos de la Virgen. No existe otra vía más adecuada para calar en profundidad y sintonía, para inclinarse con respeto y ternura, en la identidad de ese pueblo, en sus matrices culturales, en su historia, en sus sufrimientos presentes, en sus clamores y esperanzas. “Porque sé que aquí se halla el corazón secreto de cada mexicano, entro con pasos suaves come corresponde entrar en la casa y en el alma de este pueblo (…). Sé que mirando los ojos de la Virgen alcanzo la mirada de vuestra gente (…). Sé que ninguna otra voz puede hablar así tan profundamente del corazón mexicano como me puede hablar la Virgen; Ella custodia sus más altos deseos, sus más recónditas esperanzas; Ella recoge sus alegrías y sus lágrimas; Ella comprende sus numeroso idiomas y les responde con ternura de Madre porque son sus propios hijos”. “México no se entiende sin Ella”, sintetizó al despedirse.
Por todo eso, queda grabada en la mirada y el corazón, no sin conmoción, la imagen del Papa en el camarín, a un paso de la sagrada y milagrosa imagen – “en silencio, le decimos lo que nos venga al corazón”-, así como su rezo, “mirándola a Ella y calmamente”, del hermosísimo himno litúrgico.
El don de las lágrimas
Del corazón de México el Papa Francisco recorre algunas de las periferias humanas más críticas y dramáticas del país.
Si no se tiene en cuenta lo más decisivo de este viaje, o si se pasa por alto, el mensaje del Papa tiende a reducirse – como lo hace una prensa perezosa, superficial – a un elenco de denuncias homologadas dentro de un coro de condenas. Por cierto el Papa demuestra coraje profético para afrontar abiertamente, sin tapujos, las dramáticas situaciones que se sufren en México en sus vastas áreas de miseria y atraso, en el desprecio y marginación de las comunidades indígenas, por la metástasis del narcotráfico corruptor, en los tremendos caminos que realizan de sur a norte del país las caravanas de migrantes que escapan de condiciones insoportables de vida y que sufren toda clase de extorsiones, explotaciones y vejaciones. Ha sabido enfrentar con el Evangelio del Príncipe de la paz esa violencia desatada por doquier con dosis masivas de brutalidad.
El Papa ha alzado la voz, que se ha hecho clamor ante el cielo, movido por la compasión y ternura de la Madre que llora ante el drama vivido por sus hijos, los más pobres y vulnerables, los predilectos del amor de su Hijo, quien carga con sus cruces para que no queden aplastados y sofocados.
“Llorar por la injusticia, llorar por el degrado, llorar por la opresión. Son las lágrimas que pueden abrir el camino a la transformación; son las lágrimas que pueden purificar la mirada y ayudar a ver la espiral de pecado en la cual muchas veces se está inmersos. Son las lágrimas que logran sensibilizar la mirada y la actitud endurecida y especialmente adormecida ante el sufrimiento de los otros. Son las lágrimas que pueden generar una ruptura capaz de abrirnos a la conversión”. El Papa pide para todos el don de las lágrimas. No se pierden las lágrimas sino que Nuestra Señora de Guadalupe las lleva al cielo como signos del don de la conversión.
El demonio se agita en tierra mariana
Ciertamente no ha ido Francisco a fustigar y condenar a México, ese gran país. Es evidente que no ha ido a deprimir al pueblo mexicano con un elenco de miserias, lamentos y denuncias. Ha querido compenetrarse con su ánimo profundo, tocar las fibras íntimas del pueblo, compartir sus heridas y sus llagas, arrodillarse ante quienes sufren, sacudir su conciencia, reavivar su bautismo, ayudarlo a ponerse de pie y convocarlo a afrontar sus problemas, por graves que sean, con la misma fe, dignidad, libertad y solidaridad como lo hizo en otros tiempos de su convulsionada historia.
Sabe que es el demonio que se agita en tierra mariana. Él, príncipe de la mentira y la división, desparrama sus tentaciones, anestesiando conciencias, esclavizando con sus idolatrías del dinero, del poder, de la vanidad, intentando desarraigar la conciencia de filiación y fraternidad del corazón de los mexicanos. No por casualidad la sagrada imagen de la Morenita evoca la de la Virgen del Apocalipsis en combate decisivo con el dragón.
Por la gracia del Jubileo de la Misericordia
El Papa Francisco siente que Nuestra Señora de Guadalupe es muy singularmente la Madre de Misericordia. “Él es mi mirada misericordiosa”, dice la Virgen en el Tepeyac sobre “el mismísimo Dios por quien se vive”. Así como la misericordia de Dios se manifestó en su abrazo de madre a San Juan Diego y, con él, a todos los indígenas que corrieron en multitud a bautizarse, esa misericordia abraza ahora a todos los mexicanos y especialmente a los más sufridos, a los excluidos, a los que parecen no contar nada según parámetros mundanos. Así lo recalcó en su homilía en el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe.
Nos quedan las imágenes impresionantes de todos sus encuentros y especialmente de la preciosa celebración eucarística con los indígenas, en su inclinarse ante los enfermos con ese “afecto-terapia” que es desborde de amor, en el rezo en silencio y cabeza reclinada de los reclusos del penal de Ciudad Juárez, en la Cruz levantada ante el muro de la frontera donde se agolpa la humanidad doliente de los migrantes.
Este viaje apostólico ha sido, pues, un momento muy alto del Jubileo extraordinario de la Misericordia, de ese amor misericordioso de Dios que toca los corazones de las personas, una a una, cara a cara, y a la vez tiene una evidente dimensión política. No se construye una convivencia más humana sin reconocimiento de los pecados, muchas veces convertidos en sistema, que la deshumanizan, sin la conjunción del perdón con la justicia para una auténtica reconciliación fraterna. No se puede descartar la piedra de base de la familia para la reconstrucción de la nación. No hay verdadera reconciliación sin la inclusión de todos los desheredados en el banquete de la mesa común, sin “contribuir a la unidad de su pueblo” y “de favorecer la reconciliación de sus diferencias y la integración de sus diversidades”, sin “ayudar a encontrar soluciones compartidas y sostenibles para sus miserias”.
En ese sentido, “la Virgen Morenita nos enseña que la única fuerza capaz de conquistar el corazón de los hombres es la ternura de Dios. Aquello que encanta y que atrae, aquello que doblega y que vence, aquello que abre y desencadena no es la fuerza de los instrumentos o la dureza de la ley, sino la debilidad omnipotente del amor divino, que es la fuerza irresistible de su dulzura y la promesa irreversible de su misericordia”. La Madre de la misericordia, con toda la ternura compasiva de su amor, fue repitiendo a los mexicanos, como eco en la voz del Papa, aquello que dijo a San Juan Diego: “¿Qué hay hijo mío el más pequeño?, ¿qué entristece tu corazón?(…) ¿Acaso no estoy yo aquí, yo que tengo el honor de ser tu madre?”.
Confianza en los recursos culturales y espirituales del pueblo mexicano
El papa Francisco ha mostrado una gran confianza en los recursos culturales y espirituales del pueblo mexicano para afrontar sus dramas y desafíos, en pos de una reconstrucción. Él conoce la potente síntesis cultural mestiza que está en su corazón, conjunción de diversos afluentes de humanidad, síntesis incompleta pues todavía lacerada por dominaciones y marginaciones, como la de los indígenas, pero que expresa una arraigada identidad de su pueblo. Ningún pueblo del continente americano cuenta con tan profunda, compleja y fuerte identidad.
Sabe también el Papa que la memoria de ese pueblo reconoce los dones que le ha regalado la Providencia de Dios, desde la gesta de su primera evangelización y la nueva visitación de la Virgen María, cemento y savia de esa identidad. Nos hace recordar aquella hermosa y significativa expresión del Episcopado latinoamericano en Puebla de los Ángeles: “(…)esa originalidad histórico-cultural que llamamos América Latina, simbolizada luminosamente en el rostro mestizo de Nuestra Señora de Guadalupe (…)”. “No se cansen – dice el Papa a los Obispos – (…) de recordarle a su pueblo cuántas son potentes las raíces antiguas que han permitido la viva síntesis cristiana de comunión humana, cultural y espiritual que se forjó aquí”. Ha recordado también el Papa algunos de los gigantes que están en el pasado de su presente: San Juan Diego, Zumárraga, el Tata Vaco de Quiroga, “la sabia y humilde constancia con que los Padres de la fe de esta Patria han sabido introducir a las generaciones sucesivas en la semántica del misterio divino”. Ha tenido presente cuánto ha sido larga y sufrida la persecución a los cristianos, y cuánto más grande y fuerte fue el testimonio de los mártires.
Hay una cultura de violencia y muerte que recorre la historia de México, pero más potentes son los signos de la victoria de su resurrección. Por eso, “la familiaridad con el dolor y la muerte (…) son formas de coraje y caminos hacia la esperanza. La percepción de que el mundo sea siempre y solamente para redimir, ¿no es antídoto a la autosuficiencia prepotente de cuantos creen poder prescindir de Dios?”.
En efecto, el pueblo mexicano ha sabido afrontar tremendas situaciones en su historia épica y dramática, ha logrado cicatrizar profundas heridas, recomponer tantas fracturas. “Recuerden que las alas de su Pueblo – dijo Francisco al Episcopado – ya se han desplegado varias veces por encima de sus vicisitudes”. No lo ha sido ni es hoy un pueblo deprimido, derrotado, resignado. El viaje apostólico lo ha mostrado lleno de riqueza humana, de vitalidad, de esperanza. Es un gran pueblo, probado y sufrido, pero mucho más grande que las miserias que soporta, de pie no obstante profundas heridas. Tiene viva la riqueza de los dones recibidos, de su identidad, de su memoria, de su juventud. Incluso el Papa evoca la identidad y destino de una “Nación única, no una entre otras”, aprendiendo “a pertenecerse a sí mismo antes que a otros” y motivando a “la entera Nación a no contentarse con menos de cuanto se espera del modo mexicano de habitar en el mundo”.
El Papa recapitula esta confianza en los recursos del pueblo en el saludo final de su visita: “La noche nos puede parecer enorme y muy oscura, pero en estos días he podido constatar que en este pueblo existen muchas luces que anuncian esperanza; he podido ver en muchos de sus testimonios, en sus rostros, la presencia de Dios que sigue caminando en esta tierra, guiándolos y sosteniendo la esperanza; muchos hombres y mujeres, con su esfuerzo de cada día, hacen posible que esta sociedad mexicana no quede a oscuras. Muchos hombres y mujeres a lo largo de las calles, cuando pasaba, levantaban sus hijos, me los mostraban: son el futuro de México, cuidémoslos, amémoslos. Estos niños son profetas del mañana, son signo de un nuevo amanecer. Y les aseguro que por ahí, en algún momento, sentía como ganas de llorar al ver tanta esperanza en un pueblo tanto sufrido”.
Hijos, discípulos y misioneros
Ante dicho viaje apostólico, ¡qué grande, interpelante, convocadora se hace evidente la responsabilidad de la Iglesia mexicana, del santo pueblo de Dios en México, de todos los discípulos y misioneros del Señor!
La primera actitud que el Papa le indica es la de reavivar su bautismo, renovar el encuentro y seguimiento de Jesucristo, tomados de su mano, rezar y rezar mucho implorando su gracia de santidad, mirar y dejarse mirar por la Virgen María que es Madre del Verbo encarnado y Madre de la Iglesia, comunicar a manos llenas y a todos el Evangelio.
Así ha de ser la Iglesia, acogiendo “esta necesidad de regazo que promana del alma de vuestro pueblo”. No en vano “la Guadalupana está ceñida de una cintura que anuncia su fecundidad. Es la Virgen que lleva ya en el vientre a su Hijo esperado por los hombres. Es la Madre que gesta la humanidad del nuevo mundo naciente. Es la esposa que prefigura la maternidad fecunda de la Iglesia de Cristo”. Su regazo materno, que lleva y dona su Hijo, es, sí, acogedor y fecundo, no deja huérfanos sino que re-genera hijos, continuamente va re-generando un pueblo de hijos y hermanos. El Papa ha pedido, pues, esa conversión personal a todos los mexicanos, a todos los guadalupanos. ¡A Cristo por María!
Ha urgido también la conversión pastoral, dirigiéndose a los Pastores: “reclínense (..) con delicadeza y respeto sobre el alma profunda de su gente”, intercepten “la pregunta que grita en el corazón de vuestra gente”, superen “la tentación de la distancia”, descifren sus sufrimientos y necesidades, resguarden “el rostro de los hombres que van a tocar a su puerta en la búsqueda de Dios”, sean capaces de “una mirada capaz de reflejar la ternura de Dios”. “Obispos de mirada limpia, de alma transparente, de rostro luminoso”, sin que queden opacados por “las nieblas de la mundanidad”, tienen que dar testimonio de haber visto a Jesús, de haber entrado en familiaridad con Él, con su misterio presente. Y que custodien en este sentido a los sacerdotes. “Les ruego – dice el Papa a los Pastores – de “no caer en la paralización de dar viejas respuestas a las nuevas demandas”. No hay que dormirse en los laureles. No se vive más de rentas de un patrimonio que corre el riesgo de desperdigarse. No hay que desperdiciar la herencia recibida, “pozo de riquezas donde excavar”.
En México parecen evidentes las palabras de Jesús cuando señala que son los pobres y humildes de corazón, y no los sapientes y potentes, los introducidos en los misterios de Dios. Por eso, los invita a “cansarse sin miedo en la tarea de evangelizar y de profundizar la fe mediante una catequesis mistagógica que sepa atesorar la religiosidad popular de su gente”. Más del 80% de bautizados – en algunas regiones mexicanas más del 90% – y un 100% de guadalupanos…, pero México es también y sigue siendo tierra de misión.
Gracias a la Madre
La gratitud, alegría y esperanza están hoy muy vivas entre los mexicanos, pero también tocan los corazones de tantos latinoamericanos y norteamericanos que se han sentido especialmente cercanos a esta peregrinación apostólica. Ha sido un abrazo del Papa con el pueblo mexicano en la caridad y la verdad que ha suscitado estupor en muchos que han seguido el viaje apostólico con atención, desde lejos, en las más diversas latitudes.
¿Cómo no imaginar que el papa Francisco no esté agradeciendo de todo corazón a Nuestra Señora de Guadalupe por haberle abierto el corazón de sus hijos, por haberlo acompañado y guiado durante todo su viaje, recordando ante la Madre, y encomendándolos a Ella, todos los mexicanos que ha encontrado en su itinerario, saboreando y ponderando, como la misma Virgen, todas las maravillas que Dios ha suscitado? En los viajes apostólicos de los Sucesores de Pedro, siempre hay un antes y un después del viaje a México…
Ciudad del Vaticano, 19 de febrero de 2016