1. La cruz
La cruz fue, en la época de Jesús, el instrumento de muerte más humillante. Por eso, la imagen del Cristo crucificado se convierte en «escándalo para los judíos y locura para los paganos» (1 Cor 1,23). Debió pasar mucho tiempo para que los cristianos se identificaran con ese símbolo y lo asumieran como instrumento de salvación, entronizado en los templos y presidiendo las casas y habitaciones sólo, pendiendo del cuello como expresión de fe.
Esto lo demuestran las pinturas catacumbales de los primeros siglos, donde los cristianos, perseguidos por su fe, representaron a Cristo como el Buen Pastor por el cual «no temeré ningún mal» (Sal 22,4); o bien hacen referencia a la resurrección en imágenes bíblicas como Jonás saliendo del pez después de tres días; o bien ilustran los sacramentos del Bautismo y la Eucaristía, anticipo y alimento de vida eterna. La cruz aparece sólo velada, en los cortes de los panes eucarísticos o en el ancla invertida.
Podríamos pensar que la cruz era ya la que ellos estaban soportando, en los travesaños de la inseguridad y la persecución. Sin embargo, Jesús nos invita a seguirlo negándonos a nosotros mismos y tomando nuestra cruz cada día (cf Mt 10,38; Mc 8,34; Lc 9,23).
Expresión de ese martirio cotidiano son las cosas que más nos cuestan y nos duelen, pero que pueden ser iluminadas y vividas de otra manera precisamente desde Su cruz.Sólo así la cruz ya no es un instrumento de muerte sino de vida y al «por qué a mi» expresado como protesta ante cada experiencia dolorosa, lo reemplazamos por el «quién soy yo» de quien se siente demasiado pequeño e indigno para poder participar de la Cruz de Cristo, incluso en las pequeñas «astillas» cotidianas.