Nacida en Pibrac (Francia) en 1579; muere en el mismo lugar en junio de 1601.
Nació fea, escrofulosa, algo deforme y con la mano derecha casi paralizada. Su madre murió apenas la trajo al mundo. Su padre sentía aversión hacia ella, la mujer con la que se casó en segundas nupcias la odiaba. De hecho, la trataban peor que a los animales domésticos: fue obligada a dormir en el establo o en las escaleras de la casa, tan sólo le daban de comer pan duro y no le dejaban dirigir la palabra a sus hermanastros.
Desde los nueve hasta los veintidós años en que falleció, Germana se encargó de cuidar el rebaño de su padre. Al parecer no sabía leer. Iba siempre con el rosario en la mano y tenía la costumbre de asistir diariamente a misa. Dejaba los corderos fuera con la confianza de que Dios cuidaría de ellos. Estaban a buen recaudo porque nunca perdió uno solo por culpa de los lobos y jamás se atrevieron sus corderos a pacer fuera de los límites que su pastora les ponía apoyando el cayado en tierra.
Amó a Cristo con todo su corazón, lo cual le proporcionó grandes consuelos espirituales. Dios la libró de muchos obstáculos cuando era necesario por medio de milagros inesperados. Y en justa correspondencia a su piedad, Pío IX beatificó (1854) y canonizó (1867) a esta humilde muchacha tan menospreciada en vida.
Su padre la halló muerta una mañana en la escalera de su casa. Se la enterró en la iglesia de Pibrac, en donde se la venera todavía hoy.