San Gregorio, nació hacia el año 540, en el seno de tina de las pocas familias patricias que quedaban en Roma. De niño sufrió los horrores de un sitio durante el cual los romanos quedaron reducidos a comer hierbas y ortigas. Entonces, según el historiador Procopio, sólo quedaron con vida en la ciudad unas quinientas personas. Los godos avanzaron por el interior de Italia siguiendo a su fuerte jefe, Totila, el cual fue causa de que se impusiera el envío de nuevos ejércitos desde Oriente. Durante aquellos años las ciudades eran tomadas y perdidas, los campos de cultivo estaban yermos y la gente sufría la peste, el hambre y el saqueo.
Finalmente dió fin a la guerra mediante el sucesor de Belisario, Narses, y de nuevo Italia quedó sujeta al emperador y gobernada desde Ravena por un exarca. Además de todos sus sufrimientos, el pueblo estaba ahora a merced de los preceptores de impuestos, quienes extorsionaban tanto como podían con el derecho de retener un doceavo de todo lo que recolectaban. Roma, que una vez fuera la dueña orgullosa del mundo, quedó en un estado lamentable durante toda la vida de Gregorio. Varias veces sitiada y saqueada, la ciudad se hallaba en ruinas; el campo que en un tiempo fuera fértil ahora estaba desierto. No había autoridad civil capaz de manejar los problemas que la guerra y el pillaje habían creado, y a estos males repetidos venían a añadirse el fuego, las inundaciones y las plagas. La destrucción de los mejores edificios para obtener materiales era tan corriente que los arqueólogos modernos no han podido hallar estructuras erigidas después del siglo iv en cuya construcción se hubiera empleado piedra recién extraída de la cantera.
La familia de Gregoria, famosa por su piedad, había dado a la Iglesia dos Papas durante el siglo vi. Su padre, Goridianus, oficial del gobierno, era hombre rico, dueño de una de las fortunas mayores de Sicilia y de una hermosa casa en la colina Coelia; su madre, Silvia, fue luego venerada como santa. Gregorio dio pruebas precoces de su inteligencia y tuvo la educación mejor que podía lograrse entonces. Estudió leyes y se preparó para seguir las huellas de su padre en la vida pública. Distándose rápidamente en el servicio del gobierno y a los treinta años de edad fue nombrado prefecto de Roma. En este cargo, que cumplió a la perfección, la importancia de la ley, el orden y el respeto para la autoridad constituida fueron conceptos que quedaron fuertemente grabados en él. Esas lecciones iba a aplicarlas pronto en la esfera eclesiástica, ya que, aquel mismo año, Gregorio abandonó su carrera para dedicarse al servicio de Dios. Primero marchó a Sicilia, en donde fundó seis monasterios; al regresar a Roma estableció su morada en un monasterio benedictino bajo el patronato de San Andrés. Por entonces murió su padre, y su madre marchó a vivir a Cella Nova, un retiro conventual en las afueras de la ciudad. Después de emplear lo que le quedaba de sus extensas propiedades en obras de caridad, Gregorio se estableció en San Andrés, como un monje más.
Por entonces sufrió desórdenes gástricos que durarían toda su vida y que probablemente le fueron ocasionados por sus ayunos excesivos. Pero, aun así, los tres o cuatro años que pasó en el claustro fueron relativamente felices y con pena recibió el nombramiento de diácono que hizo el Papa Pelagio II, ya que ello significaba una vida más activa dentro del mundo. Roma estaba sitiada por los lombardos y el Papa decidió enviar una embajada a Constantinopla para felicitar al nuevo emperador Tiberio II por su acceso al trono y suplicar ayuda militar para la ciudad. Gregorio debía acompañar esta embajada, usando el título de «apocrisiarius» o embajador papal. Gregorio halló su nueva posición muy contraria a su carácter. Había un contraste enorme entre la magnificencia de Constantinopla y la miseria de Roma. Para evitar las intrigas y la etiqueta complicada de la corte, Gregorio pasaba gran parte de su tiempo recluido, escribiendo un comentario sobre el Libro de Job. La embajada fue un fracaso; el emperador arguyó que no podía prestar ayuda, ya que sus ejércitos se ocupaban en mantener a raya a los persas y a otros enemigos. Después de seis años, Gregorio fue llamado nuevamente a Roma y volvió al monasterio de San Andrés, en donde lo eligieron abad.
Cierto día, continúa la historia, Gregorio caminaba por el mercado de esclavos de Roma cuando se fijó en tres muchachos de cabellos dorados. Preguntó su nacionalidad y le dijeron que eran anglos. «Están bien llamados? dijo Gregorio?, pues tienen rostros de ángeles.» Preguntó de donde provenían y cuando le dijeron que «de Ire», exclamó «De ira… sí, en verdad deben ser salvados de la ira de Dios y llamados a la misericordia de Cristo. ¿Cuál es el nombre del rey de ese país?» «Aella.» «Entonces la Aleluya debe cantarse en el país de Aella.» Algunos historiadores modernos han juzgado este relato con cierto escepticismo, aduciendo que el grave Gregorio no hubiera podido hacer juegos de palabras. Sin embargo, es imposible que nadie se hubiera tomado el trabajo de inventar tan deliciosa anécdota. Gregorio quedó tan conmovido por la belleza e ignorancia de aquellos muchachos que decidió ir personalmente a predicar el Evangelio en su país. Para este fin obtuvo el consentimiento del Papa y comenzó el viaje hacia el norte, en compañía de varios monjes. Cuando el pueblo de Roma se enteró de esto clamó contra la pérdida de su sacerdote favorito, y el Papa Pelagio tuvo que mandar emisarios para hacer que el grupo regresara. Más tarde, cuando Gregorio fue Papa, la evangelización de Inglaterra se convirtió en uno de sus más amados proyectos.
La costumbre de ofrecer misas de treinta días o Misas Gregorianas por los muertos, se cree haberse originado en esta época. Justus, uno de los monjes de Gregorio, mientras se encontraba gravemente enfermo confesó haber escondido tres monedas de oro, y el abad prohibió a los demás hermanos que comunicaran con el culpable o que lo visitasen en su lecho de muerte. Se negó el enterramiento de su cuerpo en el cementerio de los monjes y fue enterrado bajo un estercolero junto con las monedas de oro. Como había muerto arrepentido, el abad ofreció la misa durante treinta días para el reposo de su alma y Gregorio nos dice que, por fin, el alma del monje muerto se apareció a uno de los hermanos, llamado Copiosos, haciéndole saber que había sufrido tormento, pero que gracias a las misas ahora estaba exculpado.
Una nueva erupción de la plaga se llevó al Papa Pelagio. Por general aquiescencia Gregorio fue el candidato que parecía mejor para sucederle y mientras se esperaba que llegara de oriente la ratificación del emperador, él fue quien gobernó la Iglesia. Para implorar la misericordia de Dios organizó una enorme procesión por las calles de Roma. De siete de las iglesias más venerables de Roma salieron siete columnas de gentes, que debían reunirse todas ellas en la Iglesia de Santa María la Mayor. Gregorio de Tours, historiador contemporáneo, escuchó el relato de labios de uno que estuvo presente, y nos da un vívido pormenor: «Mientras la plaga todavía asolaba, las columnas marcharon por las calles cantando Kyrie Eleison y, al caminar, había algunos que caían y morían entre ellas. Gregorio inspiraba a estas pobres gentes con su valor, pues no cesó de predicar y rogó que las oraciones no se interrumpiesen.» Después de esto hubo una disminución de la violencia de la epidemia. Durante la crisis, Gregorio se dedicó a aliviar a los enfermos. Pero sus preferencias se inclinaban por la vida contemplativa y escribió privadamente al emperador Mauricio, rogándole que no confirmase su elección, y a los amigos que tenía en la corte pidiéndoles que usaran su influencia en el mismo sentido. Sus amigos ignoraron sus deseos y el prefecto de Roma no sólo interceptó la carta de Gregorio al emperador, sino que envió a éste un mensaje para informarle que la elección de Gregorio había sido unánime. El emperador no tardó en ratificar esa elección. Decaído de ánimo, el nuevo Papa pensó en huir, pero fue rodeado y escoltado hasta la basílica de San Pedro y allí consagrado por el oficio pontificio. Esto sucedió en el día 3 del mes de septiembre de 590.
Desde el día en que asumió el cargo, Gregorio se dedicó a sus deberes con empeño. Nombró a un «vicedominus» o superintendente para que se encargara de los asuntos seculares y del personal de su casa, y dio órdenes de que únicamente los clérigos podían estar al servicio del Papa. Prohibió la exacción de salarios para la ordenación, para el entierro dentro de las iglesias y para la otorgación del «pallium».1 Los diáconos no podían cantar los trozos musicales de la misa a menos de que hubieran sido escogidos por sus voces en vez de por su carácter. Como predicador, Gregorio gustaba de hacer de su sermón una parte de la sagrada solemnidad de la misa, y escogía como sujeto el evangelio del día. Conservamos buen número de sus homilías, que siempre finalizaban con una lección moral.
El sentido de justicia de Gregorio se muestra en el buen trato que dio a los judíos, a quienes no permitió que se les desposeyera de sus sinagogas o que fueran oprimidos. Cuando los judíos de Cagliari, en Cerdeña, se quejaron de que su sinagoga había sido tomada por un converso de su propia raza, que la había convertido en una iglesia cristiana, colocando en ella una cruz y una imagen de Nuestra Señora, ordenó que tanto una como otra fueran quitadas reverentemente y que el edificio fuera devuelto a sus primeros dueños.
Del exterior, Gregorio tuvo que afrontar las agresiones de los lombardos, los cuales, desde tres fortalezas que mantenían, ejecutaban asaltos destructores sobre Roma. Fue él quien organizara la defensa de la ciudad y quien se las compuso para, incluso, enviar ayuda a otras ciudades que corrían peligro. Cuando en el año 593 el rey Aguilulfo, con su ejército lombardo, se presentó frente a los muros, el propio Papa salió para tratar con el invasor. Tanto por su prestigio y personalidad como por su promesa de tributo anual, Gregorio indujo a Aguilulfo a retirarse con su ejército. Durante nueve años luchó para lograr un acuerdo político entre el emperador bizantino y los lombardos, pero cuando, por último, se obtuvo no tardó en romperse debido a la traición del Exarca. Entonces, por cuenta propia, Gregorio negoció una tregua para Roma y los vecinos distritos. La esposa de Aguilulfo, Teodelinda, que era una princesa bárbara, era católica y se convirtió en la aliada poderosa de Gregorio. Fue ella quien, finalmente, logró que los lombardos abandonasen el credo arriano y aceptaran la fe católica.
En la confusión y desorden de aquella época, Gregorio debió hallar alivio escribiendo. Al principio de su pontificado escribió la Regula Pastoralis o Regla Pastoral en la que describe a un obispo como a un médico de las almas, con el deber especial de predicar y establecer la disciplina de la Iglesia. Esta pequeña obra obtuvo un éxito tremendo. El emperador Mauricio la hizo traducir al griego y el obispo Leandro la hizo circular en España. Liciniano, obispo de Cartago, la alabó, pero temió que fijara un modelo tan alto que los candidatos al sacerdocio se desalentasen. Agustín llevó una copia a Inglaterra, en donde trescientos años después el propio rey Alfredo la tradujo al anglosajón. En un concilio reunido por Carlomagno se dijo a todos los obispos que la estudiaran y que dieran una copia a cada nuevo obispo como parte de la ceremonia de la consagración. Durante siglos, los ideales de Gregorio serían los del clero occidental. Sus Diálogos, colección de visiones contemporáneas, profecías y milagros, escritas para confortar al lector cristiano mostrándole la misericordia de Dios, se convirtió en uno de los libros más populares durante la Edad Media. Las historias que allí se leen se obtuvieron de personas que aun vivían y que, en muchos casos, habían sido testigos de los sucesos descritos. Sin embargo, los métodos de Gregorio no eran críticos y el lector moderno puede sentir dudas sobre la certeza de sus informadores. En esa época crédula, cualquier suceso poco frecuete era tomado fácilmente como algo sobrenatural.
Gregorio mantuvo el contacto con España, principalmente a través del obispo Leandro, de Sevilla. La Iglesia española se gobernaba a sí misma y, si bien era leal, no tenía muchos tratos con Roma. Gregorio se esforzó en extirpar la herejía de los donafistas 3 en África, y en Istria, provincia del Adriático, logró que regresaran a la fe católica varios obispos cismáticos. En Galia la influencia papal no era muy fuerte, excepción hecha de la Provenza, pero mediante la correspondencia con el rey Childaberto y con los obispos galos, Gregorio luchó por corregir los abusos, esepcialmente la simonía y la colocación de seglares en los cargos eclesiásticos.
De todas sus obras, la que más le llegaba al corazón era la conversión de Inglaterra. Es probable que el primer intento de enviar una misión romana a Inglaterra fuera realizado por los propios ingleses. Gregorio supo que aquéllos habían acudido a los obispos galos en demanda de predicadores sin obtener respuesta. En el año 596 comenzó a trazar sus planes de largo alcance. Su primer acto fue ordenar la compra de varios esclavos ingleses, muchachos de diecisiete o dieciocho años, que pudieran ser educados en ?un monasterio italiano para prestar servicio en su propio país. Dado que deseaba que la obra de conversión no se demorase, escogió, de entre los monjes de su propio monasterio de San Andrés, a un grupo de cuarenta que debían marchar a Inglaterra encabezados por su prior el santo Agustín. La historia de esta misión se relatará más adelante en la vida de San Agustín de Canterbury.
Durante casi los treinta años de su pontificado, Gregorio tuvo conflictos con Constantinopla, bien con el emperador, bien con el patriarca.
Murió en el año 604 y fue enterrado en la iglesia de San Pedro. La lista de sus realizaciones es muy larga. A él se debe la compilación del Antifonario,* la introducción de estilos nuevos en la música eclesiástica, la composición de varios himnos famosos y la fundación de la Schola Cantorum, la famosa escuela para cantantes. Únicamente una pequeña parte de la llamada música gregoriana data de esta época, pero el estilo del canto se fijó entonces para los siglos venideros. Gregorio definió el calendario de festivales y el servicio de sacerdotes y diáconos, forzó el celibato del clero y, en general, afianzó el papado. Se le venera como al cuarto Doctor de la Iglesia Latina. En sus homilías popularizó al gran Agustín de Hipona y, hasta que los estudiosos medievales se dedicaron al estudio del propio Agustín, la palabra de Gregorio fue definitiva en cuestiones teológicas. Formuló varias doctrinas que no había definido previamente de modo satisfactorio. Milman, en su Historia de la cristiandad latina, dice: «Es imposible concebir la confusión, ausencia de leyes y estado caótico que hubieran reinado en la Edad Media sin el papado medieval; y del papado medieval el verdadero padre es Gregorio el Grande.» En arte, suele representarse a Gregorio con la tiara y ropajes pontificios, llevando un libro o instrumento musical o, algunas veces, portando un báculo con una doble cruz; su símbolo es la paloma que su diácono Pedro dijo haber visto, en cierta ocasión, murmurando a su oído.