Nació en la ciudad de Sevilla, España. Su padre era virrey de Nápoles. Creció sin el amor materno, porque la madre murió cuando él era todavía muy niño. Pero en sus familiares aprendió los más admirables ejemplos de santidad. En su casa se repartían grandes limosnas a los pobres y se ayudaba a muchísimos enfermos muy abandonados. A una familiar suya, Teresa Enríquez. La llamaban «la loca por el Santísimo Sacramento», porque buscaba las mejores uvas de la región para fabricar el vino de la Santa Misa y escogía los mejores trigos para hacer las hostias, y trataba de entusiasmar a todos por la Eucaristía.
Juan de Ribera estudió en la mejor universidad que existía en ese entonces en España, la Universidad de Salamanca, y allá tuvo de profesores a muy famosos doctores, como el Padre Vitoria. El Arzobispo de Granada escribió después: «Cuando don Juan de Rivera fue a Salamanca a estudiar yo era también estudiante allí pero en un curso superior y de mayor edad que él. Y pude constar que era un estudiante santo y que no se dejó contaminar con las malas costumbres de los malos estudiantes».
Cuando tenía unos pocos años de ser sacerdote y contaba solamente con 30 años de edad, el Papa Pío IV lo nombró obispo de Badajoz. Allí se dedicó con toda su alma a librar a los católicos de las malas enseñanzas de los protestantes. Organizó pequeños grupos de jóvenes catequistas que iban de barrio en barrio enseñando las verdades de nuestra religión y previniendo a las gentes contra los errores que enseñan los enemigos de la religión católica. San Juan de Ávila escribió: «Estoy contento porque Monseñor Rivera está enviando catequistas y predicadores a defender al pueblo de los errores de los protestantes, y él mismo les costea generosamente todos los gastos».
El joven obispo confesaba en las iglesias por horas y horas como un humilde párroco; cuando le pedían llevaba la comunión a los enfermos, y atendía cariñosamente a cuantos venían a su despacho. Pero sobre todo predicaba con gran entusiasmo. Los campesinos y obreros decían: «Vayamos a oír al santo apóstol».
En dos ocasiones vendió el mobiliario de su casa y toda la loza de su comedor para comprar alimentos y repartirlos entre la gente más pobre, en años de gran carestía.
El día en que partió de su diócesis en Badajoz para irse de obispo a otra ciudad, repartió entre los pobres todo el dinero que tenía y todos los regalos que le habían dado, y el mobiliario que su familia le había regalado.
Fuente: Aciprensa