(RV).- “Aferrémonos fuertemente a esta fe sencilla de la Santa Madre de Dios; pidámosle que nos enseñe a regresar siempre a Jesús y a darle gracias por los innumerables beneficios de su misericordia”.
Con esta invitación el Papa Francisco concluyó su homilía de la Misa celebrada la mañana del segundo domingo de octubre en el atrio de la Basílica Vaticana, con motivo del Jubileo Mariano.
El Obispo de Roma comentó el Evangelio de San Lucas, propuesto por la liturgia del día, que presenta la curación de diez leprosos por parte de Jesús, de los cuáles sólo uno, un samaritano, es decir, un extranjero, regresa sobre sus pasos, alabando a Dios y se arroja a los pies del Maestro para darle gracias por haberlo curado.
El Papa Bergoglio afirmó que este episodio nos invita a reconocer con admiración y gratitud los dones de Dios, que no se limita a hacernos una promesa, sino que pone a prueba nuestra fe.
Así, por ejemplo, destacó la importancia de saber agradecer y alabar por todo lo que el Señor hace en nuestro favor. Y en su diálogo ideal con los fieles el Santo Padre invitó a preguntaros si ¿somos capaces de saber decir gracias? A la vez que agregó que esta jornada jubilar nos propone el modelo que debemos contemplar: María, nuestra Madre.
Sí, porque su corazón, más que cualquier otro, es un corazón humilde y capaz de acoger los dones de Dios. De ahí que haya insistido en preguntarnos si estamos dispuestos a recibir los dones de Dios o si, por el contrario, preferimos “encerrarnos en las seguridades materiales, en las seguridades intelectuales, en las seguridades de nuestros proyectos”.
Con una mirada más amplia y actual, Francisco dijo que son muchos los extranjeros y las personas de otras religiones que nos dan ejemplo de valores; y que quien “vive a nuestro lado, tal vez despreciado y discriminado por ser extranjero, puede, en cambio, enseñarnos cómo avanzar por el camino que el Señor quiere”.
Por esta razón el Santo Padre recordó al concluir su homilía que también la Madre de Dios, con su esposo José, “experimentó el estar lejos de su tierra. Que también ella fue extranjera en Egipto durante un largo tiempo, lejos de parientes y amigos y que su fe, sin embargo, fue capaz de superar las dificultades”.
(María Fernanda Bernasconi – RV).
Texto de la homilía del Santo Padre Francisco:
El Evangelio de este domingo (cf. Lc 17, 11-19) nos invita a reconocer con admiración y gratitud los dones de Dios. En el camino que lo lleva a la muerte y a la resurrección, Jesús encuentra a diez leprosos que salen a su encuentro, se paran a lo lejos y expresan a gritos su desgracia ante aquel hombre, en el que su fe ha intuido un posible salvador: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros» (v. 13). Están enfermos y buscan a alguien que los cure. Jesús les responde y les indica que vayan a presentarse a los sacerdotes que, según la Ley, tenían la misión de constatar una eventual curación. De este modo, no se limita a hacer una promesa, sino que pone a prueba su fe. De hecho, en ese momento ninguno de los diez ha sido curado todavía. Recobran la salud mientras van de camino, después de haber obedecido a la palabra de Jesús. Entonces, llenos de alegría, se presentan a los sacerdotes, y luego cada uno se irá por su propio camino, olvidándose del Donador, es decir del Padre, que los ha curado a través de Jesús, su Hijo hecho hombre.
Sólo uno es la excepción: un samaritano, un extranjero que vive en las fronteras del pueblo elegido, casi un pagano. Este hombre no se conforma con haber obtenido la salud a través de propia fe, sino que hace que su curación sea plena, regresando para manifestar su gratitud por el don recibido, reconociendo que Jesús es el verdadero Sacerdote que, después de haberlo levantado y salvado, puede ponerlo en camino y recibirlo entre sus discípulos.
¡Qué importante es saber agradecer, saber alabar por todo lo que el Señor hace en nuestro favor! Nos podemos preguntar: ¿Somos capaces de saber decir gracias? ¿Cuántas veces nos decimos gracias en familia, en la comunidad, en la Iglesia? ¿Cuántas veces damos gracias a quien nos ayuda, a quien está cerca de nosotros, a quien nos acompaña en la vida? Con frecuencia damos todo por descontado. Y lo mismo hacemos también con Dios. Es fácil ir al Señor para pedirle algo, pero regresar a darle las gracias… Por eso Jesús remarca con fuerza la negligencia de los nueve leprosos desagradecidos: «¿No han quedado limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?» (Lc 17,17-18).
En esta jornada jubilar se nos propone un modelo, más aún, el modelo que debemos contemplar: María, nuestra Madre. Ella, después de haber recibido el anuncio del Ángel, dejó que brotara de su corazón un himno de alabanza y acción de gracias a Dios: «Proclama mi alma la grandeza del Señor…». Pidamos a la Virgen que nos ayude a comprender que todo es don de Dios, y a saber agradecer: entonces, les aseguro, nuestra alegría será plena. Sólo aquel que sabe agradecer, experimenta la plenitud de la alegría.
Para saber agradecer se necesita también la humildad. En la primera lectura hemos escuchado el episodio singular de Naamán, comandante del ejército del rey de Aram (cf. 2 R 5,14-17). Enfermo de lepra, acepta la sugerencia de una pobre esclava y se encomienda a los cuidados del profeta Eliseo para curarse, que para él es un enemigo. Sin embargo, Naamán está dispuesto a humillarse. Y Eliseo no pretende nada de él, sólo le ordena que se sumerja en las aguas del río Jordán. Esa indicación deja a Naamán, perplejo, incluso contrariado: ¿Pero puede ser realmente Dios uno que pide cosas tan insignificantes? Quisiera irse, pero después acepta bañarse en el Jordán, e inmediatamente se curó.
El corazón de María, más que ningún otro, es un corazón humilde y capaz de acoger los dones de Dios. Y Dios, para hacerse hombre, la eligió precisamente a ella, a una simple joven de Nazaret, que no vivía en los palacios del poder y de la riqueza, que no había hecho obras extraordinarias. Preguntémonos – nos hará bien – si estamos dispuestos a recibir los dones de Dios o si, por el contrario, preferimos encerrarnos en las seguridades materiales, en las seguridades intelectuales, en las seguridades de nuestros proyectos.
Es significativo que Naamán y el samaritano sean dos extranjeros. Cuántos extranjeros, e incluso personas de otras religiones, nos dan ejemplo de valores que nosotros a veces olvidamos o descuidamos. El que vive a nuestro lado, tal vez despreciado y discriminado por ser extranjero, puede en cambio enseñarnos cómo avanzar por el camino que el Señor quiere. También la Madre de Dios, con su esposo José, experimentó el estar lejos de su tierra. También ella fue extranjera en Egipto durante un largo tiempo, lejos de parientes y amigos. Su fe, sin embargo, fue capaz de superar las dificultades. Aferrémonos fuertemente a esta fe sencilla de la Santa Madre de Dios; pidámosle que nos enseñe a regresar siempre a Jesús y a darle gracias por los innumerables beneficios de su misericordia.
(from Vatican Radio)