La edición del día jueves 3 de abril del presente de L’Osservatore Romano, el periódico del Vaticano, presenta una breve nota en la que informa que Enrique «Kike» Plancarte, uno de los jefes de los Caballeros Templarios (el grupo delictivo nacido en Michoacán) fue abatido por la Marina «en el estado central de Querétaro, en las inmediaciones de un campo de fútbol en la ciudad de Colón, localidad en una zona semidesértica». Ciertamente la noticia dio la vuelta al mundo en infinidad de medios de comunicación y en ese sentido no maravilla, lo curioso es que Querétaro salte de este modo a los medios.
Ciertamente son muchas más las cosas buenas que han visto la luz en nuestro Estado, sin embargo minimizar el hecho en nada cambia la realidad y no abona a la corrección del rumbo futuro, magnificarlo iría en detrimento de lo que ahora más necesitamos: esperanza y confianza en nosotros mismos y nuestras instituciones, mismas que se fortalecen en la transparencia. Necesitamos crecer en una educación de cuño humanista y sano patriotismo. En los grandes momentos de crisis y cambios históricos la educación juega un papel trascendental. En los albores de la lucha por la independencia de nuestra patria hubo grupos que propugnaban una educación que hundiera sus raíces en los clásicos griegos y romanos, lo que implicaba un fuerte sabor a Europa, y de manera especial a España; mientras que otros querían algo mucho más novedoso y diferente. Lo cierto es que no podemos negar ni nuestra historia ni los personajes que la han construido, así como las ideas que los han inspirado.
Querétaro se ha caracterizado por su historia humanista y católica, por hombres y mujeres que han forjado una identidad con estudio y trabajo. El original Colegio de San Francisco Javier, hoy sede de la facultad de Filosofía de la Universidad Autónoma de Querétaro, vio como maestro a uno de los más grandes humanistas mexicanos: al jesuita michoacano Diego José Abad, quien enseñó Jurisprudencia y cultivó los más diversos saberes, como Teología, Filosofía, Matemáticas, Álgebra, Geografía, Hidrografía, Medicina, Crítica y Humanidades. Enseñó también en Zacatecas y San Ildefonso. Fue desterrado junto con sus hermanos jesuitas y partió para Italia en 1767, y murió en Bolonia el 30 de septiembre de 1779. Vio la luz por primera vez en Jiquilpan el primero de junio de 1727.
De sus obras la más célebre es sin duda «De Deo, Deoque homine heroica» («Cantos Épicos a la Divinidad y Humanidad de Dios»), conocido también como Canto Heroico; esta obra escrita en un excelente latín desarrolla la forma del hexámetro tan usado por Virgilio, por lo que hay quien lo equipara a la altura del mismo. El poema tiene como centro al hombre y su capacidad racional que lo lleva a descubrir a Dios, su presencia, su poder y su amor. Estudia las normas que rigen al ser humano como ente social y moral, y las ciencias y la poesía lo encumbran.
Cuando el hombre pierde la noción del Creador entonces «Tropezamos con las sombras a la mitad del día» (Canto IX, 10. Citado en Fernández Valenzuela, Benjamín; Canto Noveno del «Poema Heroico»; Ábside. Revista de cultura mejicana, XXXIII. México 1969, p. 135). Una de las vías para la paz es la educación en lo humano, esa condición que a intervalos brilla o se oscurece, según nos orientemos o alejemos del Creador. En la nostalgia del exilio nuestro poeta recuerda las luciérnagas diciendo: «No padece que junto a sí se acreciente la noche; y así que ésta despliega sus ensombrecidas alas, él, oh maravilla, desnuda la vivísima antorcha que aloja en su párvulo seno, y su alada luminaria ahuyenta de los aires las tinieblas y pone espanto a las anochecidas sombras». Estamos hechos por Dios para brillar, su misericordia nos enciende.
Pbro. Filiberto Cruz Reyes
Publicado en el semanario «Diócesis de Querétaro» del 6 de abril de 2014.