Para comprender cómo se vive en la vida religiosa o consagrada, puede ser más fácil sabiendo cómo ve la muerte quien deja todo para seguir a Jesús.
El consagrado vive pobre, no tiene personalmente más que lo indispensable. No posee nada, no guarda ni invierte para su vejez, no pone su corazón en lo material. Muchos de los que fundaron una congregación, instituto o sociedad ofrecen pan, trabajo y paraíso. Nunca a un religioso falta una comida, aunque modesta, suficiente. El trabajo es constante, sea en lo material como en lo espiritual. El tiempo de descanso es muchas veces un cambio de actividad. No hay trabajo más o menos digno; todo trabajo es un acto de amor a Dios. Finalmente el paraíso, esa es la ganancia segura, el premio anhelado, la meta, la casa deseada del Padre, quien muere como religioso lo tiene asegurado.
El consagrado vive casto, es decir célibe, virgen, puro. Ha comprendido que el que se casa, renuncia a todas las mujeres u hombres menos a uno, una. Y quien es consagrado o religioso renuncia también a todos, todas, y también a esa una, a ese uno. Su afectividad es madura y le hace capaz de renunciar a tener una propia familia, para hacerse familia de quienes no la tienen. No hay un consagrado maduro, si no está cimentado en un cristiano maduro, en una persona madura. El religioso o consagrado debe ser hombre, cristiano y religioso, todo en plenitud. Por eso acepta y acoge a quienes por obediencia con él forman una comunidad, una familia, pues son compañeros de camino, hermanos que se ayudan. Son sus maestros y sus alumnos pues todos aprenden de todos.
El consagrado es obediente. En la vida ordinaria, la voz de Dios es el llamado del timbre o de la campana que marca el horario. La voz de Dios se manifiesta en la voz de los superiores legítimos. No eligen dónde vivir, con quién vivir, en qué ocuparse, cuándo inicia o termina, cuándo llega o se va.
Portero de la casa o director, todo su trabajo es trabajo de la comunidad. Si limpia él, la comunidad limpia; si da una conferencia, la comunidad la ofrece por él. Como en casa, se pide permiso, no se manda solo; sabe que siempre hay un superior. Su obediencia la ofrece para ser como Cristo, obediente hasta la muerte.
El consagrado vive en comunidad, la cual le ayuda a ser buen consagrado con su ejemplo, con su compañía, gozando de los bienes espirituales de la comunidad y de todo el instituto. Todo bien que hace un hermano, contribuye al bien de todos en general. Cuando un hermano muere como consagrado es un día de gloria para el instituto, pues este hermano ha llegado a la meta pues el vivir es Cristo y el morir es ganancia.
Jorge A. Rangel Sánchez Publicado en el periódico «Diócesis de Querétaro» del 14 de diciembre de 2014