XII Domingo Ordinario
Me mirarán a mí, a quien traspasaron
Zac 12, 10-11;13,1
El Evangelio de este domingo la Palabra de Dios nos ofrece la oportunidad de completar el Rostro de Dios y descubrir el secreto del Reino de los cielos.
Entre algunas personas del siglo I se existía la idea de que Jesús no es un personaje real, sino un muerto que ha vuelto a la vida, se trate de Juan Bautista (asesinado poco antes), de Elías (muerto en el siglo IX a.C.) o de otro antiguo profeta. Resulta interesante que el pueblo vea a Jesús como uno de los antiguos profetas, en lo que pueden influir muchos aspectos: su poder de realizar milagros (mayor incluso que el de Moisés, Elías y Eliseo); su actuación pública, muy crítica con la institución oficial; su lenguaje claro y directo; el hecho de que recorra los pueblos y aldeas predicando, sin limitarse a hablar en el templo de Jerusalén. Pero hay otro aspecto: en tiempos de Jesús, el título de “profeta” tenía fuertes connotaciones políticas, y es muy posible que la gente, igual que los discípulos de Emáus, viesen a Jesús como un libertador.
Jesús quiere saber si sus discípulos comparten esta mentalidad o tienen una idea distinta: “Y ustedes, ¿quién decen que soy?” Es una pena que Pedro se lance inmediatamente a dar la respuesta, porque habría sido interesantísimo conocer las opiniones de los demás.
La respuesta de Pedro es: “El Mesías de Dios”. Quizá quiere dejar claro a sus lectores que Pedro no ve a Jesús como un simple líder político, sino como el salvador político mandado por Dios. “Mesías”, que significa “ungido”, era el título de los reyes de Israel y Judá, ya que no se los coronaba sino se los “ungía” derramando aceite sobre su cabeza. La monarquía desapareció el siglo VI a.C., pero en los siglos II-I a.C., se difundió la esperanza de una restauración monárquica, y la imagen de un rey futuro ideal, de un MESÍAS con mayúscula, fue adquiriendo cada vez más fuerza. Los Salmos de Salomón, oraciones de origen fariseo, lo describen liberando a Jerusalén de los romanos, purificándola de pecadores, instaurando un gobierno justo y extendiendo su dominio a todas las naciones. Un rey que no confía en caballos, jinetes ni arcos, no atesora oro y plata para la guerra, está limpio de pecado para gobernar a un gran pueblo. En este contexto, la confesión de Pedro reviste una importancia y una novedad enormes.
Jesús no comparte el entusiasmo político, nacionalista y triunfalista que se puede intuir en las palabras de Pedro. No quiere que se use el título de Mesías, para evitar equívocos (aunque después de su muerte se convertirá en el título más habitual para designarlo, porque Cristo es la traducción griega de “mesías”). Él prefiere hablar de sí mismo como “el Hijo del Hombre”, título muy discutido, porque unos dicen que significa simplemente “este hombre”, “yo”, y otros le dan un sentido mucho más profundo, como el de un salvador definitivo.
Lo importante para Jesús no es el título que se le aplique, sino su destino. Tiene que padecer, ser rechazado y asesinado. El rechazo se da por parte de ancianos, sumos sacerdotes y escribas. Los “ancianos” detentan el poder político; los sacerdotes, el poder religioso; los escribas, el intelectual. Es probablemente el único caso en la historia en que los tres poderes se han puesto de acuerdo para rechazar y condenar a muerte a una persona. Pero Jesús sabe que la última palabra no la tienen ellos, sino Dios, que lo resucitará.
La pregunta sobre quién es Jesús y cuál es su destino no es una pregunta de examen ni de concurso, que no modifica la vida. Debe provocar el deseo de seguirlo. Pero Jesús no es un político que intenta ganarse a la gente con falsas promesas. Deja muy claro que ir con él significa negarse a sí mismo, cargar con la cruz cada día, como añade Lucas. Estas palabras se entienden mejor en el contexto del siglo I, cuando los cristianos están siendo perseguidos y condenados a veces a muerte. Y en bastantes países actuales de África y Asia, donde no resulta extraño que estalle una bomba en la iglesia. Entonces adquiere pleno sentido lo que dice Jesús: “El que pierda su vida por mi causa la salvará”.
¿Habrá alguien dispuesto a seguir a Jesús, a cargar con la cruz cada día? Veinte siglos demuestran que sí. Y esto no se explica solo por decisión personal. Según la primera lectura (tomada del profeta Zacarías) es fruto de un cambio que Dios opera en nosotros al contemplar a Cristo crucificado. Frente a los tres grupos de poder que rechazan y condenan a Jesús, son muchos más los que se convierten, hacen duelo, y encuentran un manantial que los limpia de pecados e impurezas.
Hoy tambien son muchos los que rechazan la propuesta de Jesús, antes los ojos del mundo Jesús Cruficicado es un fracaso escandaloso. Pero Jesús es la fuerza y la sabiduría de Dios. Deberíamos preguntarnos este a la luz de esta Palabra, si realmente deseamos seguir a Jesús. Amén.
+ Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro