XVIII Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo C – Lc. 12, 13 – 21
Uno de la multitud le dijo: «Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia».
Jesús le respondió: «Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?».
Después les dijo: «Cuídense de toda avaricia, porque aún en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas».
Les dijo entonces una parábola: «Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo: ‘¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha’.
Después pensó: ‘Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida’.
Pero Dios le dijo: ‘Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?’.
Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios». Palabra del Señor.
Sin buscarlo se le presenta a Jesús una situación en la cual no se le pide una intervención suya que exigiera un milagro; no le pedían a Jesús que mostrara su poder y compasión, sino su juicio e imparcialidad. Una petición que demuestra la aceptación de que gozaba en el pueblo, siendo un buen, mediador entre hermanos. Sin embargo en vez de resolver un caso particular, pues no considero que ese era su oficio, da ya una repuesta a los hermanos, y hoy a las familias, que litigan por un legado que, por mucho que valiese, no aseguraba lo más preciado que ya tenían, la propia vida.
Jesús instruye a sus oyentes, y los quiere convencer a todos sobre el precario valor de los bienes materiales. Utilizó el caso particular como una enseñanza universal. Nada que tenga que repartirse, como una herencia merece la pena de una división familiar.
La parábola desarrolla la enseñanza de Jesús: El hombre rico, dueño de las tierra, actúa sabiamente al prever una buena cosecha, pero no cae en la cuenta de que lo que tiene es mayor de cuanto le falta; y no se cuida tanto de lo que ya dispone, por sus grandes deseos de poseer más. Jesús pues, describe un tema, el de las riquezas acumuladas, que quema, porque aparece casi siempre en contraposición al Reino.
Quien no pone su seguridad en Dios, no podrá asegurar sus bienes ni una noche siquiera, porque nadie, ni él mismo, le puede asegurar la vida. Dejarse poseer por lo que puede uno tener, todavía lleva a perder lo que desde siempre se tuvo, Dios y sus bienes; el bien no es lo que nos falta, sino lo que Dios estaría dispuesto a concedernos si Él fuera nuestro único Bien. Frente a Dios que pretende ser nuestro único Bien, no puede nacer más que el deseo de tenerle.
Es necesario señalar que Jesús no sataniza los bienes de este mundo. Ellos son buenos. Nos ayudan a vivir como humanos. Son signo de los dones que gozaremos en el cielo. Pero si condena el egoísmo de quien acumula solo para sí, negándose del todo a compartir. Esto es lo que hay que discernir… Por ello esta página del evangelio quiere ser, más que una amenaza, una invitación a ampliar los graneros, a acumular muchos bienes para aquellos que no los tienen. A no descansar.
San Vicente de Paúl, describía en su tiempo, una situación que no es lejana a nuestro entorno, sobre la escasez en algunas regiones de Europa, y que era común “ver a los hombres comer tierra, masticar la hierba, arrancar la corteza de los árboles para tener algo en el estómago”.
Una invitación: preguntarnos, ¿cómo miramos los hombre de fe esta realidad? Las palabras del Papa Francisco nos dan luz para responder cuando nos pide: “La luz de la fe no nos lleve a olvidarnos de los sufrimientos del mundo. ¡Cuántos hombre y mujeres han recibido luz de las personas que sufren!, san Francisco de Asís, del leproso; la beata Madre Teresa de Calcuta, de sus pobres. Han captado el misterio que se esconde en ellos. Acercándose a ellos, no les han quitado todos sus sufrimientos, ni han podido dar razón cumplida de todos los males que les aquejan. La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar” (La luz de la fe n. 57).
Una oración: ¡Madre, ayuda nuestra fe! Recuérdanos que quien cree nunca está solo. Enséñanos a mirar con los ojos de Jesús, para que Él sea luz en nuestro camino…”.
† Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro