El pueblo permanecía allí y miraba. Sus jefes, burlándose, decían: «Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!». También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!». Sobre su cabeza había una inscripción: «Este es el rey de los judíos».
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro lo increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino». El le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso». Palabra del Señor.
Es en la cruz donde Jesús es reconocido rey, porque es en la cruz donde Él manifiesta su máxima gloria. La Iglesia primitiva solo aceptó como Rey a Jesucristo y por ello proclamaba en un himno litúrgico: “Porque solo Tú eres santo, solo Tú Señor, solo Tú Altísimo”; lo proclamaban públicamente y a muchos discípulos su profesión de fe les costó la vida.
Cuando el emperador Constantino dio libertad a los cristianos, la figura del Señor comenzó a adornarse con elementos propios de los reyes. Transcurrieron los siglos y la iglesia se vio convertida en cristiandad, algo muy semejante a un reino temporal, donde la cruz y la espada se unieron. Sin embargo el reino predicado por Jesús es de otro estilo. Se construye por relaciones de justicia y de paz entre todos y se afirma en la esperanza. Se ilumina con una alegría, que no se compra, sino que solo el Espíritu Santo puede dar. Es un reino que no requiere de armas ni de ejércitos, como lo afirmó el Señor ante Pilato.
Jesús es condenado a muerte por decirse rey. Así lo pregonan sus acusadores. Esa condición de rey está en la inscripción clavada en la cruz. Dicha inscripción contrasta con la situación física del hombre clavado en ella. Aquel que se presenta como salvador no es capaz de salvarse él mismo, piensan los jefes. Una vez más le habían entendido mal. Jesús no es un rey como los de este mundo; no utiliza su poder en beneficio propio. Él nos enseña que todo poder (político, religioso, intelectual) está al servicio de los demás, entre ellos a los más desvalidos.
Servir y no dominar es principio inconmovible del Reino de Dios; cuando no es así, traicionamos el mensaje y la voluntad de Jesús. Una actitud de servicio supone sensibilidad para escuchar al otro; Jesús clavado en la cruz, perdonando, devolviendo bien por mal, escuchando, ejerciendo misericordia es la síntesis y expresión de la buena noticia. Solo el amor, el servicio salva a las personas y hace realidad del Reino de Dios. El Papa Francisco nos exhorta diciendo: “Nunca olvidemos que el verdadero poder es el servicio, y que también el Papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que tiene su culmen luminoso en la cruz; debe poner sus ojos en el servicio humilde… especialmente a los más pobres, los más débiles, los más pequeños”. El liderazgo es responsabilidad para servir, quien quiera que sea.
Quien desee conocer el amor que Dios le tiene, tendrá que reconocer el señorío de Jesús sobre su vida y sobre su muerte; experimenta el amor de su Dios quien sirve fielmente a Cristo como su rey.
El reino de Cristo es un reino que surgió cuando Jesús se entregó a la muerte; el reino de Cristo volverá a surgir allí donde alguien se atreva a dar su vida sin pedir nada a cambio; Cristo volverá a reinar allí donde viva un siervo suyo con tanto poder sobre si como para ponerse al servicio de los demás. No dejara de reinar Cristo entre nosotros, mientras existan cristianos que ponen a disposición sus vidas para que otros no la vayan a perder. Por ello, celebrar hoy la realeza de Cristo, es una invitación a examinarnos si le estamos sirviendo como él quiere y se merece.
Quien entendió con claridad este Reino de Dios y que leyó el letrero puesto en la cruz fue uno de los ladrones; de ahí su grito: “Acuérdate de mí, cuando estés en tu Reino”. Dimas tenía razón. Un ladrón, que como dice San Agustín, también le robo el cielo.
Una oración: “Señor, el ladrón, desde la cruz se hizo tu amigo, sintió dentro de sí la fuerza de la fe, creyó en ti en un momento tan trágico. Porque eso es lo que ocurre al conocerte, que Tú llenas la vida de contenido, impulsas a vivir intensamente. Señor, como al buen ladrón, acoge nuestra vida con ternura, Tú la conoces, porque Tú serás siempre el Señor de nuestros días. Amén”.
† Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro