IV Domingo de Cuaresma – Jn. 9, 1-41
Es una de las narraciones más hermosas del evangelio de San Juan y describe el triunfo de la luz sobre las tinieblas.
En la misma línea de la semana pasada, donde se destacaba el elemento del agua, destaca hoy el símbolo bautismal de la luz; el evangelio nos presenta a Jesús como luz del mundo que ilumina los ojos de un ciego de nacimiento, abriéndolos así a la fe.
En la narración se percibe como los discípulos de Jesús consideran las enfermedad, en este caso la ceguera, como consecuencia del pecado, sin embargo Jesús rechaza contundentemente tal visión.
Este relato tiene como finalidad mostrar la veracidad de la afirmación de Jesús, “Yo soy la luz del mundo”. Quien hace lo que dice es veraz, por eso quien cura a un ciego de nacimiento, y que no tiene ninguna posibilidad de ser curado como se afirma en el texto, demuestra que es la luz. La narración proclama quien es Jesús y cuál es la Buena Noticia y la salvación que nos trae.
La forma de narrar la curación evoca el rito del bautismo cristiano: “me lave y ahora veo”, el cual en la primitiva Iglesia fue llamado Iluminación, y por ello el “ver” es símbolo de la fe. Él es la luz para aquellos que reconocen su oscuridad y la necesidad de ser iluminados; es oscuridad para aquellos que creen bastarse a sí mismos para aclararlo todo, incluso el misterio de su propia oscuridad.
Al recuperar la vista aquel hombre es recreado. Su primer nacimiento lo arrojo a las tinieblas, y ahora vuelve a ser engendrado para la luz. Su existencia ha sido radicalmente transformada. Tanto es así que hasta sus vecinos tienen dificultades para reconocerlo. Pero no nos podemos quedar en el milagro, porque los signos de Jesús pretenden revelarnos su identidad más profunda. Abrir los ojos del cuerpo significa abrir los ojos de la fe. En este sentido, la curación de la ceguera viene a simbolizar todo el proceso que recorre el que cree en Jesús y recibe el bautismo; por ello, y como ya le había sucedido a la samaritana, el que había sido ciego va descubriendo poco a poco quien es el que le ha devuelto la vista, hasta llegar a hacer con él un acto de fe proclamándolo como “Hijo del Hombre” y, postrándose en un gesto de adoración, afirma: “Creo, Señor”.
A medida que la luz de la fe abre los ojos del ciego, los fariseos van ofuscándose cada vez más en su hostilidad hacia Jesús, pero el ex ciego se conduce en todo momento como un verdadero testigo de la fe, un auténtico discípulo que sabe defender su postura frente a quienes le acosan. El interrogatorio evidencia que los que presumen de saber ignoran lo más importante: los fariseos desconocen el origen de Jesús, mientras que el ciego sostiene que el “viene de Dios”.
Jesús es una luz que alumbra a los ciegos, y ciega a los que creen ver. Una luz ante la que es preciso definirse, discerniendo así entre las que la acogen y las que la rechazan.
Una invitación a pensar en n nuestra posible ceguera: Ciegos son los que juzgan y se dejan llevar por las apariencias sin pasar adentro, al corazón, donde se genera la verdad más honda de nuestras acciones. Ciegos son los que se creen superiores y no pueden aceptar la verdad porque les llega de labios de alguien humilde y sencillo. Ciegos son los que no les interesa ver, ni en profundidad ni en extensión, porque exige un esfuerzo, porque desconcierta o porque, al ver, uno tiene que verse por dentro. Ciegos son los amigos de las tinieblas, los que se esconden de la luz. Ciegos son también los que creen que ven. Se han acostumbrado tanto a sus pocas luces, que llegan a creer que esa poca luz de vela es el sol.
El evangelio de hoy, una buena oportunidad para recobrar la luz, y ser testigos de la luz.
† Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro