X Domingo del Tiempo Ordinario – Lc. 7, 11 – 17
Jesús se dirigió poco después a un pueblo llamado Naín, y con él iban sus discípulos y un buen número de personas.
Cuando llegó a la puerta del pueblo, sacaban a enterrar a un muerto: era el hijo único de su madre, que era viuda, y mucha gente del pueblo la acompañaba.
Al verla, el Señor se compadeció de ella y le dijo: «No llores.»Después se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron. Dijo Jesús entonces: «Joven, yo te lo mando, levántate.» Se incorporó el muerto inmediatamente y se puso a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre. Un santo temor se apoderó de todos y alababan a Dios, diciendo: «Es un gran profeta el que nos ha llegado. Dios ha visitado a su pueblo.»
Lo mismo se rumoreaba de él en todo el país judío y en sus alrededores. Palabra del Señor.
Hoy contemplamos a Jesús lleno de compasión hacia una viuda que va a enterrar a su hijo único. Detiene el cortejo fúnebre, consuela a la viuda pidiéndole, “no llores más”, y levanta del féretro a su joven hijo, con lo cual nos está diciendo: “Yo soy la resurrección y la vida”. Más tarde el mismo Jesús se alzará del sepulcro, para probarnos que su amor es más fuerte que la muerte, y nos señala que junto a Él, todos podremos tener vida en abundancia.
Llama la atención la actitud de cercanía de Jesús para con su pueblo, quien tenía claro que el traía la salvación y no se espera a que lleguen a “su oficina” para derramarla en la comunidad, sino que el caminaba, “se dirigía”, hacia la pequeña población de Naím a buscar la necesidad y los dramas de una sociedad a la cual le sobraban las carencias, como hasta el día de hoy.
Él toma la iniciativa, ni siquiera espera el clamor de la madre adolorida por la pérdida de su joven hijo, por ello, la resurrección del hijo no ha estado precedida por la fe de la madre, sino por la compasión de Jesús; Jesús no ha resistido a la necesidad de ser misericordioso. Por eso el pueblo reconocerá, atónito, que Dios, el único que puede dar la vida (o quitarla), le ha visitado en la persona del profeta. Esta victoria sobre la muerte solo puede reconocerse en la alabanza a Dios; para vivir glorificando a Dios, basta saber que, compasivo ante nuestros males, no espera que le pidamos su intervención. Basta, como en Naím, que reconociéramos nuestra incapacidad para sostener nuestra vida con nuestros propios medios. No hay que convencer a Dios para que intervenga: hemos de sabernos necesitados de su intervención.
Una invitación: a entusiasmarnos por saber que contamos con un Dios que nos tiene compasión, un Dios que sale a nuestro encuentro y no permanece insensible cuando nos ve sufrir; se decide a intervenir aun cuando no se lo hayamos pedido, cuando nos descubre abrumados, solos y desvalidos; un Dios cercano que camina en medio de nosotros, realizando la misión y voluntad de su Padre.
Una oración: Señor, haznos a tu manera, expertos en el ser humano, sanadores de heridas, consuelo de penas y muerte.
Otra oración: Señor, en tus manos encomendamos a tantas viudas, quienes en su soledad tienen detrás situaciones de violencia e inseguridad social; que encuentren camino del consuelo. Que te encuentren a ti, única fuerza y compañía en las soledades. Acércate a consolar a esas madres solas, porque tú entiendes el dolor que tanto agobia, y ábreles caminos de esperanza, de resurrección.
† Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro