XII Domingo del Tiempo Ordinario
Del santo Evangelio según san Marcos 4, 35-41
Un día, al atardecer, Jesús dijo a sus discípulos: «Vamos a la otra orilla del lago». Entonces los discípulos despidieron a la gente y condujeron a Jesús en la misma barca en que estaba. Iban además otras barcas.
De pronto se desató un fuerte viento y las olas se estrellaban contra la barca y la iban llenando de agua.
Jesús dormía en la popa, reclinado sobre un cojín. Lo despertaron y le dijeron: «Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?» Él se despertó, reprendió al viento y dijo al mar: «¡Cállate, enmudece!» Entonces el viento cesó y sobrevino una gran calma. Jesús les dijo: «¿Por qué tenían tanto miedo? ¿Aún no tienen fe?» Todos se quedaron espantados y se decían unos a otros: «¿Quién es éste, a quien hasta el viento y el mar obedecen?» Palabra del Señor.
EN LA TEMPESTAD, EL ÚNICO ASIDERO ES JESUS
Después del discurso de las parábolas, San Marcos nos ofrece cuatro milagros que ponen término al reino de Satanás y son acciones en pro de la vida. El poder salvífico de Jesús se extiende a los elementos naturales que se han vuelto caóticos y enemigos del ser humano como es el caso de la tempestad. Marcos ha transformado esta narración típica de un milagro, en una instrucción catequética acerca de la fe que los discípulos necesitan para seguir a Jesús, la cual tiene que ser muy sólida y serena para los momentos de tempestad y prueba en la vida. Por ello en esta enseñanza, el evangelista quiere indicar que la falta de fe empieza a manifestarse allí donde el cristiano no está dispuesto, por cobardía y miedo, a cargar y compartir con Jesús y los demás los peligros del seguimiento cristiano. Aquellos discípulos que le acompañan son los más cercanos y son discípulos que han recorrido con el los caminos, sin embargo no “han calado” quien es Jesús. Hoy como ayer quizás nos falte creer en la realidad de Jesús.
La tempestad calmada es una hermosa narración en medio del mar donde no hay asideros para salvarse y la vida peligra; allí los discípulos acuden a Jesús. El mar es sentido como lugar donde la vida peligra.
Esta tempestad evoca las tempestades de la vida que nos ponen en apuros, ya que a pesar de que no nos jugamos la vida en el mar (aunque si algunos), si lo hacemos en el trabajo, en la enfermedad, en las jugadas sucias, en la fidelidad prometida, en los imprevistos que nos sobresaltan, en la muerte de un ser querido, en un hogar en crisis, etc. Tenemos tempestades que hacen zozobrar nuestra barca y nuestra vida. Gracias a esas tempestades algunos despertamos y nos preguntamos de nuevo por Dios.
Tengamos fe que nuestro compañero de viaje es el Señor, recordando que la oración no es una fuerza mágica que al instante remedia todos los males, pero si es la manera de compartir con Dios los miedos y las angustias y con la cual sostenemos nuestra nave mientras amina la tormenta. Es cierto que muchas veces le hablamos al Señor y el continua en silencio, sin embargo interiormente la fuerza se experimenta porque desde la fe y a la luz de la Palabra de Dios sabemos que Él es capaz de tendernos la mano ante el grito: “sálvame que me hundo”. Job soportó la borrasca y desde su tragedia gritó al Señor, exigiendo una explicación para su infortunio. En medio de toda su impotencia Job logra descubrir a Dios llegando a exclamar: “Yo te conocía solo de oídas, ahora te han visto mis ojos”. También los discípulos, desde aquella experiencia del lago en la tormenta conocieron más a Jesús. ¿Sera que necesitamos una tormenta en nuestra vida para descubrirlo? Si ya la has vivido, o en este momento la experimentas, es una oportunidad para orar y conocerlo.
† Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro