Les dijo: «Todo esto estaba escrito: los padecimientos del Mesías y su resurrección de entre los muertos al tercer día. Luego debe proclamarse en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados, comenzando por Jerusalén, y yendo después a todas las naciones, invitándolas a que se conviertan. Ustedes son testigos de todo esto. Ahora yo voy a enviar sobre ustedes lo que mi Padre prometió. Permanezcan, pues, en la ciudad hasta que sean revestidos de la fuerza que viene de arriba.»
Jesús los llevó hasta cerca de Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos (y fue llevado al cielo. Ellos se postraron ante él.) Después volvieron llenos de gozo a Jerusalén, y continuamente estaban en el Templo alabando a Dios. Palabra del Señor.
En el momento de la Ascensión vemos dos manos que bendicen, porque el tiempo de Jesús ha concluido y ha iniciado e inaugura con ello el tiempo de la Iglesia, cuya misión es ser testigo. Esta es la tarea específica que Cristo ha puesto en las manos de todos los que son y serán discípulos; ellos tendrán que dar razón de su fe, compartiendo cuanto han visto, tocado y oído. El reto era no quedarse parados mirando al cielo sino empezar a caminar por los senderos de la misión, hasta tocar las “periferias existenciales” de aquel mundo, que como la sociedad de hoy tiende a vivir en el aislamiento e individualmente. Jesús ha partido pero no se ha ausentado pues ahora se hace presente y visible a través de la vida fraterna y de la acción de sus discípulos.
El mensaje de Jesús es claro: “Ustedes son testigos de todo esto”. O sea “De la muerte y resurrección del Mesías, y de anunciar la conversión y el perdón de los pecados, en su nombre a todos los pueblos”. Pero no es tan claro que los discípulos hayan entendido, ni siquiera en este último momento. Por ello el contundente mandato de Jesús de no iniciar nada antes de ser revestidos con la fuerza del Espíritu. Él sabe que somos “duros de cabeza”; incluso en la narración de Hechos de los Apóstoles todavía se atreven a preguntar “¿Es ahora cuando vas a restaurar el Reino de Israel?”; seguían pensando en un Mesías triunfal.
Jesús no cede, por ello insiste en recibir antes la luz y fuerza del Espíritu Santo, en Pentecostés, como hoy insistimos en la experiencia de un Nuevo Pentecostés para poder realizar la tarea de la Nueva Evangelización. Solo recibiendo el Espíritu y siendo dóciles a Él, se puede cambiar, renovarse, convertirse personal y pastoralmente. Por ello la consigna es clara, el católico si se considera discípulo de Jesús no puede dejar de ser misionero del amor; no podemos quedarnos con los brazos cruzados, mirando al cielo. Todos, sin excepción sea quien sea, se dedique a lo que se dedique, y que se llame católico no puede vivir despreocupado de los retos de nuestra iglesia. Nadie le puede animar al hermano diciéndole “no te preocupes”. Por eso que todo bautizado entre en este camino de formación en su comunidad, para ser parte del ejército de misioneros que necesita la Iglesia. O le hacemos caso a Jesús o traicionamos nuestra identidad de Hijos de Dios. ¡Es la hora de evangelizar! Y urge el que no sigamos privando a tantos del anuncio de Cristo muerto y resucitado. No privemos a nadie de esta Buena Notica, si realmente la vivimos con alegría, y si vivimos enamorados de Cristo.
Quiero considerar también que en este pasaje, el acontecimiento de la Ascensión se ilumina con aquellas palabras de Cristo, durante su despedida: “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, se los habría dicho; porque voy a prepararles un lugar y cuando haya ido y se los haya preparado les tomaré conmigo, para que donde yo esté, estén también ustedes”. El regreso de Jesús a los cielos, con su cuerpo mortal resucitado, aporta una primera consecuencia: También nosotros tendremos un lugar junto a Él; allí en el cielo. Ese cielo será felicidad, la cual exige compañía y comunicación, donde amaremos a Dios y a todos los nuestros, sin obstáculos de tiempo o espacio.
Que hermoso que de niños aprendimos una gran verdad, esta a veces quejumbrosa esperanza en la realidad cotidiana, y ante la pregunta de nuestro catequista: “¿Para qué fue el hombre creado”?, nuestra infantil e inocente voz respondía: “Para conocer y amar a Dios en esta vida y después verle y gozarle en la otra”. Después, en la adolescencia, nuestro catequista de la Acción Católica nos saludaba al inicio y al final de la reunión y nos hacía repetir: “Que no vaya yo solo al cielo sino acompañado de muchos”.
Estamos orientados de manera natural y necesaria hacia Dios, nuestro Creador. ¡Ánimo!
Una oración: “Señor, ayúdanos a no tener ningún temor a perder la vida física, y a tener la seguridad, de que tú nos estás esperando y nos guardas un lugar en tu mesa. Gracias por esperarnos de manera acogedora y amorosa como buen Padre. Ayúdame a ganarme el cielo, a ganarme esa presencia eterna de tu amor, haciendo presente tu presencia amorosa aquí en la tierra en la Misión”
OTRA ORACION: Oremos al Señor, dueño de la vida, para que bendiga a todos los niños por nacer, y no sean víctimas del egoísmo e insensibilidad del hombre; que ninguno sea tocado con intenciones fatales, y que no sean masacrados oficialmente, como los 100 mil niños, que por el así llamado “aborto seguro” han sido aniquilados en el DF desde el 2007 a la fecha. Señor que seamos una sociedad sensible al sufrimiento de los hermanos más vulnerables y a los inocentes en el seno de su madre. Queremos que se salven los dos, madre e hijo. Que no permanezcamos indiferentes ante la avalancha de atentados que se quieran seguir cometiendo, sino que cada uno seamos tu voz, tus profetas que expresemos nuestra indignación por estos atentados que fácilmente tienen a quedarse en burbujas de indiferencia que son arrastradas por el tiempo y la inercia que nos arrastra.
María, que amas la vida intercede para que nadie se atreva a dañar a los niños por nacer, tú eres nuestra Madre que nos protege, desaparezca el cinismo sistemático con que se sigue asesinando a nuestros niños; porque así como nadie debía de haber matado al inocente Abel: “La voz de la sangre de tu hermano grita desde la tierra”, así tampoco siga gritando esta sangre inocente al cielo. María, Madre nuestra, protégenos. Amén.