«Los que se dejan guiar por el espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios»
Rm 8, 8-17
Hoy la Iglesia cierra solemnemente las Fiestas Pascuales, y lo hace recordando con alegría el gran Don que Nuestro Señor Jesucristo nos alcanzó con su Muerte y Resurrección, el Don del Espíritu Santo. Los cristianos somos participes de este Don, realmente el Espíritu de Dios habita en nosotros. San Lucas pone en el capítulo segundo de los Hechos de los Apóstoles el relato del acontecimiento de Pentecostés, que hemos escuchado en la primera lectura. Introduce el capítulo con la expresión: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar» (Hch 2, 1). Son palabras que se refieren al cuadro precedente, en el que san Lucas había descrito la pequeña comunidad de discípulos, que se reunía asiduamente en Jerusalén después de la Ascensión de Jesús al cielo (cf. Hch 1, 12-14). Es una descripción muy detallada: el lugar «donde vivían» —el Cenáculo— es un ambiente en la «estancia superior». A los once Apóstoles se les menciona por su nombre, y los tres primeros son Pedro, Juan y Santiago, las «columnas» de la comunidad. Juntamente con ellos se menciona a «algunas mujeres», a «María, la madre de Jesús» y a «sus hermanos», integrados en esta nueva familia, que ya no se basa en vínculos de sangre, sino en la fe en Cristo. Así también nosotros debemos sentirnos parte de una nueva familia donde todos somos hermanos, donde hay lugar para todos. Nosotros somos la familia de Dios. En una familia se acoge, se respeta, se ayuda. Hoy en medio de una sociedad caracterizada por el consumismo egoísta, urge hacer presente esta nueva forma de vida cristiana, todos somos hermanos; pero para que esto sea posible se necesita la fuerza de lo alto: el Espíritu de Dios.
En efecto, mientras subía a Jerusalén, declaró a los discípulos: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (Lc 12, 49). Estas palabras se cumplieron de la forma más evidente cincuenta días después de la Resurrección, en Pentecostés, «Se les aparecieron unas lenguas como de fuego (…) y quedaron todos llenos del Espíritu Santo» (Hch 2, 3-4). Cristo trajo a la tierra el fuego verdadero, el Espíritu Santo. No se lo arrebató a los dioses, como hizo Prometeo, según el mito griego, sino que se hizo mediador del «Don de Dios» obteniéndolo para nosotros con el mayor acto de amor de la historia: su muerte en la cruz.
Dios quiere seguir dando este «fuego» a toda generación humana, la Escritura nos dice cómo debe ser la comunidad, cómo debemos ser nosotros, para recibir el don del Espíritu Santo. «estaban todos reunidos en un mismo lugar». Este «lugar» más que insistir en el lugar físico, quieren poner de relieve la actitud interior de los discípulos: «Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu» (Hch 1, 14). Por consiguiente, la concordia de los discípulos es la condición para que venga el Espíritu Santo; y la concordia presupone la oración.
Esto, urge en nosotros. Si queremos que Pentecostés no se reduzca a un simple rito o a una conmemoración, aunque sea sugestiva, sino que sea un acontecimiento actual de salvación, debemos disponernos con religiosa espera a recibir el don de Dios mediante la humilde y silenciosa escucha de su Palabra. Para que Pentecostés se renueve en nuestro tiempo, tal vez es necesario —sin quitar nada a la libertad de Dios— que la Iglesia esté menos «ajetreada» en actividades y más dedicada a la oración. En medio de este mundo acelerado, busquemos momentos para la intimidad con Dios. Amén.
+ Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro.