DOMINGO DE NAVIDAD
Jn 1, 1-18
¡VENGAN NACIONES Y ADOREMOS AL SEÑOR ¡
La Liturgia nos lleva hoy a Belén, junto al pesebre, donde reposa el divino Rey, recién nacido. Dejémonos llevar por ella. Una vez ante el divino Niño, postrémonos en actitud de adoración y recitemos el símbolo de la fe y el prólogo del Evangelio según San Juan: «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, Engendrado no creado, de la misma sustancia que el Padre… Descendió de los cielos, por nosotros los hombres y por nuestra salvación. Fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de santa María Virgen…». Y con el profeta Isaías digamos en el canto de entrada: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado; lleva a hombros el Imperio, y tendrá por nombre: Ángel del Gran Consejo» (Is 9,5).
Un año más ha brillado para nosotros –y hemos de celebrarlo– el Nacimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. En Él la verdad ha brotado de la tierra (Sal84,12); el Día del día ha venido ha nuestro día: alegrémonos y regocijémonos en Él (Sal 117,24). La fe de los cristianos conoce lo que nos ha aportado la humildad de tan gran excelsitud. De ello se mantiene alejado el corazón de los impíos, pues Dios escondió estas cosas a los sabios y prudentes y las reveló a los pequeños (Mt 11,25). ¡Qué inefable alegría debe producirnos nuestra viva fe en el misterio de la Navidad!
«Por tanto, celebremos el nacimiento del Señor con la asistencia y el aire de fiesta que merece. Exulten los varones, exulten las mujeres… Exulten, jóvenes santos… Exulten, vírgenes santas… Exulten, todos los justos… Ha nacido el Justificador. Exulten, débiles y enfermos, ha nacido el Salvador. Exulten, cautivos, ha nacido el Redentor. Exulten, siervos, ha nacido el Señor. Exulten, hombres libres: ha nacido el Libertador. Exulten, todos los cristianos, ha nacido Cristo» (San Agustín de Hipona, Sermón 184, día de Navidad, después del año 412).
Cristo colma la expectativa de la Historia y de todo hombre. Se pone a la cabeza de un pueblo nuevo que con Él camina más aprisa hacia Dios. El hombre adquiere una nueva conciencia de sí mismo, adquiere el sentido verdadero de la propia dignidad y la posibilidad de crecer hacia el más allá, hacia la salvación definitiva.
En el Misterio de la Encarnación se nos da Dios mismo con todo lo que Él es y con todo cuanto posee. Él sabe muy bien que ninguna otra cosa puede saciarnos más que Él mismo. Es, pues, legítima nuestra alegría y son buenas nuestras fiestas, pero sin el desorden ni el derroche.
Acojamos al que vino a salvarnos. Acojamos al que es nuestra esperanza. Su luz, es para iluminar nuestras oscuridades. Su divinidad es para hacernos como dignos hijos de Dios su Padre. Su encarnación es para redimirnos.
Quitémonos los zapatos de la soberbia y adoremos al niño con un corazón que se sabe y se reconoce necesitado de Dios.
Adoremos al Niño Dios, por un momento contemplando, alabando, glorificando. Quizá sin decir nada… solamente dejando que su ternura y su amor sean hoy nuestra esperanza, nuestro consuelo y nuestra vida.