Lc. 15, 1-32
“La misericordia de Dios para contigo, es mi alegría”
Ante la murmuración que los escribas y fariseos le hacen a Jesús porque recibe a los pecadores y come con ellos, Jesús en el evangelio que escuchamos este domingo (Lc 15, 1-32) ofrece una gran enseñanza que vale también para nosotros en este tiempo: “Dios, es un Dios entrañablemente misericordioso, que goza y se alegra hasta el extremo cuando ve que sus hijos reconocen, a pesar de su condición, que su mano es una mano siempre abierta para perdonar, acoger y devolver la dignidad perdida.
El evangelista san Lucas recogió en el capítulo 15, tres parábolas sobre la misericordia divina: la de la oveja perdida, la de la moneda perdida y una tercera, que es un poco más larga, la célebre parábola del Padre misericordioso, llamada habitualmente del “hijo pródigo”.
En dichos relatos podemos ver plasmado el secreto de Dios, es decir, podemos ver y escuchar que Dios, sabiendo de nuestra debilidad y fragilidad humana, nos ofrece su amor que nace de sus entrañas. Es fácil entender que para Dios cada uno de nosotros somos como esa “oveja que se ha extraviado en el camino” o esa “moneda de plata perdida” o esa “hijo pródigo que en su egoísmo reniega de todo y se va de la casa paterna”. Dios no quiere que se pierda ni siquiera uno de sus hijos y su corazón rebosa de alegría cuando un pecador se convierte.
La gran noticia que hoy debe alégranos a todos es que Dios ha enviado a su hijo Jesucristo en persona como “Pastor bueno” para buscarnos a todos aquellos que como las ovejas nos hemos perdido, cargarnos sobre sus hombros, y llevarnos así al redil con las demás ovejas; Dios ha enviado a su hijo para que como aquella “mujer”, con su palabra ilumine la oscuridad que nos rodea y pueda así encontrar la moneda de plata que estaba perdida; Dios ha enviado a su hijo para que como el “Padre misericordioso” salga a nuestro encuentro y nos llene de besos, nos vista la túnica, nos devuelva el anillo y nos haga una gran fiesta.
Sin embargo, nos damos cuenta que como en tiempos de Jesús, hoy en día nos muchas veces con nuestras actitudes parecemos a los escribas y fariseos, que ante la bondad de Dios y su misericordia con lo que la necesitan, nos sentimos incómodos, violentos y lo más triste egoístas. El camino que Jesús muestra a los que quieren ser sus discípulos es este: “No juzguen…, no condenen…; perdonen y serán perdonados…; den y se les dará; sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso” (Lc 6, 36-38). En nuestro tiempo, la humanidad necesita que se proclame y testimonie con vigor la misericordia de Dios. Que no nos de miedo o envidia que tantos hombres y mujeres se sientan tocados por la misericordia de Dios. Debemos estar atentos para no caer en este peligro. El Papa Francisco comentando este texto decía: “¿El peligro cuál es? Es que presumamos de ser justos, y juzguemos a los demás. Juzguemos también a Dios, porque pensamos que debería castigar a los pecadores, condenarles a muerte, en lugar de perdonar. Entonces sí que nos arriesgamos a permanecer fuera de la casa del Padre” (Ángelus, 15/09/ 2013). En estas palabras encontramos indicaciones muy concretas para nuestro comportamiento diario de creyentes.
Busquemos promover, que sean muchos lo que hoy
se encuentren con la misericordia de Dios, a través de la vida de la gracia que nos da el Señor, en su palabra y en sus sacramentos. Evitemos actitudes como las del hijo mayor quien cegado por su egoísmo y ceguera espiritual, se enoja de ver desbordar el amor del padre hacia su hijo. Que la misericordia de Dios para con el prójimo sea nuestra alegría. Sólo la fe puede transformar el egoísmo en alegría y restablecer relaciones justas con el prójimo y con Dios. Seamos puentes de misericordia y no cristianos de élite que hagamos de la gracia un suvenir para unos cuantos, para unos pocos.