El pasaje evangélico de este domingo comienza con la indicación de la región a donde Jesús se estaba retirando: Tiro y Sidón, al noroeste de Galilea, tierra pagana. Allí se encuentra con una mujer cananea, que se dirige a él pidiéndole que cure a su hija atormentada por un demonio (cf. Mt 15, 22). Ya en esta petición podemos descubrir un inicio del camino de fe, que en el diálogo con el divino Maestro crece y se refuerza. La mujer no tiene miedo de gritar a Jesús: “Ten compasión de mí”, una expresión recurrente en los Salmos (cf. 50, 1); lo llama “Señor” e “Hijo de David” (cf. Mt 15, 22), manifestando así una firme esperanza de ser escuchada. ¿Cuál es la actitud del Señor frente a este grito de dolor de una mujer pagana? Puede parecer desconcertante el silencio de Jesús, hasta el punto de que suscita la intervención de los discípulos, pero no se trata de insensibilidad ante el dolor de aquella mujer. San Agustín comenta con razón: “Cristo se mostraba indiferente hacia ella, no por rechazarle la misericordia, sino para inflamar su deseo” (Sermón 77, 1: PL 38, 483). El aparente desinterés de Jesús, que dice: “Sólo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel” (v. 24), no desalienta a la cananea,que insiste: «¡Señor, ayúdame!” (v. 25). E incluso cuando recibe una respuesta que parece cerrar toda esperanza —“No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos» (v. 26)—, no desiste. No quiere quitar nada a nadie: en su sencillez y humildad le basta poco, le bastan las migajas, le basta sólo una mirada, una buena palabra del Hijo de Dios. Y Jesús queda admirado por una respuesta de fe tan grande y le dice: “Que se cumpla lo que deseas” (v. 28).
También nosotros estamos llamados a crecer en la fe, a abrirnos y acoger con libertad el don de Dios, a tener confianza y gritar asimismo a Jesús: “¡Danos la fe, ayúdanos a encontrar el camino!”. Es el camino que Jesús pidió que recorrieran sus discípulos, la cananea y los hombres de todos los tiempos y de todos los pueblos, cada uno de nosotros. La fe nos abre a conocer y acoger la identidad real de Jesús, su novedad y unicidad, su Palabra, como fuente de vida, para vivir una relación personal con él. El conocimiento de la fe crece, crece con el deseo de encontrar el camino, y en definitiva es un don de Dios, que se revela a nosotros no como una cosa abstracta, sin rostro y sin nombre; la fe responde, más bien, a una Persona, que quiere entrar en una relación de amor profundo con nosotros y comprometer toda nuestra vida. Por eso, cada día nuestro corazón debe vivir la experiencia de la conversión, cada día debe vernos pasar del hombre encerrado en sí mismo al hombre abierto a la acción de Dios, al hombre espiritual (cf. 1 Co 2, 13-14), que se deja interpelar por la Palabra del Señor y abre su propia vida a su Amor.
Hagamos nuestro el grito del alma que sale de las entrañas de la mujer cananea y como ella, reconociendo en Jesús al Señor de nuestra vida. Que nuestra fe se vea probada en la paciencia del Señor. Especialmente cuando sentimos o pareciera que el Señor no nos hace caso o nos es indiferente.
Alimentemos por tanto cada día nuestra fe, con la escucha profunda de la Palabra de Dios, con la celebración de los sacramentos, con la oración personal como “grito” dirigido a él y con la caridad hacia el prójimo.