«Ensénanos, Señor, a confiar en tu palabra»
En el Evangelio de este domingo (Mt 14, 22-23) encontramos en la primera parte de la narración a Jesús que, retirándose al monte, ora durante toda la noche. El Señor, alejándose tanto de la gente como de los discípulos, manifiesta su intimidad con el Padre y la necesidad de orar a solas, apartado de los tumultos del mundo. Ahora bien, este alejarse no se debe entender como desinterés respecto de las personas o como abandonar a los Apóstoles. La oración de Jesús no se limita a unos tiempos y a unos espacios concretos, sino que empapa toda su vida. La oración acompaña todas las decisiones y acontecimientos de su vida. Su oración afecta a todas las fases de su ministerio y todas sus jornadas. La comunión con el Padre, el diálogo constante con él, es lo que le impulsará a estar atento de un modo único a las situaciones concretas del hombre para llevarle el consuelo, a la confianza en si mismos y en los demás y sobre todo en Dios. Así lo relata el mismo evangelista en este domingo.
Nos narra que mientras Jesús oraba, la barca “iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario” (v. 24). Jesús, se hace presente en esa circunstancia. “A la madrugada se les acercó caminando sobre el agua” (v. 25); los discípulos se asustaron y, creyendo que era un fantasma, “gritaron de miedo” (v. 26), no lo reconocieron, no comprendieron que se trataba del Señor. Pero Jesús los tranquiliza: “¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!” (v. 27).
Los Padres de la Iglesia descubrieron en este episodio, una gran riqueza de significado. El mar simboliza la vida presente y la inestabilidad del mundo visible; la tempestad indica toda clase de tribulaciones y dificultades que oprimen al hombre. La barca, en cambio, representa a la Iglesia edificada sobre Cristo y guiada por los Apóstoles. Jesús quiere educar a sus discípulos a soportar con valentía las adversidades de la vida, confiando en Dios, en Aquel que se reveló al profeta Elías en el monte Horeb en el «susurro de una brisa suave” (1 R 19, 12). El pasaje continúa con el gesto del apóstol Pedro, el cual, movido por un impulso de amor al Maestro, le pidió que le hiciera salir a su encuentro, caminando sobre las aguas. Pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: “¡Señor, sálvame!” (Mt 14, 30).
San Agustín, imaginando que se dirige al apóstol, comenta: el Señor “se inclinó y te tomó de la mano. Sólo con tus fuerzas no puedes levantarte. Aprieta la mano de Aquel que desciende hasta ti” (Enarr. in Ps. 95, 7: PL 36, 1233) y esto no lo dice sólo a Pedro, sino también a nosotros. Pedro camina sobre las aguas no por su propia fuerza, sino por la gracia divina, en la que cree; y cuando lo asalta la duda, cuando no fija su mirada en Jesús, sino que tiene miedo del viento, cuando no se fía plenamente de la palabra del Maestro, quiere decir que se está alejando interiormente de él y entonces corre el riesgo de hundirse en el mar de la vida. Lo mismo nos sucede a nosotros: si sólo nos miramos a nosotros mismos, dependeremos de los vientos y no podremos ya pasar por las tempestades, por las aguas de la vida. Debemos aprender a confiar en la palabra de Dios. Debemos aprender a confiar en que lo que él nos indica, es lo que conviene a nuestra vida y a nuestra situación, por más turbia y tempestiva que esta sea.
Que el Señor nos conceda ser capaces de una oración cada vez más intensa, para reforzar nuestra relación personal con Dios Padre y así aprender a discernir en lo momentos críticos de la vida. Que el Señor, nos enseñe a sentir la necesidad de retirarnos para orar a solas con Dios y así poder estar en grado de afrontar las tempestades y adversidades de la vida. Que el Señor nos enseñe a descubrir en la voz de Jesús, la voluntad de Dios y lo que más conviene para nuestra salvación, para nuestra seguridad.