Domingo de la Santísima Trinidad Jn. 16, 12 – 15
La catequista (a alguno el catequista) nos enseñó desde niños a santiguarnos, y recuerdo muy bien que un sacerdote explicando con mucha sencillez esta oración inicial a un grupo de pequeños, señalaba que al santiguarnos hacemos cuatro cruces y en la última confesamos la verdad de fe de la Santísima Trinidad: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. De esta manera, ya desde entonces expresábamos este misterio de nuestra fe: un Dios que es Uno en naturaleza y trino en personas. El Misterio de la Santísima Trinidad es el mayor de todos los misterios de nuestra fe y el resumen de todos ellos.
¡Qué tan fácilmente lo expresamos y lo confesamos!, desde el jugador de futbol que ingresa al campo, o al iniciar dando gracias por los alimentos de cada día y hacemos la señal de la cruz, hasta el momento sublime de la celebración de la Santa Misa en que nos santiguamos y hacemos el hermosos saludo, “¡La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo, esté con ustedes!”. Hoy es una oportunidad para ratificar nuestra fe en la Santísima Trinidad y profundizar en esta fe que profesamos, especialmente renovando nuestra valentía de no avergonzarnos y hacer la señal de la cruz tanto en privado como en público y en cualquier lugar.
En el Antiguo Testamento fueron varios los títulos que se le dieron a Dios, sin embargo cuando Jesús inicia su predicación se refiere a Dios de otra manera más familiar y confiada de tal manera que se dirige a Él como Abba, es decir una tierna expresión que los niños utilizaban en casa para dirigirse a su papá de manera cariñosa. De esta manera, el Señor nos enseña que Dios es un Padre no porque él se parece a los nuestros, sino porque los nuestros, por más buenos que sean, se parecen remotamente a Él.
Pero además, en las diversas manifestaciones del cielo que se llevaron a cabo en el ministerio de Jesús, desde el Bautismo hasta la Transfiguración, aprendemos que Dios es Hijo, por las palabras del Padre que nos señalan, “Este es mi Hijo muy amado, escúchenlo”.
Ante la partida de Jesús, la presencia divina seguirá entre nosotros, ya que Él nos promete que enviará al Espíritu Santo, es decir el amor y la fuerza de Dios, para seguir impulsando la barca de la Iglesia; para continuar realizando la tarea prioritaria que el Señor hereda a sus discípulos, la evangelización “haciendo discípulos”. Les promete que verán las cosas con más claridad y les guiará a la verdad plena. Esa verdad encierra el comprender quien es Dios, en cuanto alcanza nuestro pequeño entendimiento.
Es así como podemos decir que los nombres de Dios en el Nuevo Testamento son tres: Padre, Hijo y Espíritu Santo, las tres personas que en su misterio esconden, y al mismo tiempo develan el maravilloso amor de Dios por la humanidad.
Es verdad, que al expresarlo tenemos el peligro de quedarnos en los conceptos, pero tenemos que ir mucho más allá y poder compartir nuestra experiencia de Dios a los demás diciéndoles que “Él me ama y yo le amo”.
Una oración: Señor, aquí nos tienes como tus discípulos, esperando que te hagas nuestro dueño, que tomes las riendas de nuestra vida y que nos lleves, guiados solo por la luz de tu Espíritu.
Otra oración: “Señor que escuchando la invitación de nuestro Papa Francisco, imitemos el celo apostólico de San Pablo, por ello te pedimos la gracia de molestar en aquellas cosas que están demasiado tranquilas en la Iglesia, como lo hizo, sin miedo, el apóstol de los paganos al anunciar la Buena Noticia. Amén”.
† Faustino Armendáriz Jiménez
IX Obispo de Querétaro