XIX Domingo del Tiempo Ordinario
Del santo Evangelio según san Juan: 6, 41-51
En aquel tiempo, los judíos murmuraban contra Jesús, porque había dicho: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo», y decían: «¿No es éste, Jesús, el hijo de José? ¿Acaso no conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo nos dice ahora que ha bajado del cielo?».
Jesús les respondió: «No murmuren. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre, que me ha enviado; y a ése yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: Todos serán discípulos de Dios. Todo aquel que escucha al Padre y aprende de Él, se acerca a mí. No es que alguien haya visto al Padre, fuera de aquel que procede de Dios. Ese sí ha visto al Padre.
Yo les aseguro: el que cree en mí, tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Sus padres comieron el maná en el desierto y sin embargo, murieron. Éste es el pan que ha bajado del cielo para que, quien lo coma, no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo les voy a dar es mi carne para que el mundo tenga vida». Palabra del Señor.
“¡AMÉN!”
Jesús hace alusión en esta narración del evangelio, al maná que Dios le dio a su pueblo en el desierto y ofrece un nuevo pan, “yo soy el pan de vida”, que produce vida eterna. Sin embargo algunos reaccionaron negativamente murmurando, sin hablar en voz alta. No aceptan a Jesús como pan bajado del cielo, como dador de vida; una murmuración que recuerda la del pueblo en el desierto y que conlleva incredulidad.
Jesús rechaza la murmuración y ante ello lo que hace es precisar que el camino y la adhesión a él es gracia de Dios. El impulso primero viene del Padre y el resultado es la vida definitiva, la resurrección. Seguir a Jesús, creer en él, es tener vida eterna desde ahora y la vida eterna es la vida de comunión que une al Padre con el Hijo. Y esa comunión nuestra con el Padre se alimenta con Jesús que es el Pan que nos da vida. La misma muerte no pone fin a esa vida. Lo que Dios propone a los que creen en él, no es para un rato, es alimento para la vida eterna.
Jesús insiste y nos dice: “Nadie puede venir a Mí si no lo trae el Padre que me ha enviado”. Los planes de Dios no son nuestros planes. Para hacer que lo de Dios sea nuestro necesitamos creer en él y aceptar a Dios. Cuando los planes de Dios son los nuestros, entonces hemos comenzado a alimentarnos de verdad de Dios. Dios entonces es ya nuestro alimento. El principal plan de Dios no es lo que tenemos que hacer, sino la adhesión a El de manera incondicional. Creemos para tener como alimento a Dios. Por ello decimos “¡Amén!” al recibir el Pan de Vida.
Reiteremos el “¡Amén!” a Jesús agradecidos por este don que día a día nos continúa regalando, recordando que ese Pan vivo está en el altar y nos alimenta, y esta acción Cristo la sigue realizado de manera permanente. Sobre esto nos recuerda el Papa Francisco: “Es necesario tener siempre presente que la Eucaristía no es algo que hacemos nosotros… ¡Es precisamente una acción de Cristo! Es Cristo que actúa ahí, que está sobre el altar. Y Cristo es el Señor. Es un don de Cristo, el cual se hace presente y nos reúne en torno a sí, para nutrirnos de su Palabra y de su vida. Esto significa que la misión y la identidad misma de la Iglesia surgen de allí, de la Eucaristía, y allí toman siempre forma. Una celebración puede resultar también impecable desde el punto de vista exterior. ¡Bellísima! Pero si no nos conduce al encuentro con Jesucristo, corre el riesgo de no traer ningún alimento a nuestro corazón y a nuestra vida… Vivamos la Eucaristía con espíritu de fe, de oración, de perdón, de penitencia, de alegría comunitaria, de preocupación por los necesitados, y por las necesidades de tantos hermanos y hermanas, en la certeza de que el Señor realizará aquello que nos ha prometido: la vida eterna”.
Jesús nos invita para que le digamos “¡Amén!” todos los días. A sentir necesidad cotidiana de este alimento que nos da vida.
† Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro