V Domingo de Pascua – Jn. 13, 31-33. 34-35
Cuando Judas salió, Jesús dijo: «Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en él. Por lo tanto, Dios lo va a introducir en su propia Gloria, y lo glorificará muy pronto. Hijos míos, yo estaré con ustedes por muy poco tiempo. Me buscarán, y como ya dije a los judíos, ahora se lo digo a ustedes: donde yo voy, ustedes no pueden venir.
Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Ustedes deben amarse unos a otros como yo los he amado.En esto reconocerán todos que son mis discípulos: en que se aman unos a otros.» Palabra del señor.
El centro de esta narración del evangelio de San Juan es el don del mandamiento del amor. Este mandamiento se encuentra ante el contexto de la partida de Jesús y es el mandamiento del tiempo de la Iglesia, que se caracteriza como tiempo en el cual el Señor ya no esta visiblemente presente y los discípulos dan la impresión de estar a merced del odio del mundo y de su fragilidad.
La comunión fraterna es el lugar en el cual Cristo continúa presente, donde se refleja con claridad que el Señor vive, en el discípulo fiel y auténtico: «por este amor reconocerán todos que ustedes son mis discípulos». Nosotros, ¿qué proyectamos?
El amor de Jesús se convierte para nosotros en la norma y modelo: «Ámense los unos a los otros como yo les he amado».
Antes de Jesús, la enseñanza de los rabinos sobre el amor creía ser generosa, pero se quedaban a medio camino: «Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo». El Señor corrige y orienta aquel amor tradicional, ampliando los horizontes frente al corazón de sus discípulos: «Amén a sus enemigos, hagan el bien a los que les aborrecen, oren por los que les persiguen y calumnian». Pero además añade en alguna ocasión: «Nadie tiene más amor que quien da la vida por sus enemigos». Expresiones que dejan perplejos a cualquier persona que no ha vivido el encuentro con Cristo vivo.
El amor es servicio, esto Jesús lo ha explicado con los hechos especialmente en el lavatorio de los pies y este servicio se extiende a todos incluso a los enemigos, aún a costa de su vida. Esto significa que el Señor excluye toda clase de violencia haciendo ver que el amor es más fuerte que el odio.
El amor al otro es la única prueba de nuestro amor a Dios, por ello «quien dice que ama a Dios y no ama a su hermano es un mentiroso». Al referirnos a estos hermanos, estamos hablando del migrante, del prisionero, del que huele mal, del que no queremos ni verlo, de quien nos ha despreciado o humillado con palabras y actitudes, etc.
La medida del amor que Jesús nos pide va mucho más allá de «amar a los demás como nos amamos a nosotros mismos», ya que el nos pide que amemos «igual que El nos ha amado».
Esto rompe nuestros esquemas. Y las excusas y justificaciones que a veces alegamos para seguir viviendo en mediocridad, no puede darnos la paz y la alegría prometida a los discípulos.
El amor se vive en comunidad solamente. Por ello el verdadero pulso para verificar la autenticidad de una comunidad que quiere ser la de Jesús es el amor fraterno. Y para saber cuando y cuanto estamos amando recurrimos a una anécdota que refiere el testimonio de Madre Teresa de Calcuta, Beata: Una religiosa de la Madre Teresa le preguntaba un día, al verla tan jadeante y sudorosa por las calles de Calcuta: «¿Madre, usted no se cansa?».
La Madre le respondió sonriendo (nótese: ¡sonriendo!): «Hija, es necesario amar. Amar siempre. Seguir amando… Hasta que duela».
«Señor, no permitas que vivamos sin amor, que la prisa, la eficacia y el ruido nos vuelvan secos… Tú nos has creado para amar a tu manera y sentiremos desasosiego hasta lograrlo…».
† Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro