3° Domingo de Cuaresma
Jn 4, 5-42.
“Dame de esa agua”
Continuando con nuestra preparación hacia la Pascua y a la celebración anual de la Resurrección del Señor, este tercer domingo de Cuaresma, la liturgia nos pone de cara a uno de los episodios más hermosos y maravillosos del evangelio de Juan. El así llamado “diálogo de Jesús con la samaritana” (cf. Jn 4 5-42). Un encuentro inusual entre un judío y una mujer samaritana. Pues “los judíos consideraban a los samaritanos incluso como perros”. El encuentro se da en Sicar, junto a un antiguo pozo al que la mujer iba cada día a sacar agua. Ese día encontró allí a Jesús, sentado, “fatigado por el viaje” (Jn 4, 6). Y enseguida le dice: “Dame de beber” (v. 7). De este modo supera las barreras de hostilidad que existían entre judíos y samaritanos y rompe los esquemas de prejuicio respecto a las mujeres. La sencilla petición de Jesús es el comienzo de un diálogo franco, mediante el cual Él, con gran delicadeza, entra en el mundo interior de una persona a la cual, según los esquemas sociales, no habría debido ni siquiera dirigirle la palabra. ¡Pero Jesús lo hace! Jesús no tiene miedo. Jesús cuando ve a una persona va adelante porque ama. Nos ama a todos. No se detiene nunca ante una persona por prejuicios. Jesús la pone ante su situación, sin juzgarla, sino haciendo que se sienta considerada, reconocida, y suscitando así en ella el deseo de ir más allá de la rutina cotidiana.
Es curioso el itinerario en el cual, de manera libre y pedagógica, el Señor conduce a la mujer, la hace ir a su historia y entrar en su interior, para que descubra en ella la necesidad de Dios y sea él quien, tras su suplica, sacie la sed que le hace ir cada día en “búsqueda” del agua física, con el firme propósito de que descubra que en realidad, el agua que busca y necesita es, el agua de la gracia, que solamente Dios le puede dar.
La petición de Jesús a la samaritana: “Dame de beber” (Jn 4, 7), expresa la pasión de Dios por todo hombre y quiere suscitar en nuestro corazón el deseo del don del “agua que brota para vida eterna” (v. 14): es el don del Espíritu Santo, que hace de los cristianos “adoradores verdaderos” capaces de orar al Padre “en espíritu y en verdad” (v. 23). ¡Sólo esta agua puede apagar nuestra sed de bien, de verdad y de belleza! Sólo esta agua, que nos da el Hijo, irriga los desiertos del alma inquieta e insatisfecha, “hasta que descanse en Dios”.
Recordemos, además, que este Evangelio, forma parte del antiguo itinerario de preparación de los catecúmenos a la Iniciación Cristiana, que tenía lugar en la gran Vigilia de la noche de Pascua. Por lo cual, el encuentro con la Samaritana, destaca el símbolo del agua, que alude claramente al sacramento del Bautismo, manantial de vida nueva por la fe en la gracia de Dios. “El que beba del agua que yo le daré —dice Jesús—, nunca más tendrá sed. El agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” (Jn 4, 14). Esta agua representa al Espíritu Santo, el «don» por excelencia que Jesús vino a traer de parte de Dios Padre. Quien renace por el agua y el Espíritu Santo, es decir, en el Bautismo, entra en una relación real con Dios, una relación filial, y puede adorarlo “en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23.24), como revela también Jesús a la mujer samaritana. Gracias al encuentro con Jesucristo y al don del Espíritu Santo, la fe del hombre llega a su cumplimiento, como respuesta a la plenitud de la revelación de Dios.
Que todos en este camino cuaresmal, sepamos encontrarnos con Cristo y tras descubrir que él es el agua viva que sacia todos los anhelos del corazón, seamos capaces de atrevernos a decirle como la mujer samaritana “dame de esa agua”.