2o. DOMINGO DE CUARESMA
Mt 17, 1-9.
“Muéstranos, Señor, tu gloria”
Atentos a la enseñanza de la palabra de Dios que durante estos cuarenta días nos va guiando para prepararnos de la mejor manera para la celebración de la Pascua. Después de haber escuchado el domingo anterior el pasaje de las “Tentaciones de Jesús en el desierto” (cf. Mt 4, 1-11). Este segundo domingo de Cuaresma la liturgia nos presenta el así llamado texto de la “Transfiguración del Señor” (Mt 17, 1-9), en el cual, Jesús, tomando consigo a Pedro, Andrés, Santiago y Juan, los hizo subir con él a un monte elevado, para mostrarles la gloria de su divinidad e infundir en ellos la esperanza de la resurrección. Considerados juntos, ambos episodios anticipan el misterio pascual: la lucha de Jesús con el tentador preludia el gran duelo final de la Pasión, mientras la luz de su cuerpo transfigurado anticipa la gloria de la Resurrección. Por una parte, vemos a Jesús plenamente hombre, que comparte con nosotros incluso la tentación; por otra, lo contemplamos como Hijo de Dios, que diviniza nuestra humanidad. De este modo, podríamos decir que estos dos domingos son como dos pilares sobre los que se apoya todo el edificio de la Cuaresma hasta la Pascua, más aún, toda la estructura de la vida cristiana, que consiste esencialmente en el dinamismo pascual: de la muerte a la vida.
El Evangelio de la “Transfiguración del Señor”, pone delante de nuestros ojos la gloria de Cristo, que anticipa la resurrección y que anuncia la divinización del hombre. La comunidad cristiana toma conciencia de que es llevada, como los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan «aparte, a un monte alto» (Mt 17, 1), para acoger nuevamente en Cristo, como hijos en el Hijo, el don de la gracia de Dios: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle» (v. 5). Es la invitación a alejarse del ruido de la vida diaria para sumergirse en la presencia de Dios: él quiere transmitirnos, cada día, una palabra que penetra en las profundidades de nuestro espíritu, donde discierne el bien y el mal (cf. Hb 4, 12) y fortalece la voluntad de seguir al Señor. La existencia cristiana consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que derivan de éste, a fin de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios
Esto nos enseña que la “Transfiguración” es un acontecimiento de oración: orando, Jesús se sumerge en Dios, se une íntimamente a él, se adhiere con su voluntad humana a la voluntad de amor del Padre, y así la luz lo invade y aparece visiblemente la verdad de su ser: él es Dios, Luz de Luz. La oración nos permite también adquirir una nueva concepción del tiempo: de hecho, sin la perspectiva de la eternidad y de la trascendencia, simplemente marca nuestros pasos hacia un horizonte que no tiene futuro. En la oración encontramos, en cambio, tiempo para Dios, para conocer que «sus palabras no pasarán» (cf. Mc 13, 31), para entrar en la íntima comunión con él que «nadie podrá quitarnos» (cf. Jn 16, 22) y que nos abre a la esperanza que no falla, a la vida eterna. Aprovechemos este tiempo para orar, dedicando largos y silenciosos momentos de oración personal y comunitaria. En la habitación cada uno o en familia con los hijos, con los hermanos con los nietos con los sobrinos. Ante Jesús Sacramentado o en la asamblea litúrgica. Este es un tiempo para orar sin desfallecer.
Mas adelante el mismo texto continua diciendo que « [Jesús] ahí se trasfiguró: su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como al nieve» (v.2). Esto nos hace pensar en nuestro propio Bautismo. Nos hace pensar en el vestido blanco que reciben los neófitos una vez que han sido sumergidos en la pila bautismal. Es signo de la vida nueva, resucitada, trasfigurada, divinizada. (cf. Carta del diacono Juan a Senario, VI, 21-23). Quien renace en el Bautismo es revestido de luz, anticipando la existencia celestial, que el Apocalipsis representa con el símbolo de las vestiduras blancas (cf. Ap 7, 9. 13). Que durante estos días de la Cuaresma cada uno de nosotros, recuperemos la blancura de la vestidura blanca que recibimos en el bautismo. Acojamos la invitación del Señor transfigurado para que no tengamos medio de bajar del monte y sufrir el suplicio de la cruz que nos purifica y nos obtiene de la cruz la blancura del alma. Busquemos confesarnos y purificarnos de toda mancha de pecado.
Participemos también nosotros de esta visión y de este don sobrenatural, dando espacio a la oración, escuchando la voz de Dios que nos revela la identidad de su Hijo como el “amado”, de manera que experimentemos su divinidad y así, cada uno gustemos de la blancura y resplandor de su belleza, anhelando también nosotros esa belleza, esa hermosura y esa divinidad.