Plaza Prebyterorum Ordinis del Seminario Conciliar de Querétaro, jueves 31 de mayo de 2018.
Por la gracia de Dios y para el bien de todos los hombres, el Excmo. Sr. Obispo D. Faustino Armendáriz Jiménez, IX Obispo de Querétaro, habiendo escuchado el parecer de la Iglesia, el día 31 de Mayo de 2018, en la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, siendo las 11: 00 hrs., dio inicio la Santa Misa en la Plaza Prebyterorum Ordinis del Seminario Conciliar de Conciliar de Querétaro, en la que cinco Diáconos: Joel Cruz Reséndiz, Diác. José Luis López Gutiérrez, Diác. Miguel Saldaña Durán, Diác. Adrián Sánchez Montaño y Diác. Salvador García Moreno, recibieron el Sacramento del Orden Sacerdotal.
Concelebraron esta Sagrada Eucaristía un gran número de sacerdotes del clero Diocesano que se unió a la gran alegría de los recién Ordenados, y de sus familiares, en su homilía Mons. Faustino les comento: “La Eucaristía, como Sacramento del amor y el Sacerdocio, como el Ministerio de la misericordia. Dos realidades que se entienden y se significan de manera recíproca. En el sacramento de la Eucaristía “Jesús nos enseña la verdad del amor, que es la esencia misma de Dios. Ésta es la verdad evangélica que interesa a cada hombre y a todo el hombre. Por eso la Iglesia, cuyo centro vital es la Eucaristía, se compromete constantemente a anunciar a todos, «a tiempo y a destiempo» (2 Tm 4,2). En su homilía completa el Sr. Obispo les dijo:
“Queridos hermanos sacerdotes y diáconos, muy queridos ordenandos, queridos familiares y amigos y bienhechores, hermanos y hermanas todos en el Señor:
La celebración del Santísimo Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo que esta mañana celebramos, es una extraordinaria oportunidad para re-vivir aquello que celebramos el jueves santo en la víspera de la pascua, cuando Jesús se sentó a la mesa con sus discípulos, tomó el pan en sus manos y, después de pronunciar la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: “Tomen, este es mi cuerpo”. Después tomó el cáliz, dio gracias, se los dio y todos bebieron de él. Y dijo: “Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos” (Mc 14, 22-24). Este acontecimiento, a la luz de la resurrección, sintetiza el misterio central de nuestra fe y nos revela el amor infinito de Dios por cada hombre. En el Sacramento eucarístico, Jesús, sigue amándonos «hasta el extremo», hasta el don de su cuerpo y de su sangre (cf. Sacramentum Caritatis, 1), por esto, la Eucaristía, hoy podemos entenderla como el sacramento del amor.
En aquel mismo clima de amor y de profunda comunión fraterna, Jesús también toma la iniciativa de perpetuar su ministerio de la salvación, confiando a sus discípulos el sacerdocio ‘nuevo y definitivo’, mediante el cual los hombres habríamos de recibir la vida de la gracia y mediante el cual “Cristo no cesa de construir y de conducir a su Iglesia” llevándola por los caminos de la misericordia (cf. Catecismos de la Iglesia católica, n. 1547). A los sacerdotes, el Señor les dio el mandato de celebrar el memorial de su Cuerpo y de su Sangre, y ofrecerlo a los hombres como el pan vivo bajado del cielo.
Esta mañana, motivados por la fe, queremos ser partícipes de cómo Dios en medio de su pueblo, sigue haciéndose presente para todos los hombres, estos dos acontecimientos de salvación: la Eucaristía, como Sacramento del amor y el Sacerdocio, como el Ministerio de la misericordia. Dos realidades que se entienden y se significan de manera recíproca. En el sacramento de la Eucaristía “Jesús nos enseña la verdad del amor, que es la esencia misma de Dios. Ésta es la verdad evangélica que interesa a cada hombre y a todo el hombre. Por eso la Iglesia, cuyo centro vital es la Eucaristía, se compromete constantemente a anunciar a todos, «a tiempo y a destiempo» (2 Tm 4,2) que Dios es amor. Precisamente porque Cristo se ha hecho por nosotros alimento de la Verdad, la Iglesia se dirige al hombre, invitándolo a acoger libremente el don de Dios” (Sacramentum caritatis, 2). Mediante el sacerdocio, quienes son llamados para este ministerio, “participan de la misma misión de Jesús y son signo concreto de la continuidad de un amor divino que perdona y que salva” (cf. Misericordiae vultus, 17).
Queridos diáconos, al recibir en este día la sagrada ordenación sacerdotal, deben ser muy conscientes que el Señor los ha llamado para que con su vida y con su ejemplo, sean una “hostia viva”, en la que muchos puedan encontrar la presencia de Dios que los alimenta y les da la vida. Si bien es cierto que no sólo se ordenarán para celebrar Misa, también es cierto que la Eucaristía es el sello que los ha de distinguir de ahora en adelante, en la tarea de servir, enseñar y santificar al pueblo santo de Dios. Para esto, el Señor ungirá sus manos y su corazón. Quiero animarles para que hagan de la Eucaristía la fuente única de su vida y de su misterio. Hagan de su vida una forma eucarística, en la que muchos puedan alimentarse de ella; en la que muchos puedan adorar al Dios verdadero y; en la que muchos encuentren las fuerzas para vivir según la vocación a la que el Señor les llame.
Es urgente y necesario que las jóvenes generaciones descubran hoy en sus vidas, a través de ustedes, el valor y la riqueza de la Eucaristía, de tal forma que encuentren en ella algo realmente fascinante, esperanzador y que sacie sus anhelos más profundos. Muchos jóvenes, al ser preguntados sobre cuál es el sentido de su vida, no saben qué responder. No siempre hacen la conexión entre vida y trascendencia. Muchos jóvenes, habiendo perdido la confianza en las instituciones, se han desvinculado de la religión institucionalizada y no se ven a sí mismos como “religiosos”. Sin embargo, los jóvenes están abiertos a lo espiritual. Ellos lo han dicho en la reciente reunión pre-sinodal hacia el Sínodo de los obispos: “Muchos de nosotros tenemos un gran deseo de conocer a Jesús, pero muchas veces nos cuesta darnos cuenta de que sólo Él es la fuente del verdadero descubrimiento de uno mismo, ya que es en la relación con Él que la persona humana llega finalmente a descubrirse a sí misma. Por ello, recalcamos que los jóvenes quieren testigos auténticos, hombres y mujeres que expresen con pasión su fe y su relación con Jesús, y al mismo tiempo que animen a otros a acercase, encontrarse y enamorarse de Él” (Roma, 24 de marzo de 2018).
¡A ustedes toca mostrarles esta riqueza! Les animo para que cada que celebren la Santa Misa, lo hagan con la unción propia del Espíritu Santo; aquella unción que sellará sus manos, su cabeza y su corazón. Esto va a exigir de ustedes abnegación y sacrificio, pues es imposible ser “pan partido” y “sangre derramada”, si no somos capaces de la donación y la entrega. Esto va a exigir que como el mismo Jesús, cada uno de ustedes se ofrezca a sí mismos. De hecho esta es la identidad del sacerdocio nuevo y definitivo; que no necesitó de una ofrenda externa. Cristo mismo fue víctima, sacerdote, y altar.
Quiero animarles para que —como nos ha dicho el Santo Padre en la reciente exhortación apostólica sobre la santidad—, su misión sea la misión de Cristo. Una misión que tiene como camino la Santidad. “Esa misión tiene su sentido pleno en Cristo y solo se entiende desde él. En el fondo la santidad es vivir en unión con él los misterios de su vida. Consiste en asociarse a la muerte y resurrección del Señor de una manera única y personal, en morir y resucitar constantemente con él. Pero también puede implicar reproducir en la propia existencia distintos aspectos de la vida terrena de Jesús: su vida oculta, su vida comunitaria, su cercanía a los últimos, su pobreza y otras manifestaciones de su entrega por amor” (n. 20). Me llama la atención que la súplica principal de la oración consecratoria para la ordenación sacerdotal sea precisamente esta: “Renueva en sus corazones el Espíritu de santidad” (Ritual de órdenes, p. 149). A la Iglesia, a los jóvenes, al mundo, a todos, nos hace falta sacerdotes santos. “Nos hace falta un espíritu de santidad que impregne tanto la soledad como el servicio, tanto la intimidad como la tarea evangelizadora, de manera que cada instante sea expresión de amor entregado bajo la mirada del Señor. De este modo, todos los momentos serán escalones en nuestro camino de santificación” (Gaudete et exultate, n. 31).
Queridos diáconos, su identificación con Cristo y sus deseos, implica el empeño por construir, con él, ese reino de amor, justicia y paz para todos. Cristo mismo quiere vivirlo con ustedes, en todos los esfuerzos o renuncias que implique, y también en las alegrías y en la fecundidad que les ofrezca. Por lo tanto, no se santificarán sin entregarse en cuerpo y alma para dar lo mejor de ustedes en ese empeño.” (cf. Gaudete et exultate, n. 25). La Iglesia confía en ustedes para que así sea; por eso hoy deposita en sus manos este gran don, que les invito a recibir con fe, pero sobretodo con mucha responsabilidad. ¡No tengan miedo de recibir este gran don! ¡No tengan medio a la santidad! —Como nos dice el Papa Francisco — “No te quitará fuerzas, vida o alegría. Todo lo contrario, porque llegarás a ser lo que el Padre pensó cuando te creó y serás fiel a tu propio ser” (cf. Gaudete et exultate, n. 32).
Vivan su sacerdocio con las características actuales y propias de la santidad, es decir, con aguante, con paciencia, con mansedumbre; vívanlo con alegría y con sentido del humor; Vívanlo con audacia y fervor. Vívalo con la frescura del Espíritu que los ungirá con el óleo de la alegría; vívanlo en oración constante para que sepan discernir siempre la voluntad de Dios.
Que la Santísima Virgen María, la toda Santa, a quien invocaremos sobre todos los santos, les acompañe siempre de tal forma que su sacerdocio sea simpe custodiado por Ella. pídanle a Ella que nunca les aparte de su mirada maternal y consoladora. Y que como Ella, sepan ofrecer siempre a Cristo pan vivo bajado del cielo. Amén”.
Al Finalizar la celebración Mons. Faustino se tomó la foto del recuerdo con los recién Ordenados, y posteriormente se dio espacio para el besamanos de todos y cada uno de los nuevos sacerdotes, para todos los asistentes a esta gran celebración.