Excelentísimo y Reverendísimo Señor Obispo de  Querétaro  (1933 – 1957)

 

En el rancho de la Nopalera, jurisdicción de Apaseo, El Alto, en el Estado de Guanajuato, el día 2 de noviembre de 1871, vino al mundo un infante que tuvo por padres a los señores don J. Tiburcio Tinajero y doña María Teresa Estrada de Tinajero, personas temerosas de Dios y altamente estimadas por sus virtudes. Fue bautizado al día siguiente en la iglesia de la vicaría de San Andrés de El Paso; recibió el nombre de José Marciano, y lo sacaron de la sagrada fuente los señores don Eduardo Mandujano y doña María de la Soledad Cervantes de Mandujano.

Como consecuencia de la caída del Segundo Imperio, se desató el bandidaje en aquella región del Estado de Guanajuato, en donde se hallaba el humilde hogar de la familia Tinajero-Estrada. Varias veces se vio ella amenazada con uno de los saqueos frecuentes en esos días, que no se realizó, gracias al valor con que supo defenderla don Tiburcio.

Pero, no juzgándola ya segura, resolvió prudentemente trasladarse a esta ciudad, lo cual ejecutó en una madrugada del mes de enero de 1876. No habían adelantado mucho en su camino los fugitivos, cuando con tristeza vieron hecha pasto de las llamas la casa que acababan de abandonar. «Esa triste madrugada —solía decir Mons. Tinajero— fue el primer recuerdo de mi vida».

La Providencia, que sabe sacar bienes de los mismos males, daba así a Querétaro al que años más tarde había de ser el Pastor que lo rigiera. Y daba también al pequeño Marciano un lugar más propicio que el que dejaba, para que pudiera satisfacer los generosos deseos de saber y de practicar el bien, que pronto se iban a despertar en su voluntad.

Cursados los años de la instrucción primaria, que comenzó en una escuela laica, escogida a la fuerza, por la pobreza a que se vio reducida la familia, y continuada en otras, vino a terminarla en una particular, de la cual decía él: «Comencé a frecuentar la escuela católica del profesor don Luis Higareda (maestro distinguido de varias generaciones) y me sorprendí gratamente de que todo lo entendía y no lo olvidaba; allí no encontré molestias que ofendieran mis deseos de practicar lo bueno».

Para la familia Tinajero-Estrada era un problema de formación literaria de aquel niño. Entonces intervino de nuevo la Providencia deparándole un auxiliar generoso en el señor Arcediano don Florencio Rosas, quien lo inscribió en el colegio llamado Liceo Católico. Cuando Marciano había cumplido once años, un día le preguntó: «¿Quieres ser sacerdote?» —»Siempre lo he deseado». fue la respuesta. No necesitó más el clarividente Rector del Seminario: el 17 de octubre de 1882 lo admitía en él como alumno interno.

Felices fueron para él los años que pasó en el seminario, durante los cuales pudo dedicarse a la piedad, para la que tenía una inclinación al parecer innata; al estudio, al que sentía una grande afición; al orden disciplinar, que tan bien cuadraba con su prematura seriedad.

El mencionado Rector, hizo esta síntesis elogiosa, en el informe con que acompañó la solicitud del alumno del primer año de Teología para ingresar en el clericato: «Desde niño ha observado una conducta digna de un seminarista y  manifestado indicios de una vocación legítima… Ha observado siempre una conducta intachable en todo, cumpliendo sus deberes de una manera ejemplar». Podía haber añadido que en los estudios había siempre aprovechado.

De lo cual eran prueba los ocho años consecutivos, al final de los cuales sostuvo oposición pública, la máxima distinción del colegio a sus alumnos más estudiosos.

Si en los dos últimos años no alcanzó esa distinción, aunque sí muy buenas notas, se debió a que, conociendo los superiores su seriedad, su preparación y su celo por el bien de los artesanos, lo pusieron al frente de la Escuela de Artes y Oficios, lo cual le impidió dedicarse a los estudios como en los años anteriores.

Era tal su hambre de saber, que ni en las horas de descanso en tiempo de estudio ni en el período de las vacaciones, daba de mano a los libros: atraíanlo por lo científico las ingeniosas novelas de Julio Verne; por la importancia de la materia, la Historia de la Iglesia, la Historia Patria y otras; pero todas esas lecturas eran de positivo provecho y verdadero solaz para su espíritu.

En la época de estudiante cuatro colegiales hacían raya por su afición al estudio, por el buen empleo del tiempo y su abstención de juegos de manos, de bullanga y correteo; eran éstos: el que fue después Excmo. y Revmo. Sr. Arzobispo de Puebla Dr. Don Pedro Vera y Zuria, el nunca bien llorado señor Cura Don Ezequiel Contreras, el futuro M.I. Sr. Provisor Cango. D. Honorato Herrera y nuestro biografiado. Aún nos parece verlos en día de fiesta, en la inolvidable huerta del colegio, sentados a la sombra de oloroso y copudo chirimoyo, sosegadamente solazándose con camaradas de la misma índole en inocente charla, o jugando al ajedrez, y más comúnmente leyendo algún buen libro, mientras la mayor parte de los colegiales brincaba, correteaba y gritaba.

Entre las prácticas de virtud que pedía la vida del colegio y el estudio de las ciencias eclesiásticas, se fueron deslizando tranquilamente los años, hasta los diez y siete de edad. Entonces, obedeciendo el llamamiento divino, el seminarista don Marciano recibió la Tonsura de manos del Ilmo. y Revmo. Sr. Dr. D. Rafael S. Camacho, el 4 de noviembre de 1888. El mismo ilustrísimo señor le confirió el Subdiaconado y el Diaconado el 21 de diciembre de 1894, y el Sacerdocio, el 27 de diciembre de 1896, en la iglesia del Santo Nombre de Jesús (Teresitas).

Deseoso de celebrar su primera Misa con el mayor recogimiento interior y ponerse debajo de la protección de Santa María de Guadalupe, en la fiesta de la Epifanía del Señor de 1897, lo hizo privadamente en el altar mayor de la iglesia de la Congregación; y cuatro días después cantó solemnemente por primera vez la Misa en la citada iglesia de Teresitas, siendo ministros los señores presbíteros D. Alberto Luque y D. Ezequiel Contreras, y padrinos los Sres. Pbros. Lic. D. Manuel Reynoso, Cura de la Parroquia de Santiago y D. Pablo Feregrino, Secretario del Gobierno Eclesiástico.

Así pudo darse de lleno a la vida de apostolado de su amada Escuela de Artes y Oficios, en la cual era él todo: director espiritual, vigilante, ecónomo, el que programaba el trabajo y luego lo supervisaba técnicamente, el que organizaba paseos, exposiciones de trabajos realizados, premios…

El señor Rosas, fundador de la Escuela, se expresó así laudatoriamente de él, en un documento escrito por el año de 1900: «Reconociendo, sin duda, la S. Mitra que el Espíritu de Dios ha dotado al joven sacerdote de las cualidades que la dificilísima obra requiere, ha concedido a la Escuela el señalado beneficio de consagrarle un presbítero cuyos servicios reclama la necesidad de ministros, y cuyas cualidades le habrían la confianza de alguna Parroquia. Los sufrimientos del joven sacerdote en el ejercicio de su misión, sólo Dios los comprende, sólo Dios los sabe estimar y sólo Dios los puede recompensar».

Su talento, su instrucción y sus virtudes le merecieron formar parte del profesorado del Seminario. Por trece años enseñó el tercer curso de Filosofía, que pedía del catedrático suficiencia científica en Filosofía, en Matemáticas, en Física y en Meteorología, porque se repasaban en esta cátedra las materias de los dos primeros cursos del bachillerato y se enseñaban además la Psicología y la Ética.

Era este curso también muy pesado para los estudiantes por el recargo de materias, por ser muy extenso el texto de Física, por tener que volver a sustentar examen de todas las materias de los cursos primero y segundo de Filosofía, y por durar tres horas corridas el examen.

No solamente el Seminario, también el Liceo Católico aprovechó la ciencia y aptitudes del señor Tinajero, como profesor de Física y Director del Observatorio Meteorológico del colegio. Desempeñó ambos cargos satisfactoriamente y sin recibir ninguna remuneración.

A los dos años de ayudar en la Escuela de Artes y Oficios a la formación cristiana de jóvenes obreros, fue nombrado Director del Instituto. Constituido en este honroso puesto y penetrado del espíritu de caridad de sus santos fundadores, los MM. II. Señores Canónigos D. Florencio Rosas y D. Francisco Figueroa, desplegó todo su celo por el adelantamiento espiritual y material de los alumnos; era todo él para la Escuela: su talento, su voluntad, sus energías, su salud, sus ingresos pecuniarios provenientes de su magisterio y de su ministerio sacerdotal; nada se reservaba, pudiendo hacerlo de las entradas por los trabajos ejecutados en la Escuela; y andaba siempre en apuros por satisfacer necesidades de ésta y las de los educandos. ¡Cómo gozaba cuando veía coronados sus desvelos por la formación de un artesano cumplido y cristiano! Este era su ideal, y por alcanzarlo no se perdonó ningún género de sacrificios.

Y llegó para él la hora de la prueba, que supo superar admirablemente, gracias a la fortaleza que buscó y halló siempre en la oración fervorosa, prolongada y frecuente que cada día hacía delante del sagrario. Por circunstancias que no conocemos, la Autoridad Eclesiástica ordenó a mediados de 1908, la clausura de la Escuela que había desarrollado una labor penosa, pero fructífera. Suceso doloroso, que laceró el corazón del P. Tinajero, quien amaba grandemente a los jóvenes obreros, por los que no se había ahorrado privaciones ni perdonado sacrificios. Lágrimas le costó la separación de sus muchachos.

Nombrado entonces Vicario Cooperador de la Parroquia de San Sebastián, para quienes no consideraban honrosos todos los ministerios sacerdotales, aquello pareció una humillación causada al ejemplar sacerdote, que gozaba de especial estimación en el clero y en el pueblo.

Él, sin embargo, sufrió la prueba en silencio y se entregó con celo al penoso ministerio. Sólo quien conoce lo que es éste sabrá aquilatar lo que costó al nuevo Vicario emprender largas caminatas por caminos ásperos, en malos carruajes, a caballo y aun a pie, para auxiliar a enfermos que se debatían en la miseria y el dolor; tener que celebrar la Misa en lugares lejanos, a hora tardía cuando el ayuno eucarístico era riguroso; pasar horas enteras en el confesionario; retrasarse demasiado para tomar los alimentos y verse privado de una parte del necesario descanso nocturno, y hasta sufrir en el abandono dos graves enfermedades que pusieron en peligro su vida.

Lejos de resfriarse su celo en medio de tantas molestias, se había acrecentado grandemente con la atención que tenía que prestar a los enfermos del Hospital del Sagrado Corazón.

Al sustituir en el gobierno de la Parroquia al Párroco D. Felipe Sevilla, se entregó con celo pastoral a trabajar por los feligreses de ella, y más tarde por los de la Parroquia de Santa Ana, especialmente durante la peste que en 1918 diezmó la población. Esto acabó de disipar los prejuicios que se habían formado sobre él, y entonces comenzó a ascender por la escala de cargos muy honrosos e importantes.

Reconociendo las cualidades que le adornaban, el Excmo. señor Banegas lo nombró Canciller de la Curia Diocesana.

De su actividad de ese puesto leemos en la Oración Fúnebre pronunciada el 30° día después de su muerte: «Ordenó el archivo, organizó las oficinas del Gobierno Eclesiástico y el despacho de los asuntos oficiales. No sólo ejecutaba lo que juzgaba conveniente para el bien de la Diócesis, y no faltaron juiciosas observaciones que suspendieron o modificaron disposiciones episcopales. Era además consejero de párrocos y otros sacerdotes, siendo así lazo de unión firmísima entre ellos y el Obispo».

Sus valiosos servicios le merecieron ser elevado a la dignidad de Canónigo. Como tal fue modelo en el cumplimiento de sus deberes, y con sus consejos juiciosos en el seno del Cabildo, ayudó eficazmente a la solución de los graves asuntos en que tenía que intervenir. El 8 de enero de 1932 ascendió al delicado cargo de Vicario General de toda la Diócesis.

El 14 de noviembre de ese año la Iglesia de Querétaro lloró con lágrimas irremediables la muerte de su esposo el Excmo. y Rvmo. Sr. D. Francisco Benegas Galván. El Cabildo se apresuró, a penas pudo, a nombrar Vicario Capitular al señor Tinajero.

«Quiero, llegó a decir en esos días de su interinato, que el Obispo que venga encuentre la Diócesis hasta donde lo permitan las circunstancias, ordenada y pacífica; me propongo presentar al Esposo que el cielo le envíe, una Esposa dignamente ataviada». Su modestia le impedía pensar que él iba a ser ese Esposo.

«En aquellos días soportaba nuestra Iglesia ensañada persecución. Entonces, ¡qué tino en sus disposiciones, qué diligencia para que la reconstrucción iniciada por su antecesor no se interrumpiera; qué habilidad para preparar el camino al Pontífice que había de venir; qué acierto en las providencias para que la entrada en su Diócesis fuera sosegada, pero digna de quien llegaría trayendo la plenitud del sacerdocio. Cómo no recordar el prudente acomodo de los sacerdotes en el campo de la Diócesis, la diligencia para despachar los asuntos pendientes, el ordenamiento de la economía diocesana, el tacto para no provocar conflictos con la autoridad civil y vivir en armonía con ella, la paciencia para sobrellevar las vejaciones cometidas con los sacerdotes y comunidades religiosas, los atropellos a templos y colegios, la proscripción del culto público y de la instrucción religiosa».

Por fin, después de seis meses y medio de «sede vacante», el 2 de junio de 1933, el clero y el pueblo se regocijaban con esta noticia: el señor Tinajero ha sido preconizado Obispo de Querétaro.

Demostración de la devoción que siempre había profesado a la Madre de los mexicanos fue tomar la imagen de ella como blasón de su escudo episcopal y haber escogido para su consagración la I. y N. Basílica del Tepeyac. Allí, el 24 de agosto de ese mismo año, se desarrolló la solemne ceremonia litúrgica.

Su largo pontificado de cerca de veinticinco años ha sido uno de los más benéficos para la Diócesis: la sola enumeración de las obras realizadas, lo demuestran. Sus edictos, cartas y exhortaciones pastorales fueron numerosas y acopiaban abundante doctrina canónica, ascética y moral.

Laboriosa fue para él la preparación y realización del Primer Sínodo Diocesano, celebrado del 24 al 26 de noviembre de 1943, y más todavía la redacción definitiva de sus estatutos.

Llena de caridad su solicitud por el clero de la Diócesis, al cual dirigió retiros y ejercicios espirituales, cuidando de estar siempre informado de sus necesidades de todo orden.

Lo que tanto había anhelado su predecesor, el Excmo. señor Banegas, la Coronación Pontificia de la V. Imagen de Nuestra Señora del Pueblito, le fue concedido a él; como Delegado del Sumo Pontífice y con grande amor y complacencia la efectuó por sí mismo el 17 de octubre de 1946. Y dos años más tarde al celebrar el segundo aniversario de aquel hecho inolvidable, tuvo el consuelo de proclamarla Patrona Principal de esta ciudad, uniendo a todos los habitantes de ella en un solo voto.

Desde que estuvo como Director de la Escuela de Artes y Oficios, uno de sus ideales era la obra de Don Bosco, la cual mientras fue subordinado, no pudo implantar en la Diócesis. Pero, una vez Obispo de ésta, contando con los medios necesarios, lo consiguió al fin. Monumento de su caridad para con los niños y jóvenes, sobre todo de obreros, es el Instituto que lleva su nombre.

En casi todas las parroquias de la Diócesis, por su empeño, se estableció una escuela, que confió a religiosas.

Si con todos era caritativo, como lo demuestra el hecho elocuente de distribuir entre los pobres cerca de tres mil pesos mensualmente, extremaba esa virtud con los sacerdotes, con no pocos de los cuales la ejerció espiritual y aún materialmente.

Y ¿qué decir de su amor al Seminario? Lo consideraba muy suyo, por haberse formado en él, y porque para un Obispo, es como la niña de sus ojos. Mientras fue uno de los objetos más perseguidos por los enemigos de la Iglesia, lo ayudó moral y económicamente. Y cuando se pudo respirar un poco de libertad y tranquilidad, intentó proveerlo de nuevo edificio. Pero, calculando que no tendría los recursos necesarios, vio como algo providencial el poder recuperar el que por varios años había tenido como destino, y al que sentía especial cariño, el exconvento de las Carmelitas Descalzas. A mucho costo le reparó y acondicionó para que volviera a servir a la formación de los futuros sacerdotes.

No quiero terminar sin decir algo sobre su oración y mortificación; dos virtudes con las cuales fue siempre modelo del sacerdote según el corazón de Dios.

Después de la Misa, que celebraba con fervor manifiesto, se detenía buen tiempo para dar gracias, nunca quiso hacerlo sentado, como podía haberlo hecho cuando el obispo había celebrado usando de su derecho al trono. En cualquier lugar donde se hallara, si tenía cerca el Santísimo Sacramento, pasaba una hora completa delante de Él, en las primeras horas de la noche.

Mortificaba su espíritu evitando la curiosidad, no dando a entender que sabía noticias que se le daban, ocultando sus gustos o preferencias, sujetando su juicio al de otros, cuando no se seguía desorden, y su querer al ajeno.

Mortificaba su cuerpo, mostrándose como insensible al frío y al calor, al hambre y a la sed, a la comodidad y a las molestias, a la exactitud y a la deficiencia en los servicios que se le prestaban. Supo sufrir sin quejarse los dolores intensos que le causó la fractura del fémur derecho y la neuralgia del trigémino, que padeció por casi veinte años.

Prolongando su vida hasta cerca de los ochenta y seis años, el Señor le concedió celebrar con grande gratitud los tres aniversarios llamados «bodas de plata, bodas de oro y bodas de diamante». Después de estas últimas, como testamento para su querido Seminario le dejó el recuerdo de tres actos realizados en el último año de su vida: la erección en uno de los patios del colegio de un monumento a la memoria de aquel Rector que lo formó, el M.I. Sr. Arcediano D. Florencio Rosas; la solemne y entusiasta Coronación de la Imagen de Nuestra Madre Santísima de Guadalupe que venera el Seminario desde su fundación, y la distribución de premios, que hizo con su acostumbrado afecto entre los seminarista más aprovechados en los estudios y de mejor conducta, el 27 de septiembre de 1957. Un mes después, el día de la festividad de Nuestro Señor Jesucristo Rey, después de recibir fervorosamente los últimos sacramentos, sin que precediera una penosa agonía, asistido por su Vicario General, el Ilmo. Mons. D. Salvador Septién, entregaba tranquilamente su espíritu en manos del Padre.

Su cuerpo fue sepultado junto a los despojos mortales de su inmediato antecesor, el Excmo. Sr. Banegas. La elegante lápida colocada en el muro resumía su vida episcopal en estas palabras:

Aquí yace el Excmo. y Rvmo. Sr. Dr. D. Marciano Tinajero Estrada, sexto Obispo de Querétaro, Asistente al Solio Pontificio, que se declaró Siervo de la B.V.M. de Guadalupe, impuso áurea corona, en nombre del Sumo Pontífice Pío XII, a la Imagen de la B.V.M. del Pueblito y cuidó de que fura elegida Patrona Principal de esta ciudad. Fue celosísimo de la ciencia y santidad del clero y de la institución de las comunidades religiosas y de los niños, jóvenes y obreros. Convocó al primer Sínodo Diocesano. Custodió las tradiciones de la Música Sagrada. Fue humilde, austero, piadosísimo.