Pbro. Mtro. Filiberto Cruz Reyes
A la memoria de mi tía Yolanda, en el día de su pascua
En 1965 Jorge Mario Bergoglio tenía 29 años, y era “profesor de literatura y psicología en el Colegio de la Inmaculada de Santa Fe”, Argentina, como miembro de la Compañía de Jesús; al mismo tiempo estaba terminando el Concilio Vaticano II en Roma. Ese mismo año, el 16 de noviembre, 57 Padres conciliares —entre ellos un mexicano, Jesús García González—, firmaban el llamado “Pacto de las catacumbas”, que constaba de 13 puntos; ahí los firmantes se comprometían a dar testimonio de una Iglesia pobre con su testimonio de vida. Se habían reunido en las Catacumbas de Santa Domitila para una concelebración presidida por Mons. Charles M. Himmer, Obispo de Tournai (Bélgica). Esta reunión estaba inspirada por Pablo VI, que el 12 de septiembre del mismo año había pronunciado ahí mismo una homilía, en la que entre otras cosas había afirmado: “Aquí el cristianismo sumergió sus raíces en la pobreza, en el ostracismo de los poderes constituidos, en el sufrimientos de injustas y sangrientas persecuciones: aquí la iglesia fue despojada de todo poder humano, fue pobre, humilde, piadosa, oprimida, heroica. Aquí el primado del espíritu, del cual nos habla el Evangelio, tuvo su obscura, casi misteriosa, pero invicta afirmación, su testimonio incomparable, su martirio”. Un año antes, el 13 de diciembre de 1964, el Papa Pablo VI había renunciado al uso de la tiara papal, signo del poder mundano del Papa sobre los príncipes y reyes; lo hacía como un signo de la iglesia hacia los pobres, porque ella es madre de los pobres, de los que sufren, de los perseguidos, oprimidos, migrantes, “ejecutados” y “desaparecidos”.No dictó ningún documentos, pero de ahí en adelante ningún Papa la ha vuelto a usar.
Fue una reunión libre, no oficial; poco después circuló dicho documento entre todos los Padres conciliares y se adhirieron otros 500. Entre los firmantes del primer momento estuvo Mons. Enrique Angelelli, en ese momento Obispo auxiliar de Córdoba, Argentina (y amigo del entonces padre Jorge Mario Bergoglio), que murió después en un accidente “sospechoso” durante la dictadura militar, por su cercanía con los pobres. También firmó en el segundo momento Mons. Oscar Arnulfo Romero, mártir salvadoreño y hoy reciente Beato1. En 1967 aparecía la Encíclica “Populorum progressio”, que hizo eco de ese documento, sobretodo en los números 21 y 26. Dicho documento en su momento fue tachado entre otras cosas de revolucionario y comunista. En realidad no era más que parte de lo que la Iglesia comprendió como su misión en el mundo y que el Concilio expresó en la Gaudium et spes.
La visita del Papa Francisco debe entenderse en este contexto, en la historia dos veces milenaria de la Iglesia, de su amor preferencial (no exclusivo) por los más pobres, los más débiles, los excluidos, los “descartados” como dice Francisco; a ejemplo de su Maestro que “siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza” (2 Cor 8, 9); es decir, que tuvo misericordia de nosotros.
¿Cómo podríamos entender, sino es en este contexto ciertas frases de Francisco? Por ejemplo: “Un Pueblo que había experimentado la esclavitud y el despotismo del Faraón, que había experimentado el sufrimiento y el maltrato hasta que Dios dice basta, hasta que Dios dice: ¡No más! He visto la aflicción, he oído el clamor, he conocido su angustia (cf. Ex 3,9). Y ahí se manifiesta el rostro de nuestro Dios, el rostro del Padre que sufre ante el dolor, el maltrato, la inequidad en la vida de sus hijos; y su Palabra, su ley, se volvía símbolo de libertad, símbolo de alegría, de sabiduría y de luz” (Homilía con las comunidades indígenas de Chiapas)”. O las palabras fuera de libreto que dice en agradecimiento a quienes le cantaron en la Catedral de Morelia: “Nunca se dejen pisotear por nadie”. Y nadie, es nadie.
_________
1 Cfr. Pani, Giancarlo; “Il patto delle catacombe”. La Civiltà Cattolica 2015 IV 542-552 I 3972 (26 de diciembre 2015).