Pbro. Filiberto Cruz Reyes
Asistimos en los últimos años a una serie de lecturas en las que pretende negarse la noción o experiencia de pecado, esa extraña realidad que tal vez no sabemos definir, pero de la cual hemos experimentado no solo su dulce apetito momentáneo, sino sobre todo lo amargo de sus consecuencias. Ya Albert Camus (Premio Novel de literatura 1957) decía que no hay pecadores, sólo responsables; se le otorgó el premio “por su importante producción literaria, que con una seriedad clarividente ilumina los problemas de la consciencia humana en nuestra época”. Freud decía que eso que se llama pecado no es más que un complejo de culpabilidad, cosa que se remedia con una terapia. Son sólo dos pequeños ejemplos de la pérdida del sentido del pecado, esa realidad sin la cual no se entiende el ser humano y su actuar, ni su sufrimiento ni su destino. Por eso el Papa Juan Pablo nos advertía de esta triste realidad, la pérdida del sentido del pecado, en un bello documento del 2 de diciembre de 1984: Reconciliación y Penitencia, una Exhortación Apostólica que hay que releer en este año de la misericordia: “Se diluye este sentido del pecado en la sociedad contemporánea también a causa de los equívocos en los que se cae al aceptar ciertos resultados de la ciencia humana. Así, en base a determinadas afirmaciones de la psicología, la preocupación por no culpar o por no poner frenos a la libertad, lleva a no reconocer jamás una falta. Por una indebida extrapolación de los criterios de la ciencia sociológica se termina —como ya he indicado— con cargar sobre la sociedad todas las culpas de las que el individuo es declarado inocente. A su vez, también una cierta antropología cultural, a fuerza de agrandar los innegables condicionamientos e influjos ambientales e históricos que actúan en el hombre, limita tanto su responsabilidad que no le reconoce la capacidad de ejecutar verdaderos actos humanos y, por lo tanto, la posibilidad de pecar” (n. 18).
En este contexto, el Papa Francisco ha inaugurado el Año Jubilar de la Misericordia este 8 de diciembre.
La palabra “misericordia” (en griego: eleos) se usa en el Nuevo Testamento al menos con 5 posibles sentidos, de los cuales damos un ejemplo:
- Misericordia de Dios y del Señor Jesús, así cuando le ordena Jesús al endemoniado que ha: “cuéntales todo lo que el Señor ha hecho contigo y que ha tenido misericordia de ti” (Mc 5, 19). Este hombre ha sido liberado del mal por un acto de misericordia.
- “Ten piedad” dirigido al Jesús terrenal: “al pasar le siguieron dos ciegos gritando: ‘ten piedad de nosotros, Hijo de David’” (Mt 9, 27), luego de lo cual les fue concedido poder ver.
- Misericordia de Dios y de los hombres: “bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”, (Mt 5, 7); lo que se siembra es lo que se cosecha, esto supone la semilla que se ha recibido como un don.
- Dar limosna: “Vendan sus bienes y den limosna” (Lc 12, 33), compartir gratuitamente los propios bienes es hacer misericordia al hermano.
- Ser digno de lástima: “Tú eres un desgraciado, digno de lástima, pobre, ciego y desnudo” (Ap 3,17), esto refiriéndose a la pobreza espiritual de Laodicea, en contraste con su prosperidad material y orgullo.
Misericordia significa entre otras cosas esto que hemos mencionado: una situación de opresión a la cual Dios pone fin, entraña pues intrínsecamente una noción de libertad, de justicia, una virtud a desarrollar, una actitud de solidaridad que compromete la propia vida, una apertura a la trascendencia que supera todo inmanentismo consumista y hedonista. Misericordia es una serie de interrogantes: ¿acaso es menos grave la gran corrupción que las desapariciones y decapitaciones que pululan de México a Siria? ¿Porqué si son tan reprobables los hechos recientes de París como los de San Fernando, se conocen más aquellos?, etc.
Al convocar el Papa Francisco al año de la Misericordia afirma tajante: “Mi invitación a la conversión se dirige con mayor insistencia a aquellas personas que se encuentran lejanas de la gracia de Dios debido a su conducta de vida. Pienso en modo particular a los hombres y mujeres que pertenecen a algún grupo criminal, cualquiera que éste sea. Por vuestro bien, os pido cambiar de vida. Os lo pido en el nombre del Hijo de Dios que si bien combate el pecado nunca rechaza a ningún pecador […] La misma llamada llegue también a todas las personas promotoras o cómplices de corrupción. Esta llaga putrefacta de la sociedad es un grave pecado que grita hacia el cielo pues mina desde sus fundamentos la vida personal y social. La corrupción impide mirar el futuro con esperanza porque con su prepotencia y avidez destruye los proyectos de los débiles y oprime a los más pobres. Es un mal que se anida en gestos cotidianos para expandirse luego en escándalos públicos. La corrupción es una obstinación en el pecado, que pretende sustituir a Dios con la ilusión del dinero como forma de poder. Es una obra de las tinieblas, sostenida por la sospecha y la intriga […]La violencia usada para amasar fortunas que escurren sangre no convierte a nadie en poderoso ni inmortal. Para todos, tarde o temprano, llega el juicio de Dios al cual ninguno puede escapar” (Misericordiae vultus n. 19).
Necesitamos levantar la cabeza, caer en la cuenta que si bien hemos sido como el hijo que se va de casa o como el hermano que se queda pero es incapaz de amar al que se ha equivocado, lo más importante es entender que estamos llamados a ser misericordiosos como el padre que supo amar a los dos hijos.