MISA CRISMAL.

Santa Iglesia Catedral, Santiago de Querétaro, Qro.,  28 de marzo de 2018.

En el marco de las celebraciones de Semana Santa, se llevó a cabo la Solemne celebración de la Misa Crismal, en la Santa Iglesia Catedral, ubicada en la ciudad episcopal de Santiago de Querétaro, Qro., el día 28 de marzo de 2018. Presidió la Celebración Mons. Faustino Armendáriz Jiménez, Obispo de Querétaro,  concelebró el Presbiterio Diocesano,  Asistieron dos Agentes delegados de cada uno de las parroquias  que conforman el territorio diocesano para recibir y trasladar los Aceites Sagrados a cada uno de sus templos parroquiales, en esta Santa Misa todo el Presbiterio Diocesano renovó sus promesas Sacerdotales,  posteriormente el Señor Obispo, Consagro Los Santos Oleos, El Santo Crisma y El Óleo de los Catecúmenos. El Servicio de altar estuvo a cargo del Seminario Menor, y el Coro de la escuela de Música J. Guadalupe Velazquez, animó la celebración. En su homilía Mons. Faustino, expresó:

Estimados  sacerdotes y diáconos, apreciados miembros de la vida consagrada, queridos jóvenes representantes de las 116 parroquias en el territorio diocesano, hermanos y hermanas todos en el Señor:

La solemne liturgia que esta mañana nos envuelve en el misterio de Dios, con la singularidad de sus ritos y con la profundidad de sus textos y oraciones, nos hace experimentar nuevamente hoy que “Dios ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes” (cf. Ap 5, 1-8), con la esperanza de que cada vez más todos los bautizados, ungidos con el Crisma de la salvación, ‘lleguemos a irradiar’ por el mundo el suave olor de Cristo y quienes habiendo sido distinguidos con la Ordenación Sacerdotal, ‘re-novemos la alegría’ de haber sido ungidos con el Espíritu, para anunciar la buena nueva del Reino, hasta los últimos confines de la tierra.

¿Cómo podemos entender esto de la mejor manera, de tal forma que hoy  —principalmente  los sacerdotes— hagamos de esta solemne liturgia un parteaguas en nuestra vida? Para responder a esta pregunta, la misma Palabra de Dios que hemos escuchado nos enseña que la renovación del ministerio sacerdotal, solamente es posible, volviendo la mirada a la esencia de la elección, de modo que de cara al misterio de Dios, purifiquemos la llamada de todo aquello que en la propia vida, desfigura o contradice lo que Dios ha querido para sus elegidos.

La experiencia de Isaías a quien el Señor ungió con su Espíritu, para ser profeta entre los hijos de Israel y así anunciarles el año de gracia, nos enseña que cuando Dios lo elige, él mismo es quien se encarga de capacitarlo con la fuerza de su Espíritu. A Isaías le quema la boca para que resplandezca que la elección viene de él y que el ministerio de la palabra, sea un ministerio purificado de todo aquello que impida que las palabras que salen de su boca, sean Palabra de Dios. Así lo hizo también y sobre todo con su Hijo Jesús, a quien ungió con su Espíritu desde el seno purísimo de María, de tal forma que el ministerio de “llevar la Buena Noticia a los pobres, anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19), no fuese sino la voluntad del Padre que lo envió. Realidad que consumó en el árbol glorioso de la cruz; donde obediente hasta la muerte,  nos amó hasta el extremo; donde con su sangre derramada nos purificó de todas nuestras iniquidades; donde con su cuerpo nos devolvió la vida.

Así lo hizo también con nosotros, nos eligió y con su Espíritu nos ungió.  Y el signo visible de esto, fue que en la ordenación sacerdotal se nos ungieron las manos, quedado así ungidas por el Crisma, que es el signo del Espíritu Santo y de su fuerza. ¿Por qué las manos? La mano del hombre es el instrumento de su acción, es el símbolo de su capacidad para afrontar el mundo, para «tomarlo en la mano». El Señor nos ha impuesto las manos y ahora quiere nuestras manos para que, en el mundo, seamos las suyas. Quiere que dejemos de ser instrumentos que toman las cosas, los hombres, el mundo para nosotros mismos, para someterlos a nuestra posesión, y que por el contrario transmitamos su toque divino, poniéndonos al servicio de su amor. Quiere que seamos instrumento de servicio y por tanto de expresión de la misión de toda la persona que se convierte en su garante y que le transmite a los hombres. Si las manos del hombre representan simbólicamente sus facultades y, más en general, la técnica como poder capaz de dominar el mundo, entonces las manos ungidas tienen que ser un signo de su capacidad para dar, de la creatividad para plasmar el mundo con amor y para esto tenemos necesidad sin duda del Espíritu Santo.

Yo quisiera invitarles para que en esta feliz circunstancia, cada uno de nosotros tengamos la calma de observar detenidamente nuestras manos y con honestidad, de cara al misterio de Dios: hagamos memoria de todo lo que con ellas ha hecho el Señor, y así, renovemos el ministerio confiado a nuestras manos, y con gratitud le demos gracias a Dios “porque nos hace dignos de servirle en su presencia” (cf. Plegaria Eucarística II, MR, p. 568). Demos gracias a Dios por bendecir nuestras manos como correspondencia a nuestro “Sí”, que nos lanza a que sea un “Sí” fiel. Sería muy oportuno también que con humildad reconozcamos aquello que no ha favorecido para que, lo que resplandezca, sea la acción salvadora de Dios y no la nuestra, especialmente cuando en vez de bendecir hemos hecho lo contrario. Hagamos un examen de conciencia del uso de nuestras manos ¿Son para bendecir?

En días pasados el Santo Padre dirigiéndose a los participantes en el curso sobre el fuero interno les decía: “Es necesario redescubrir la dimensión instrumental de nuestro ministerio […] El sacerdote confesor no es la fuente de la Misericordia ni de la Gracia; ni es el instrumento indispensable, ¡sino siempre solo instrumento! Y cuando el sacerdote se adueña de esto, impide que Dios actúe en los corazones. Esta consciencia debe favorecer una atenta vigilancia sobre el riesgo de convertirse en «dueños de las conciencias», sobre todo en la relación con los jóvenes, cuya personalidad está todavía en formación y, por eso, mucho más fácilmente influenciable. Recordar ser, y deber ser, solo instrumentos de la reconciliación es el primer requisito para asumir una actitud de humilde escucha del Espíritu Santo, que garantiza un auténtico esfuerzo de discernimiento. Ser instrumentos no es una disminución del ministerio, sino, al contrario, es la plena realización, ya que en la medida en la que desaparece el sacerdote y aparece más claramente Cristo sumo y eterno sacerdote, se realiza nuestra vocación de «siervos inútiles». (cf. Francisco, Discurso a los participantes del  XXIX curso sobre fuero interno, 9 de marzo 2018).

Pongamos hoy nuestras manos nuevamente a la disposición de la gracia y pidámosle a Dios que jamás se pierda el ‘suave aroma del Espíritu de Dios’ que atrae, que conquista, que persuade, que fascina. Y que con las conciencia de ser instrumentos de la gracia con nuestras manos: fascinemos, escuchemos, discernamos, convirtamos. Hoy necesitamos utilizar nuestras manos para que como Jesús, sepamos tenderlas al que se hunde en el mar de la duda, de la incertidumbre, de las ideologías, de las mentiras con apariencia de verdad. Hoy necesitamos utilizar nuestras manos para ‘fascinar’ y así haciéndonos eco del llamado de Dios, invitar por su nombre a muchos jóvenes, para que como nosotros también ellos se encuentren con él. Hoy necesitamos utilizar nuestras manos para crear incitativas que nos permitan ‘escuchar’ y así, a la manera de Jesús en el camino de Emaús, acercarnos, reconocer y asumir la vida de tantos jóvenes que van tristes por la vida por no tener un motivo o una razón para vivir. Hoy necesitamos que nuestras manos sean instrumentos que nos ayuden a ‘discernir’, de tal forma que nuestros jóvenes puedan encontrar herramientas para discernir la voluntad de Dios en sus vidas y así tengan vida en abundancia. Hoy necesitamos poner nuestras manos al servicio de la misericordia para ‘convertir’, de tal forma que volviendo por otro camino a la manera de los discípulos del Resucitado podamos salir a anunciar los jóvenes la Buena Nueva del encuentro que ha transformado nuestra vida.

Queridos jóvenes aquí presentes de las diferentes parroquias de nuestra diócesis, he querido que en esta Santa Misa, estuviesen ustedes presente para que vean que en nuestra vida sacerdotal, ustedes son importantes, que su vida es nuestra pasión, que sus inquietudes nuestras inquietudes, que sus sueños nuestros sueños; que hemos sido consagrados para que ustedes también participen de nuestra consagración, para que sepan que la unción de nuestras manos es una unción destinada a derramarse  sobre ustedes y juntos —ustedes y nosotros— podamos cada día, construir la civilización del amor que necesita nuestro mundo. El Papa Francisco nos ha dicho en alguna ocasión “Las manos consagradas de un sacerdote se convierten en abundancia de bendición”. Les pido que al llevar a sus parroquias los santos óleos, que en breve con el auxilio de Dios bendeciremos y consagraremos, le digan a sus amigos y compañeros que los sacerdotes, con estos aceites, estamos llamados a trasmitir la alegría que sólo da el Espíritu. Que en la historia de nuestra diócesis, ha habido sacerdotes ejemplares que día a día, han derramado el aceite de la alegría en la vida y en el corazón de tantos hombres y mujeres, niños y jóvenes, ancianos y enfermos. Recordemos por ejemplo a nuestros hermanos presbíteros: Lázaro Martínez Félix, Alberto Montes Olvera, Rómulo Tejeida Perrusquía, Manuel Estrada Villeda,  quienes en este año han muerto, pero que de diferente manera han puesto sus manos como instrumentos de la gracia.

Queridos hermanos sacerdotes, el ministerio que se nos ha dado es la cosa más extraordinaria, que se haya podido dar a un hombre en su breve vida terrena, porque constantemente, gracias al fiel ejercicio de nuestro ministerio, podemos contemplar las obras de Dios, que llama, convierte, plasma y santifica las almas. Y contemplar las obras de Dios y su real hacer en el mundo significa contemplar a Dios mismo; significa también anunciar no una idea o un precepto, sino a Aquel, que nuestros ojos han visto, nuestros oídos han escuchado y nuestras manos han tocado: el Verbo de la Vida. Bendigan las manos de los obreros, de los médicos, de los padres de familia para que construyan, curen, eduquen.

Cumpliendo con alegría y con entrega nuestra misión, es entonces que haremos realidad en la historia y en el mundo, que nuestra Iglesia resplandezca como un verdadero  “reino de sacerdotes”, donde muchos, especialmente los jóvenes, sean “llamados sacerdotes del Señor” y “ministros de nuestros Dios”.

Pidámosle a Dios que por intercesión de la Santísima Virgen María Nuestra Señora de los Dolores de Soriano, seamos capaces de decir cada día de nuestra vida sacerdotal: “Estoy aquí para vivir entre estos jóvenes y permitir que Jesús les haga felices prestándoles mis manos. Sólo seremos capaces de salvación en la medida que les ofrezcamos nuestras manos. Hay que cargar con el mal del mundo y compartir su dolor, absorbiéndolo con las propias manos hasta el final, como hizo Jesús”.

Al término de la Celebración el Pastor diocesano hizo entrega de los oleos Sagrados destinados a cada una de las parroquias, en las que por la tarde de ese mismo día  se realizó la solemne Eucaristía de recepción.