Es interesante que el Señor buscó entablar una relación de Maestro-discípulo, con aquellos que lo siguieron desde el inicio de su vida pública. Esta relación es esencialmente diversa a la que se establece entre un profesor y unos alumnos. El profesor enseña y el alumno aprende de él, pero hasta allí queda. Un discípulo, por el contrario, no sólo escucha, sino que busca imitarlo en su forma de vivir, de pensar, de actuar. Come lo que su maestro, duerme donde él lo hace, comparte su vida. En la actualidad algunas personas ven a Cristo como un profesor, que explica normas éticas o morales y que enseña un estilo de vida, pero que no pide una comunión de vida con él, como lo haría un maestro.
En los tiempos de Jesús, si un joven quería integrarse a un grupo con un maestro, acudía a él y le pedía que lo acogiera entre los suyos. Sin embargo, en el caso de Cristo, Él mismo es quien elige a sus discípulos y los invita a vivir como él lo hace. Sale al encuentro de cada uno. Los busca donde realizan sus trabajos y faenas, adapta sus palabras a un lenguaje que ellos pueden comprender. De la misma manera, Jesús sigue haciendo lo mismo dos mil años después, invitando personalmente a los hombres a que le sigan.
El Señor, al final de su vida terrena, dio el mandato de continuar su obra: Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo les he mandado (Mt 28,19-20).
La misión de todo bautizado es la de ser discípulo de Cristo y con su testimonio, invitar a otras personas a responder al llamado que sigue haciendo el Maestro hasta el día de hoy.