1. La vida de Jesús es una oración incesante. La profundidad de la oración de Jesús se vislumbra en alguna forma asomándonos a los Evangelios. Esta perspectiva es evidente en el Evangelio de San Lucas. Nos presenta a Jesús orando en los momentos decisivos de su vida; por ejemplo: a los doce años en el templo (Lc 2, 49), en el bautismo (Lc 3, 21-22), durante su ministerio, antes de la elección de los Doce Apóstoles (Lc 6, 12-13), antes de preguntarles quién era Él (lc, 9, 18), en la transfiguración (Lc 9 28-29), después de la misión de los 72 discípulos (lc 10, 21), antes de enseñar a sus discípulos a orar (Lc 11, 1-2), en los últimos días de su Muerte (Lc 21, 36-37), en la Última Cena (Lc 22, 17.19), antes de la negación de Pedro (Lc 22, 31), en el Huerto de los Olivos (Lc 22, 39-42.45-46), en la Cruz (Lc 23, 34.46). Lucas afirma que ya desde “adolescente Jesús participa en la oración de su pueblo. Va dejando entrever la relación existente entre Él y el Padre”. Es una relación cargada de misterio: “… ellos no comprendieron la respuesta que les dio” (Lc 2, 50). La oración de Jesús fue tan novedosa, como nuevo será el acceso al misterio directo del Padre. La última oración de Jesús en el Evangelio de San Lucas fue una oración confiada al Padre: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” (Lc 23, 46).
2. Observamos que para el Evangelista San Lucas la vida de Jesús fue una oración incesante. Jesús significó en la oración el diálogo ininterrumpido y eterno de Él con su Padre.
Por eso la oración en S. Lucas es el lugar de la Revelación, de la comunicación de la Palabra y del Espíritu de Dios. En la oración se le revela a Jesús la voluntad del Padre, recibe la fuerza del Espíritu Santo para la misión y experimenta la comunión con el Padre en grado sumo. La oración es, también, dejarse llevar por el gozo y la acción del Espíritu Santo. Según San Lucas (10, 21), el Espíritu de la alegría llenó a Jesús y le sugirió la oración que dirigió al Padre. Igualmente María, sobre quien descendió el Espíritu entonó el Magnificat (Lc 1, 47ss). También el sacerdote Zacarías fue lleno del Espíritu Santo, se puso a profetizar y después proclamó el Benedictus (Lc 1, 67).
3. La Carta de los Hebreos nos presenta la oración de Jesús como algo consubstancial; pues la entrada de Jesús en este mundo es como una súplica, una oblación:
“Por eso al entrar en este mundo, dice Cristo: No has querido sacrificio ni ofrenda, pero me has formado un cuerpo; no has aceptado holocaustos ni sacrificios por el pecado. Entonces yo dije: Aquí vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad. Así está escrito de mí en un capítulo del libro”. … Por haber cumplido la voluntad de Dios y gracias a la ofrenda que Jesucristo ha hecho de su cuerpo una vez para siempre, nosotros hemos quedado consagrados a Dios” (Heb 10, 5-10).
4. Jesús murió en oración: “Entonces Jesús lanzó un grito y dijo: PADRE, EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU. Y dicho esto expiró” (Lc 23, 46). La Pascua de Cristo es una oración. Su oración consistió no sólo en una elevación de su espíritu al Padre, sino de todo su ser. Todo su ser se convirtió en oración. Desde entonces, la oración de Jesús quedó eternizada, es un diálogo eterno con el Padre que no pasa. Para nosotros se ha convertido en oración siempre actual.
Digámosle, confiadamente, como los discípulos: “SEÑOR, ENSÉÑANOS A ORAR….” Lc 11, 1).
Pbro. José Guadalupe Martínez Osornio Publicado en el periódico «Diócesis de Querétaro» del 14 de septiembre de 2014