En su homilía, el Cardenal Angelo Amato aseguró que Monseñor Romero “era un sacerdote bueno, un obispo sabio, pero sobre todo era un hombre virtuoso, amaba a Jesús, lo adoraba en la Eucaristía, veneraba a la santísima Virgen María, amaba a la Iglesia, amaba al Papa, amaba a su pueblo”.
Agregando que “el martirio no fue la improvisación, sino que tuvo una larga preparación. Romero de hecho era, como Abraham, un hombre de fe profunda, de esperanza inquebrantable”.
El Cardenal Amato recordó del diario de monseñor Romero: “poco antes de la ordenación sacerdotal escribía en sus apuntes: este año haré mi gran entrega a Dios. Dios mío ayúdame, prepárame, Tú eres Todo, yo soy nada. Y sin embargo tu amor quiere que yo sea mucho. Ánimo, con tu todo y con mi nada haremos mucho».
El enviado del Santo Padre para esta Beatificación agreg que “Mons. Romero habló de un don del Espíritu Santo que le concedió una especial fortaleza pastoral, casi en contraste con su temperamento prudente y comedido”. “Sus palabras no eran una provocación al odio ni a la venganza, sino una valiente exhortación de un padre a sus hijos divididos, que eran invitados al amor, al perdón, a la concordia”.
A continuación agregó: «Gracias a Dios son muchos los santos de este maravilloso continente”, recordando a Fray Junípero Serra –que el Papa Francisco canonizará septiembre en Estados Unidos–, Santa Rosa de Lima, Santo Toribio de Mogrovejo, San Francisco Solano, San Juan Diego, Santa Kateri Tekakwitha, el Beato José Gabriel del Rosario Brochero, el Beato Miguel Pro, entre otros.
“Querido Hermano:
La beatificación de Monseñor Óscar Arnulfo Romero Galdámez, que fue Pastor de esa querida Arquidiócesis, es motivo de gran alegría para los salvadoreños y para cuantos gozamos con el ejemplo de los mejores hijos de la Iglesia. Monseñor Romero, que construyó la paz con la fuerza del amor, dio testimonio de la fe con su vida entregada hasta el extremo.
El Señor nunca abandona a su pueblo en las dificultades, y se muestra siempre solícito con sus necesidades. Él ve la opresión, oye los gritos de dolor de sus hijos, y acude en su ayuda para librarlos de la opresión y llevarlos a una nueva tierra, fértil y espaciosa, que «mana leche y miel» (cf. Ex 3, 7-8). Igual que un día eligió a Moisés para que, en su nombre, guiara a su pueblo, sigue suscitando pastores según su corazón, que apacienten con ciencia y prudencia su rebaño (cf. Jer 3, 15).
En ese hermoso país centroamericano, bañado por el Océano Pacífico, el Señor concedió a su Iglesia un Obispo celoso que, amando a Dios y sirviendo a los hermanos, se convirtió en imagen de Cristo Buen Pastor.
En tiempos de difícil convivencia, Monseñor Romero supo guiar, defender y proteger a su rebaño, permaneciendo fiel al Evangelio y en comunión con toda la Iglesia. Su ministerio se distinguió por una particular atención a los más pobres y marginados. Y en el momento de su muerte, mientras celebraba el Santo Sacrificio del amor y de la reconciliación, recibió la gracia de identificarse plenamente con Aquel que dio la vida por sus ovejas.
En este día de fiesta para la Nación salvadoreña, y también para los países hermanos latinoamericanos, damos gracias a Dios porque concedió al Obispo mártir la capacidad de ver y oír el sufrimiento de su pueblo, y fue moldeando su corazón para que, en su nombre, lo orientara e iluminara, hasta hacer de su obrar un ejercicio pleno de caridad cristiana.
La voz del nuevo Beato sigue resonando hoy para recordarnos que la Iglesia, con vocación de hermanos en torno a su Señor, es familia de Dios, en la que no puede haber ninguna división.
La fe en Jesucristo, cuando se entiende bien y se asume hasta sus últimas consecuencias genera comunidades artífices de paz y de solidaridad. A esto es a lo que está llamada hoy la Iglesia en El Salvador, en América y en el mundo entero: a ser rica en misericordia, a convertirse en levadura de reconciliación para la sociedad.
Monseñor Romero nos invita a la cordura y a la reflexión, al respeto a la vida y a la concordia. Es necesario renunciar a «la violencia de la espada, la del odio», y vivir «la violencia del amor, la que dejó a Cristo clavado en una cruz, la que se hace cada uno para vencer sus egoísmos y para que no haya desigualdades tan crueles entre nosotros». Él supo ver y experimentó en su propia carne «el egoísmo que se esconde en quienes no quieren ceder de lo suyo para que alcance a los demás». Y, con corazón de padre, se preocupó de «las mayorías pobres», pidiendo a los poderosos que convirtiesen «las armas en hoces para el trabajo».
Quienes tengan a Monseñor Romero como amigo en la fe, quienes lo invoquen como protector e intercesor, quienes admiren su figura, encuentren en él fuerza y ánimo para construir el Reino de Dios, para comprometerse por un orden social más equitativo y digno.
Es momento favorable para una verdadera y propia reconciliación nacional ante los desafíos que hoy se afrontan. El Papa participa de sus esperanzas, se une a sus oraciones para que florezca la semilla del martirio y se afiancen por los verdaderos senderos a los hijos e hijas de esa Nación, que se precia de llevar el nombre del divino Salvador del mundo.
Querido hermano, te pido, por favor, que reces y hagas rezar por mí, a la vez que imparto la Bendición Apostólica a todos los que se unen de diversas maneras a la celebración del nuevo Beato.
Fraternamente,
FRANCISCO