En aquel tiempo, los judíos murmuraban contra Jesús, porque había dicho: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo”, y decían: “¿No es éste, Jesús, el hijo de José? ¿Acaso no conocemos a su Padre y a su madre? ¿Cómo nos dice ahora que ha bajado del cielo?” Jesús les respondió: “No murmuren. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre, que me ha enviado; y a ése yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: Todos serán discípulos de Dios. Todo aquel que escucha al Padre y aprende de él, se acerca a mí. No es que alguien haya visto al Padre, fuera de aquel que procede de Dios. Ése sí ha visto al Padre. Yo les aseguro: el que cree en mí, tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Sus padres comieron en maná en el desierto y sin embargo, murieron. Éste es el pan que ha bajado del cielo para que, quien lo coma, no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo les voy a dar es mi carne para que el mundo tenga vida. Palabra del Señor.
Cuando escuchamos en la Escritura expresiones como las que aparecen en el evangelio el día de hoy: “Yo soy el pan de vida” – “Yo he venido del cielo”, corremos el riesgo de caer en el mismo sentimiento que los judíos de no creerle a Jesús, pues nos supera el hecho de que Dios sea un Dios cercano a nosotros, más aún, que el objetivo de su acción sea el que tengamos vida y vida en abundancia. Ante estas circunstancias, Jesús nos ayuda a reflexionar sobre la dureza de nuestro corazón, enunciado las condiciones necesarias para creer en Él, para creerle a Él y así podamos ser destinatarios de su acción amorosa.
En primer lugar es necesario ser atraídos por el Padre, don y manifestación del amor de Dios a la humanidad: Nadie puede ir a Jesús si no es atraído por el Padre. La segunda condición es la docilidad a Dios: Los hombres deben darse cuenta de la acción salvífica de Dios respecto al mundo. La tercera condición es la escucha del Padre: Estamos frente a la enseñanza interior del Padre y a la de la vida de Jesús que brota de la fe obediente del creyente a la Palabra del Padre y del Hijo.
Estas tres condiciones vividas y asimiladas nos ayudan a entender que escuchar a Jesús, significa ser instruidos por el mismo Padre. Con la venida de Jesús, la salvación está abierta a todos, pero la condición esencial que se requiere es la de dejarse atraer por Él, escuchando con docilidad su palabra de vida. Aquí es donde precisa el evangelista la relación entre fe y vida eterna, principio que resume toda regla para acceder a Jesús. Sólo el hombre que vive en comunión con Jesús se realiza y se abre a una vida duradera y feliz. Sólo el que come de Jesús, el pan de vida, no muere. Es Jesús, pan de vida el que dará la inmortalidad a quien se alimente de él, a quien interiorice su Palabra y asimile su vida en la fe.
El encuentro con Jesús en la santa Misa se realiza verdadera y plenamente cuando la comunidad es capaz de reconocer que Él, en el Sacramento, habita su casa, nos espera, nos invita a su mesa, y luego, tras disolverse la asamblea, permanece con nosotros, con su presencia discreta y silenciosa, y nos acompaña con su intercesión, recogiendo nuestros sacrificios espirituales y ofreciéndolos al Padre.
Estar todos en silencio prolongado ante el Señor presente en su Sacramento es una de las experiencias más auténticas de nuestro ser Iglesia, que va acompañado de modo complementario con la de celebrar la Eucaristía, escuchando la Palabra de Dios, cantando, acercándose juntos a la mesa del Pan de vida. Comunión y contemplación no se pueden separar, van juntas. Para comulgar verdaderamente con otra persona debo conocerla, saber estar en silencio cerca de ella, escucharla, mirarla con amor. El verdadero amor y la verdadera amistad viven siempre de esta reciprocidad de miradas, de silencios intensos, elocuentes, llenos de respeto y veneración, de manera que el encuentro se viva profundamente, de modo personal y no superficial. Y lamentablemente, si falta esta dimensión, incluso la Comunión sacramental puede llegar a ser, por nuestra parte, un gesto superficial. En cambio, en la verdadera comunión, preparada por el coloquio de la oración y de la vida, podemos decir al Señor palabras de confianza: “Yo me siento orgulloso del Señor” (cf. Sal. 33).
† Faustino Armendáriz Jiménez IX Obispo de Querétaro