Pbro. Mtro. Filiberto Cruz Reyes
Al menos dos veces narra el Evangelio que Jesús de Nazaret lloró: cuando murió su amigo Lázaro (cfr. Jn 11, 35) y al ver a Jerusalén, la ciudad santa, incapaz de reconocer el mensaje de paz que Dios le ofrecía en su visita que le hacía (cfr. Lc 19, 41-44). Un texto paralelo a este último es el del lamento que Jesús hace por la ciudad santa (cfr. Lc 13, 34-35), que ha sido incapaz de dejarse reunir en torno a Él, así como una gallina reúne a sus pollos bajo sus alas. Sí, Jesús se compara a sí mismo con una gallina.
Esta unión que Jesús pretende con su pueblo tiene su origen en el misterio de la Santísima Trinidad: «He aquí de nuevo la unidad de la naturaleza divina, puesta como fundamento admirable de la unidad que deben formar los hombres, los dispersos que Cristo congregó bajo sus alas del mismo modo como la gallina reúne a sus pollitos, y constituyó la Iglesia. He aquí, también, la fuente de aquella unidad del episcopado en la Iglesia de Cristo, unidad que los obispos percibían de modo tan sublime, y que san Cipriano expresaba con tan elocuentes palabras en el libro que tituló precisamente “Sobre la unidad de la Iglesia”» (Rosmini, Antonio; Las cinco llagas de la Santa Iglesia. Barcelona 1968, p. 93). Así se expresaba el hoy Beato Antonio Rosmini al hacer alusión al texto de Efesios 4, 5-6: “Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos”, y al que Jesús pronunció en la última cena: “Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti (Jn 17, 21). En la obra menciona, el Padre Rosmini (1797-1855) se lamentaba de los males que aquejaban a la Iglesia y la hacían sufrir y desangrar, cosas que él comparaba con las cinco llagas de Cristo, de ahí el título del texto. A la tercera llaga él la intitula: “La llaga del costado de la santa Iglesia: la desunión de los Obispos”.
Luego de repasar las grandes virtudes de los Apóstoles y de la Iglesia de los primeros siglos para preservar la unidad, nuestro autor analiza la crisis que vive la iglesia de su tiempo, entre otras cosas, la desunión de los Obispos y afirmaba: “¿Y qué mayor causa de división y de cisma existe que la ambición mezclada siempre de sus dos servidoras, la codicia de la riqueza y la codicia de poder?” Y agrega: “Este es un hecho constante en la historia de la Iglesia: «doquiera que a una sede episcopal se juntara por mucho tiempo un tan gran poder temporal, allí se manifestaron también causas de discordia». Inmediatamente nos viene al pensamiento el caso de Constantinopla. No se cumplía aún un siglo de su fundación, cuando los obispos de la nueva Roma, poderosos por la presencia cercana del Emperador, ambicionaron superar las sedes más antiguas y más ilustres de la Iglesia, y obtuvieron llegar al segundo lugar, después de muchos conflictos”. (ibi, p. 107). Esta obra fue incluida en el Index (1849) de los libros prohibidos y le costó, entre otras cosas —por intrigas palaciegas—, no llegar a ser Secretario de Estado de Su Santidad Pío IX (pues así lo vislumbraban muchos) ni ser creado Cardenal, cosa que el mismo Papa le habría manifestado.
Rosmini dice que eran “seis eslabones de oro que constituían los solidísimos vínculos que unían a todo el cuerpo episcopal en los mas bellos tiempos de la Iglesia”. Y sentencia acerca de la unidad: “provenía sobre todo de la autoridad del sumo Pontífice, piedra principal, siempre única e inmóvil en la gran mole del edificio episcopal, y por lo mismo, piedra verdaderamente fundamental que da a toda la Iglesia militante su identidad y perennidad” (ibi, pp. 100-101).
Esa obra la escribió Rosmini en 1832 y sólo la publicó en 1846, cuando es elegido Pío IX y dice su razón de su desición: “Pero ahora que la cabeza invisible de la Iglesia ha colocado sobre la cátedra de Pedro un Pontífice que parece destinado a renovar nuestra época y a dar a la Iglesia aquel nuevo impulso que debe impeler por nuevos caminos hacia una carrera tan imprevista cuanto maravillosa y gloriosa”.
En este contexto podríamos leer las palabras del Papa Francisco a los Obispos mexicanos durante su reciente visita: “los exhorto a conservar la comunión y la unidad entre ustedes […] No pierdan, entonces, tiempo y energías en las cosas secundarias, en las habladurías e intrigas, en los vanos proyectos de carrera, en los vacíos planes de hegemonía, en los infecundos clubs de intereses o de consorterías […] Si tienen que pelearse, peléense; si tienen que decirse cosas, se las digan; pero como hombres, en la cara, y como hombres de Dios que después van a rezar juntos, a discernir juntos. Y si se pasaron de la raya, a pedirse perdón, pero mantengan la unidad del cuerpo episcopal. Comunión y unidad entre ustedes”.
Y acaso no suenan casi a la misma ingenuidad de la gallina que defiende a sus polluelos de las grandes fieras depredadoras las palabras de ese mismo Discurso: “Aquello que encanta y atrae, aquello que doblega y vence, aquello que abre y desencadena no es la fuerza de los instrumentos o la dureza de la ley, sino la debilidad omnipotente del amor divino, que es la fuerza irresistible de su dulzura y la promesa irreversible de su misericordia”.
El Papa no vino como rey mago a traer todos los regalos del mundo, él lo dijo, sino a dejarnos tarea: reconstruyamos nuestra Patria juntos.