Parroquia del Misterio de Pentecostés, Santiago de Querétaro, Qro., 7 de junio de 2012
Queridos hermanos sacerdotes,
apreciados diáconos,
estimados miembros de la Vida Consagrada,
hermanos y hermanas todos en el Señor:
1. Celebramos hoy la solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Fiesta de la Eucaristía. Solemnidad que nos convoca ante el misterio cotidiano del cuerpo entregado y de la sangre derramada por nosotros. Un misterio que en el Jueves Santo tiene la fiesta de su Institución y en el Corpus tiene una gozosa fiesta de la respuesta de fe. La edad media, de la que heredamos esta fiesta, sintió el deber de darle un realce especial, para hacer un homenaje agradecido, público, multitudinario de la presencia real de Cristo; incluso para sacar en procesión el Santísimo Sacramento por las calles y las plazas, para afirmar el misterio del Dios con nosotros en la Eucaristía, hoy es preciso no solamente darle un realce, sino redescubrir la belleza de celebrar este sacramento admirable. Pues la verdadera belleza es el amor de Dios que se ha revelado definitivamente en el Misterio pascual. La belleza de la liturgia es parte de este misterio; es expresión eminente de la gloria de Dios y, en cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra. El memorial del sacrificio redentor lleva en sí mismo los rasgos de aquel resplandor de Jesús del cual nos han dado testimonio Pedro, Santiago y Juan cuando el Maestro, de camino hacia Jerusalén, quiso transfigurarse ante ellos (cf. Mc 9,2).
2. Aprovecho esta ocasión para detenerme con ustedes a reflexionar en este misterio que nos identifica y nos confirma en la fe, y de esta manera comprometernos más en el amor a la Eucaristía, pues “Nuestro Salvador, en la Última Cena, la noche que le traicionaban, instituyó el Sacrificio Eucarístico de su Cuerpo y Sangre, con lo cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el Sacrificio de la Cruz y a confiar a su Esposa, la Iglesia, el Memorial de su Muerte y Resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual, en el cual se come a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera” (cf. SC 47).
3. Estas verdades encuentran su significado mas pleno únicamente a la luz de la Palabra de Dios que es proclamada en la misma liturgia eucarística, pues “Jesús lleva a cumplimiento en sí mismo la antigua figura: «El pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo… pues él proclama como escuchamos en la antífona del evangelio “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo” (Jn 6,51). Aquí, «la Ley se ha hecho Persona. En el encuentro con Jesús nos alimentamos, por así decirlo, del Dios vivo, comemos realmente el “pan del cielo”» (Exhort. Apost. Post. Verbum Domini, 54).
4. Por eso, Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico. La Eucaristía nos ayuda a entender la Sagrada Escritura, así como la Sagrada Escritura, a su vez, ilumina y explica el misterio eucarístico.
5. Queridos hermanos y hermanas, “En efecto, sin el reconocimiento de la presencia real del Señor en la Eucaristía, la comprensión de la Escritura queda incompleta. De ahí que, «la Iglesia honra con una misma veneración, aunque no con el mismo culto, la Palabra de Dios y el misterio eucarístico y quiere y sanciona que siempre y en todas partes se imite este proceder, ya que, movida por el ejemplo de su Fundador, nunca ha dejado de celebrar el misterio pascual de Cristo, reuniéndose para leer “lo que se refiere a él en toda la Escritura” (Lc24,27) y ejerciendo la obra de salvación por medio del memorial del Señor y de los sacramentos» (Exhort. Apost. Post. Verbum Domini, 55). Hoy, considero, es una oportunidad para revalorar no sólo la centralidad de la Eucaristía en nuestra vida, sino la “celebración misma de la Eucaristía”, es decir, considerando el modo concreto como la Iglesia ha obedecido al mandato de “hagan esto en memoria mía” (Lc 22, 19) que la renovación conciliar ha hecho resplandecer, redescubriendo la importancia de la liturgia de la Palabra y la liturgia de la Eucaristía, unidos por una triple ritualidad que nos introduce en el misterio de la fe. Como si fuera el anillo de la esposa, confeccionado por dos gemas preciosas que se unen por medio de tres argollas. El cual, Cristo esposo, ha dejado a la Iglesia como prenda de su venida.
6. El Papa Benedicto XVI en la Exhortación Postsinodal Verbum Domini, hace a mi juicio una muy atinada reflexión que hoy es preciso considerar para nuestra reflexión: “Yo pienso que el Evangelio es el Cuerpo de Cristo; yo pienso que las Sagradas Escrituras son su enseñanza. Y cuando él dice: “Quién no come mi carne y bebe mi sangre” (Jn6,53), aunque estas palabras puedan entenderse como referidas también al Misterio [eucarístico], sin embargo, el cuerpo de Cristo y su sangre es realmente la palabra de la Escritura, es la enseñanza de Dios. Cuando acudimos al Misterio [eucarístico], si cae una partícula, nos sentimos perdidos. Y cuando estamos escuchando la Palabra de Dios, y se nos vierte en el oído la Palabra de Dios y la carne y la sangre de Cristo, mientras que nosotros estamos pensando en otra cosa, ¿cuántos graves peligros corremos?». Cristo, realmente presente en las especies del pan y del vino, está presente de modo análogo también en la Palabra proclamada en la liturgia. Por tanto, profundizar en el sentido de la sacramentalidad de la Palabra de Dios, puede favorecer una comprensión más unitaria del misterio de la revelación en «obras y palabras íntimamente ligadas», favoreciendo la vida espiritual de los fieles y la acción pastoral de la Iglesia” (cf. VD 56).
7. De este modo, queridos hermanos, desarrollaremos una cultura eucarística cuya alma será la Sagrada Escritura. La cual como hemos escuchado en el relato de Marcos nos habla con crudeza, con realismo semítico, de la verdad del don que Jesús hace en la Cena: “Tomen, esto es mi cuerpo” (cf. Mc 14, 22). Ofrece a los discípulos algo para comer, no una idea para comprender. Y ese algo es su cuerpo, su persona misma, la que va a ser entregada; y entran en comunión con la misma persona de Cristo. “Esta es mi sangre, sangre de la Alianza, derramada por todos” (cf. Mc 14, 24). Aquí es clara la referencia al lenguaje que se empleaba en Israel para los sacrificios.
Jesús se presenta a sí mismo como el sacrificio verdadero y definitivo, en el cual se realiza la expiación de los pecados que, en los ritos del Antiguo Testamento, no se había cumplido nunca totalmente. A esta expresión le siguen otras dos muy significativas. Ante todo, Jesucristo dice que su sangre «es derramada por muchos» con una comprensible referencia a los cantos del Siervo de Dios, que se encuentran en el libro de Isaías (cf. Is 53). Al añadir «sangre de la alianza», Jesús manifiesta además que, gracias a su muerte, se cumple la profecía de la nueva alianza fundada en la fidelidad y en el amor infinito del Hijo hecho hombre; una alianza, por tanto, más fuerte que todos los pecados de la humanidad. La antigua alianza había sido sancionada en el Sinaí con un rito de sacrificio de animales, como hemos escuchado en la primera lectura, y el pueblo elegido, librado de la esclavitud de Egipto, había prometido cumplir todos los mandamientos dados por el Señor (cf. Ex 24, 3).
8. Esto se pone muy bien de manifiesto en la segunda lectura, tomada de la carta a los Hebreos, donde el autor sagrado declara que Jesús es «mediador de una nueva alianza» (Hb 9, 15). Lo es gracias a su sangre o, con mayor exactitud, gracias a su inmolación, que da pleno valor al derramamiento de su sangre. En la cruz Jesús es al mismo tiempo víctima y sacerdote: víctima digna de Dios, porque no tiene mancha, y sumo sacerdote que se ofrece a sí mismo, bajo el impulso del Espíritu Santo, e intercede por toda la humanidad.
9. Hermanos y hermanas, el sacerdote momentos antes de comulgar el cuerpo y la sangre de Cristo, hace en secreto una oración que refleja precisamente esta realidad, y que invito a cada uno de ustedes a considerar en su vida espiritual, no sólo como un deseo, sino como una realidad histórica salvífica que se actualice en el momento celebrativo. “Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre y la cooperación del Espíritu Santo, mediante tu muerte diste vida al mundo: líbrame por la recepción de tu Cuerpo y Sangre de todas mis culpas y de todo mal. Concédeme que yo siempre cumpla fielmente tus mandamientos y no permitas que jamás me separe de Ti. Esta oración de la Iglesia constituye una síntesis extraordinaria para unirse unos a otros, formando una comunidad que es «liturgia» y que participa toda ella orientada hacia Dios por Jesucristo. Así pues, la cruz es misterio de amor y de salvación que —como dice la carta a los Hebreos— nos purifica de las «obras muertas», es decir, de los pecados, y nos santifica esculpiendo la alianza nueva en nuestro corazón; la Eucaristía, renovando el sacrificio de la cruz, nos hace capaces de vivir fielmente la comunión con Dios. Un corazón reconciliado con Dios permite la verdadera participación.
10. Finalmente mi deseo es que la celebración eucarística, logre imprimir en el corazón de cada cristiano un ardiente impulso evangelizador, al terminar la celebración eucarística el diacono antes de retirarnos a nuestra vida ordinaria dice: “En la alegría del Señor, vayan a vivir lo que aquí hemos celebrado” (cf. Ordinario de la misa); considero que estas palabras que nos lanzan al anuncio misionero, representan un itinerario muy bien delineado para vivir una espiritualidad eucarística, pues, después de habernos encontrado con Cristo real y presente en su Palabra y en su cuerpo y sangre, no podemos menos que vivir alegres. En la vida de los hijos de la Iglesia, esta participación en la alegría del Señor es inseparable de la celebración del misterio eucarístico, en donde comen y beben su Cuerpo y su Sangre. Así sustentados, como los caminantes, en el camino de la eternidad, reciben ya sacramentalmente las primicias de la alegría escatológica. La alegría es el resultado de una comunión humano-divina y tiende a una comunión cada vez más universal. De ninguna manera podría incitar a quien la gusta a una actitud de repliegue sobre sí mismo. La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría. Porque la alegría tienen otro origen. La alegría es solamente fruto de un encuentro con aquel que nos ha redimido, fruto del Espíritu.
11. Hermanos consagrados (sacerdotes y religiosos) y fieles laicos: Esto exige por su naturaleza que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en Él. Por eso la Eucaristía no es sólo fuente y culmen de la vida de la Iglesia; lo es también de su misión: «Una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera». También nosotros podemos decir a nuestros hermanos con convicción: «Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos para que estéis unidos con nosotros » (1 Jn 1,3). Verdaderamente, nada hay más hermoso que encontrar a Cristo y comunicarlo a todos. Además, la institución misma de la Eucaristía anticipa lo que es el centro de la misión de Jesús: Él es el enviado del Padre para la redención del mundo (cf. Jn 3,16-17; Rm 8,32). En la última Cena Jesús confía a sus discípulos el Sacramento que actualiza el sacrificio que Él ha hecho de sí mismo en obediencia al Padre para la salvación de todos nosotros. No podemos acercarnos a la Mesa eucarística sin dejarnos llevar por ese movimiento de la misión que, partiendo del corazón mismo de Dios, tiende a llegar a todos los hombres. Así pues, el impulso misionero es parte constitutiva de la forma eucarística de la vida cristiana (Exhort Apost. Post. Sacramentum Caritatis 84).
12. María santísima, la mujer eucarística, nos enseñe a generar en nuestra vida el Pan de vida, de manera que podamos ofrecerlo a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, siempre con una actitud pronta y humilde. Amén.