HOMILÍA EN LAS SOLEMNES VÍSPERAS DE LA FIESTA DE SAN JUAN MARÍA VIANNEY

Toma de posesión de la Rectoría del Seminario Conciliar de Querétaro de su nuevo rector PBRO. LIC. ALEJANDRO GUTIÉRREZ BUENROSTRO

 

Capilla de teología del Seminario Conciliar de Querétaro, Av. Hércules, 216, Pte., Col Hércules, Santiago de Querétaro, Qro., a  04 de agosto de 2017.

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Muy estimados padres formadores,
Queridos diáconos,
Muy queridos seminaristas:

 

  1. Con alegría me complace poder presidir en esta tarde estas solemnes vísperas, mediante las cuales, en nombre de la Iglesia, “hacernos memoria de la Redención por medio de la oración que elevamos ‘como el incienso en presencia del Señor’, y en la cual ‘el alzar de las manos’ es ‘oblación vespertina’, que el Divino Redentor instituyó precisamente en la tarde en que cenaba con los Apóstoles, inaugurando así los sacrosantos misterios, y que ofreció al Padre en la tarde del día supremo, que representa la cumbre de los siglos, alzando sus manos por la salvación del mundo” (cf. OGLH, 39). Lo hacemos en este día en el que celebramos la memoria del santo Cura de Ars, San Juan María Vianney “modelo del ministerio sacerdotal en nuestros días”, pues su ejemplo y testimonio de vida sacerdotal nos enseñan que “¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!...”. Él decía, entre otras cosas: “Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor”, “El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias… El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para los demás”. Sus biógrafos nos trasmiten alguno de sus secretos: “Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada”.

  1. Todo esto nos habla de la claridad y convicción que le llevó al santo a trasformar la vida espiritual de los fieles de aquel pequeño pueblito francés. Su vida y ejemplo nos enseñan que “el sacerdote no es simplemente alguien que detenta un oficio, como aquellos que toda sociedad necesita para que puedan cumplirse en ella ciertas funciones. Por el contrario, el sacerdote hace lo que ningún ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar en nombre de Cristo la palabra de absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la situación de nuestra vida. Pronuncia sobre las ofrendas del pan y el vino las palabras de acción de gracias de Cristo, que son palabras de transustanciación, palabras que lo hacen presente a Él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su Sangre, transformando así los elementos del mundo; son palabras que abren el mundo a Dios y lo unen a Él. Por tanto, el sacerdocio no es un simple «oficio», sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus limitaciones para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor. Esta audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos; que, aun conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y presentarse en su lugar, esta audacia de Dios es realmente la mayor grandeza que se oculta en la palabra «sacerdocio»” (cf. Benedicto XVI, Homilía en la clausura del año sacerdotal, 11 de junio de 2010).
  2. La palabra de Dios que acaba de ser proclamada (1 Pe 5, 14) y que con mucha seguridad algún día estuvo en los oídos del santo Cura de Ars, nos señala la clave para vivir de la manera como él vivió:

El Apóstol, cuando escribe, lo hace a los presbiterios exhortándoles con toda claridad a: “Ser pastores del rebaño de Dios”. ‘Gobernándolo’. No a la fuerza, sino de buena gana. No con sórdida, sino con generosidad. No como dominadores sobre la heredad de Dios, sino convirtiéndose en modelo de la grey. ¿Qué significa esto que el apóstol nos está diciendo?

Con esta imagen ampliamente presente en la Sagrada Escritura el apóstol deja claro la identidad de los presbíteros. San Pedro, a quien el Señor resucitado había confiado la misión de apacentar a sus ovejas, de convertirse en pastor con él y por él, llama a Jesús el «archipoimen», el Mayoral, el Pastor supremo (cf. 1 P 5, 4), y con esto quiere decir que sólo se puede ser pastor del rebaño de Jesucristo por medio de él y en la más íntima comunión con él. El sacerdote, mediante el sacramento, es insertado totalmente en Cristo para que, partiendo de él y actuando con vistas a él, realice en comunión con él el servicio del único Pastor, Jesús, en el que Dios como hombre quiere ser nuestro Pastor.

Ser pastor significa entonces: “Gobernar” y gobernar significa: servir. 

Acoger con magnanimidad. Que nuestro corazón sea tan grande como para saber acoger a todos los hombres y las mujeres que encontraremos a lo largo de nuestras jornadas y que irán a buscarnos cuando nos pongamos en camino en nuestras parroquias y en cada comunidad. Desde ahora preguntémonos: los que llamen a la puerta de mi casa, ¿cómo la encontrarán? Si la encuentran abierta, a través de nuestra bondad, nuestra disponibilidad, experimentarán la paternidad de Dios y comprenderán cómo la Iglesia es una buena madre que siempre acoge y ama. Esto es servir.

Caminar con el rebaño. Acoger con magnanimidad, caminar. Acoger a todos para caminar con todos. El pastor está en camino con y en su rebaño. Esto quiere decir ponerse en camino con los propios fieles y con todos aquellos que se dirigirán a nosotros, compartiendo sus alegrías y esperanzas, dificultades y sufrimientos, como hermanos y amigos, pero más aún como padres, que son capaces de escuchar, comprender, ayudar, orientar. El caminar juntos requiere amor, y el nuestro es un servicio de amor, amoris officium decía san Agustín (In Io. Ev. tract. 123, 5: PL 35, 1967).

Sean pastores acogedores, en camino con nuestro pueblo, con afecto, con misericordia, con dulzura del trato y firmeza paterna, con humildad y discreción, capaces de mirar también nuestras limitaciones y de tener una dosis de buen humor. Esta es una gracia que debemos pedir nosotros. Todos debemos pedir esta gracia: Señor, dame sentido del humor. Encontrar el medio de reírse de uno mismo, primero, y un poco de las cosas. Y permanecer con nuestro rebaño.

Los sacerdotes estamos llamados a acrecentar la conciencia de ser pastores, enviados para estar en medio del rebaño, para hacer presente al Señor a través de la Eucaristía y para dispensar su misericordia. Se trata de «ser» sacerdotes, no limitándonos a «hacer» los sacerdotes, libres de toda mundanidad espiritual, conscientes de que es nuestra vida la que evangeliza aún antes que nuestras obras.

  1. En este sentido, la dirección formativa del Seminario es y será siempre, netamente pastoral; lo que significa que su principal y más amplio objetivo es formar pastores, en dicha tarea desempeña un papel fundamental el propio sujeto, que ha recibido la invitación del Señor. Quien está llamado al ministerio no es «dueño» de su vocación, sino administrador de un don que Dios le ha confiado para el bien de todo el pueblo, es más, de todos los hombres, incluso los que se han alejado de la práctica religiosa o no profesan la fe en Cristo. Sin embargo, esto exige que la Iglesia establezca las condiciones para que dicha inquietud crezca, madure y se haga cada vez más clara, hasta que esté en grado de dar una respuesta. Ante esta necesidad el Seminario desempeña una función primordial, que permita tener una experiencia discipular. “Se trata de custodiar y cultivar las vocaciones, para que den frutos maduros”. La formación, por tanto, no es un acción unilateral, con el que alguien transmite nociones, teológicas o espirituales. Jesús no dijo a quienes llamaba: «ven, te explico», «sígueme, te enseño»: ¡no!; la formación que Cristo ofrece a sus discípulos se realiza, por el contrario, a través de un «ven y sígueme», «haz como yo hago», y este es el método que también hoy la Iglesia quiere adoptar para sus ministros. La formación de la que hablamos es una experiencia discipular, que acerca a Cristo y permite configurarse cada vez más con Él.

  1. En esta noble tarea colaboran muchos, especialmente la comunidad formadora que preside el Rector del Seminario, quien como señalan los documentos de la Iglesia, “es el último responsable de todas las etapas de formación”. Se entiende que es una persona de confianza, de manera que en él se deposita la confianza para coordinar toda la formación inicial de los futuros pastores. El Rector ha de fomentar la promoción de los itinerarios o proyectos formativos de cada una de las etapas de tal manera que se garantice una adecuada sintonía entre la formación y las exigencias de la iglesia. En este sentido, P. Alejandro, quiero encomendarte la noble tarea de asimilar, en todas las etapas del Seminario, las directrices y normativas que la nueva Ratio fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, establece para la formación sacerdotal. Es un documento que nace del corazón del Papa y de la Iglesia, con la sencilla finalidad de: “custodiar y cultivar las vocaciones, para que den frutos maduros, según las necesidades del mundo y de la Iglesia en nuestro tiempo”. Otra de las taras más importantes y fundamentales del padre rector, consiste en “acompañar al equipo formador”, de tal manera que ejerzan su tarea con suficiente convicción como una auténtica tarea que les permita la realización de su ministerio presbiteral. La atención al equipo formador ha de ser una prioridad para él. El testimonio de fraternidad que puedan dar el rector y el equipo formador, es un catalizador de los procesos formativos porque está mostrando sin palabras hacia dónde tiende toda la formación. Agradecemos a Dios la generosidad del P. José Luis Salinas, quien por cinco años desempeñó esta tarea; que el Señor le recompense con abundantes gracias toda su entrega y su dedicación.
  2. Pidamos a Dios que a todos seminaristas y formadores nos permita que nunca perdamos de vista el objetivo principal de nuestra estancia en este lugar bendito y que el ejemplo del Santo Cura de Ars, sea para todos nosotros el modelo de quien supo ser un pastor solícito del rebaño del Señor. ¡Que estas palabras de san Pedro se esculpan en el corazón! Somos llamados y constituidos pastores, no pastores por nosotros mismos, sino por el Señor, y no para servirnos a nosotros mismos, sino al rebaño que se nos ha confiado, servirlo hasta dar la vida como Cristo, el Buen Pastor (cf. Jn 10, 11). Amén.

+ Faustino Armendáriz Jiménez

Obispo de Querétaro