Homilía en las Ordenaciones Sacerdotales

LA ORACIÓN SACERDOTAL DE JESÚS (Jn 17, 11-19) 

Seminario Conciliar de Nuestra Señora de Guadalupe, Santiago de Querétaro, Qro., 8 de mayo de 2008

 

Hermanos Presbíteros y Diáconos,

hermanos y Hermanas en el Señor Jesús:

escudo_degasperin1. El Gran Pastor de las ovejas, Jesús, ahora glorificado ante el Padre, le muestra sus llagas transfiguradas en un acto de continua intercesión por nosotros. Es nuestro Gran Sacerdote que subió al cielo, no para alejarse de nosotros, sino para presentarse como ofrenda agradable al Padre y regalarnos el Don del Espíritu Santo, el “otro Abogado-Intercesor-Consolador”, el Espíritu de la Verdad.  El Padre nos lo enviará en su Nombre. Hoy, este acto sacerdotal sublime de Cristo en el cielo, cobra toda su verdad, aquí, sobre este altar y en esta celebración, cuando el Obispo, in persona del Sumo Sacerdote Jesucristo, invoca sobre estos diáconos, “el Espíritu de santidad”, para que reciban “la dignidad del presbiterado, el segundo grado del ministerio sacerdotal” y sean “honrados colaboradores del Orden de los Obispos, para que con su predicación, y con la gracia del Espíritu Santo, la palabra del Evangelio dé fruto en el corazón de los hombres” (Ritual de Órdenes).

2. ¿Qué le dice Jesús al Padre en su oración de intercesión por sus discípulos, por sus sacerdotes? San Juan acercó su oído de discípulo fiel al alma de Jesús y, en el capítulo 17 de su Evangelio, nos transmite el diálogo con su Padre que, con acierto, se suele llamar “la oración sacerdotal” de Jesús. Después de haberse despedido de sus discípulos y de haberles prometido, por cinco veces consecutivas, el Espíritu Santo consolador, Jesús, ya no habla con ellos, sino con el Padre sobre ellos, sobre su destino y su misión. La primera petición al Padre es que “cuide” de “los suyos”, como Jesús mismo lo hizo durante su estancia en este mundo. Jesús sabe dos cosas muy bien: que los discípulos son débiles y que el enemigo está al acecho. Necesitan del cuidado del Padre como necesitaron el cuidado de Jesús. Jesús cuidó bien de los que el Padre le dio: “yo velaba por ellos y ninguno de ellos se perdió, excepto el que tenía que perderse”. Misterioso designio de Dios. En su testamento espiritual y diálogo íntimo de Jesús con su Padre, está también presente el recuerdo del Traidor.

3. Este cuidado del Padre es “para que sean uno, como nosotros somos uno”. Los discípulos deben reproducir en la tierra la vida de la santa Trinidad en el cielo. Acababa Jesús de explicar, con la alegoría de la vid, la unidad de la Iglesia: Sólo unidos a la vid, a Jesús, como las ramas al tronco, bajo el cuidado del Padre-Viñador, se produce fruto en la Iglesia. La rama separada se seca y se quema. El mismo Padre poda su vid. La unidad no sólo es la fuerza sino la vida íntima de la Iglesia. Su naturaleza es ser comunión. “Que sean uno”, insiste Jesús en su oración. El que no guardó  sino que rechazó esta comunión, fue el que se perdió. No era de Jesús, sino del mundo. Y el mundo, todo entero, está sometido al Príncipe de este mundo, a su dueño: Satanás, llamado también en el Evangelio el “Enemigo”, el “Perverso”, el “Maligno”, el “Tentador”. Éste, se introdujo en el corazón de Judas y a él obedeció cuando se alió con los enemigos, cuando cobró el salario, cuando se desesperó y se perdió, “pues tenía que perderse, para que se cumpliera la Escritura”, dice Jesús. Al misterio de la salvación acompaña el misterio de la perdición.

4. A los discípulos verdaderos, porque no son los mundo, “el mundo los odia, como me ha odiado a mi”. La suerte del discípulo es igual a la del Maestro. Jesús les ha prometido un Abogado, un Defensor, porque se trata de un juicio, de una lucha. Se llama también el Espíritu de la Verdad: “Yo les he entregado tu palabra. Tu palabra es la verdad”. La palabra de Jesús, será el motivo por la cual el mundo los odie, pero al mismo tiempo, será su escudo y protección. Por eso prosigue Jesús: Padre, “preservarlos del mal”, no fuera sino en el mismo corazón del mundo pecador. La palabra de Cristo, su Evangelio, es medicina para el mundo porque tiene el poder de librar al discípulo el Maligno, como San Pablo lo confirma en su despedida de los presbíteros de Éfeso: “Los encomiendo a Dios y a su palabra salvadora, la cual tiene fuerza para que todos los consagrados a Dios crezcan en el espíritu y alcancen la herencia prometida”. El anuncio del Evangelio es como un gran exorcismo contra el Padre de la mentira.

5. La palabra de Jesús tiene esta fuerza salvadora y protectora porque “es la verdad”. La palabra de Jesús es la verdad porque nos revela el corazón de Dios y nos anuncia el gozo de la salvación; la palabra de Jesús es la verdad porque hace al hombre libre, liberándolo del Padre de la mentira; la palabra de Jesús es la verdad porque en la cruz, dio testimonio ante Pilato y ante el mundo, de la autenticidad de su Evangelio. La Verdad es el mismo Jesús que “santifica” y “consagra” al discípulo al Padre: “Yo me santifico (me ofrezco en sacrificio) a mí mismo por ellos, para que también ellos sean santificados (ofrecidos en sacrificio) en la verdad”. Porque Jesús es el Santo de Dios, es el santificador de los hombres; porque Jesús es el Ungido por el Espíritu, Él es quien consagra a Dios a los discípulos. Para eso ora al Padre y su oración en la tierra se prolonga ante el Padre por toda la eternidad. Esa es la oración que ahora y aquí, pronunciada por el Obispo, consagra a los nuevos presbíteros. Toda la fuerza salvadora del ministerio sacerdotal se fundamenta en la oración de Cristo.

6. En esta “oración sacerdotal”, hermanos presbíteros, Jesús nos señala claramente cuáles son nuestras funciones sacerdotales. En primer lugar, el sacerdote es el glorificador del Padre. La gloria del sacerdote no es su talento ni su talante sino su disposición de dar gloria al Padre: “Padre, yo he glorificado tu Nombre”. La pasión de Cristo fue la perfecta glorificación del Padre y camino de la glorificación del Hijo. Por eso, dirá san Pablo, “el que se gloría, que se gloríe en el Señor”. “Líbreme Dios de gloriarme, si no es en la cruz del Señor Jesucristo”. Al entregar la ofrenda para el sacrificio, el Obispo le dice al recién ordenado: “Imita lo que tienes en tus manos y configura tu vida con el misterio de la cruz del Señor”. La gloria de San Pablo era “no haber codiciado ni el oro ni la ropa de nadie”… sino el haber ganado el pan con su trabajo, “mostrando que hay que trabajar para ayudar a los necesitados, recordando las palabras del Señor Jesús: ‘Hay más felicidad en dar que en recibir’”. Así es glorificado el Padre y el Hijo y lo será el discípulo.

7. La segunda acción propia del sacerdote es la intercesión ante el Padre, en el nombre de Jesús, por todos los que creen en Él por la predicación, y así se vean libres del Maligno y conserven la unidad. Esto hará que el discípulo experimente una alegría como el mundo no la puede dar ni comprender. Este es el gozo que Jesús experimentó y el que pide para sus discípulos: “Digo estas cosas para que mi gozo llegue a su plenitud en ellos”. San Pablo definía su ministerio ante los Corintios “no como quien pretende controlarlos en su fe…, sino como quien quiere contribuir a su alegría” ( 2 Cor 1, 24). Recientemente lo recordaba el papa Benedicto XVI en una ordenación: “¿Qué puede ser más hermoso que esto? ¿Qué puede ser más grande, más entusiasmante, que cooperar en la difusión en el mundo de la Palabra de vida, comunicar el agua viva del Espíritu Santo? Anunciar y testimoniar la alegría: éste es el núcleo central de vuestra misión”. Qué hermosa tarea la del sacerdote: Ser el sembrador de la alegría en su comunidad.

8. Finalmente, el sacerdote es el que, consagrado por su ordenación, se consagra continuamente a sí mismo al Padre ofreciéndose como víctima por su pueblo. No sólo ofrece el sacrificio de Jesús, sino que se ofrece en sacrificio con Jesús: in persona Christi. Es, como Cristo, “sacerdote, víctima y altar” (Prefacio). Es sacerdote cuando ofrece a Cristo; es víctima cuando se ofrece a sí mismo con Cristo, y es altar cuando, consagrado en alma y cuerpo con el santo Crisma, se convierte en morada e instrumento del Espíritu, se santifica a sí mismo y hace de su parroquia la “casa y la escuela de la santidad”. Para eso, hermanos Diáconos, los ordena su Obispo, los quiere y necesita la Santa Iglesia, que no es de nosotros, sino de Cristo: “Miren por ustedes mismos y por todo el rebaño, del que los constituyó pastores el Espíritu Santo, para apacentar a la Iglesia que Dios adquirió con la sangre de su Hijo”. A Jesucristo, Nuestro Gran Sacerdote, sea la gloria en la santa Iglesia con la Virgen María. Amén.

† Mario de Gasperín Gasperín
Obispo de Querétaro