Hermanos sacerdotes, jóvenes seminaristas, elegidos para recibir la ordenación diaconal, hermanos y hermanas de la Vida Consagrada, queridos representantes de los movimientos y asociaciones laicales, hermanos y hermanas todos en el Señor:
1. Este año la solemnidad de Cristo, Rey del universo, se ve enmarcada por la clausura del año de la fe, al que S. S. Benedicto XVI nos convocó, con la finalidad de que cada uno de los bautizados tomáramos conciencia de la grandeza e importancia de nuestra fe, de la dignidad bautismal y de la belleza de creer, de manera que busquemos reorientar nuestra vida y nuestra fe en Jesucristo, «único Señor de la vida y de la historia, en quien sólo encuentra su fundamento y su justificación la vida y la existencia del hombre y de toda la creación».
2. Me alegra poder encontrarme con cada uno de ustedes en esta tarde para celebrar la Eucaristía y clausurar juntos este año de la fe. Expreso mi saludo cordial a cada uno de los representantes de las diferentes asociaciones y movimientos que han acogido con gusto esta invitación. De modo especial quiero saludar a estos 14 jóvenes seminaristas que han sido aceptados con rito solemne a las Sagradas Órdenes. Gracias al P. José Luis Salinas Ledesma, Rector del Seminario Conciliar de Querétaro por presentarlos en esta tarde.
3. La solemnidad litúrgica de Cristo Rey da a esta clausura del año de la fe, una perspectiva muy significativa, delineada e iluminada por las lecturas bíblicas. Pues centra nuestra mirada en Jesucristo, el fundamento genuino de nuestra fe. Nos encontramos como ante un imponente fresco con tres grandes escenas: en el centro, la crucifixión, según el relato del evangelista san Lucas (23, 35-43); a un lado, la unción real de David por parte de los ancianos de Israel (2 Sam 5, 1-3); al otro, el himno cristológico con el que san Pablo introduce la carta a los Colosenses (1, 12-20). En el conjunto de los tres textos, destaca la figura de Cristo, el único Señor de la vida y en quien se centra la historia. Toda la jerarquía de la Iglesia, todo carisma y todo ministerio, todo y todos estamos al servicio de su señorío.
4. Contemplemos el acontecimiento central: la cruz. En ella Cristo manifiesta su realeza singular. El drama que tiene lugar al pie de la cruz de Jesús es un drama universal; atañe a todos los hombres frente a Dios que se revela por lo que es, es decir, Amor. En Jesús crucificado la divinidad queda desfigurada, despojada de toda gloria visible, pero está presente y es real. Sólo la fe sabe reconocerla. En el Calvario se confrontan dos actitudes opuestas. Algunos personajes que están al pie de la cruz, y también uno de los dos ladrones, se dirigen con desprecio al Crucificado: “Si eres tú el Cristo, el Rey Mesías —dicen—, sálvate a ti mismo, bajando del patíbulo”. Jesús, en cambio, revela su gloria permaneciendo allí, en la cruz, como Cordero inmolado.
5. Con él se solidariza inesperadamente el otro ladrón, que confiesa implícitamente la realeza del justo inocente e implora: “Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino” (Lc 23, 42). San Cirilo de Alejandría comenta: “Lo ves crucificado y lo llamas rey. Crees que el que soporta la burla y el sufrimiento llegará a la gloria divina” (Comentario a san Lucas, homilía 153). Según el evangelista san Juan, la gloria divina ya está presente, aunque escondida por la desfiguración de la cruz. Pero también en el lenguaje de san Lucas el futuro se anticipa al presente cuando Jesús promete al buen ladrón: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43). San Ambrosio observa: “Este rogaba que el Señor se acordara de él cuando llegara a su reino, pero el Señor le respondió: “En verdad, en verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso”. La vida es estar con Cristo, porque donde está Cristo allí está el Reino” (Exposición sobre el evangelio según san Lucas 10, 121). Así, la acusación: “Este es el rey de los judíos”, escrita en un letrero clavado sobre la cabeza de Jesús, se convierte en la proclamación de la verdad.
6. Queridos hermanos y hermanas, la escena de la crucifixión en los cuatro evangelios constituye el momento de la verdad, en el que se rasga el “velo del templo” y aparece el Santo de los santos. En Jesús crucificado se realiza la máxima revelación posible de Dios en este mundo, porque Dios es amor, y la muerte de Jesús en la cruz es el acto de amor más grande de toda la historia. Aquí se fundamenta la fe de cada uno de nosotros los cristianos. Esta es nuestra fuerza y esta debe ser nuestra gloria. La participación en el señorío de Cristo sólo se verifica en concreto al compartir su anonadamiento, con la cruz. Jesús puede construir sobre nosotros su Iglesia en la medida en que encuentra en nosotros la fe verdadera, pascual; la fe que no quiere hacer que Jesús baje de la cruz, sino que se encomienda a él en la cruz. En este sentido el lugar auténtico del creyente es la cruz.
7. He querido que en esta celebración, seamos testigos de la admisión solemne que la Iglesia hace de estos 14 jóvenes seminaristas para recibir las Sagradas Órdenes, en particular del Diaconado, y en la cual cada uno de ellos, expresa públicamente la fe que profesa y el testimonio público y definitivo de su consagración, viviendo en un estado de vida célibe, mediante la promesa del celibato para toda la vida. Pues como nos podemos dar cuenta, en la Iglesia, a lo largo de los siglos se ha descubierto que es precisamente la fe lo que ha llevado a tantos hombres y mujeres a la entrega de la vida, mediante su testimonio, inclusive con el martirio. Es por ello que, para ustedes jóvenes, la cruz y la profesión de fe, serán siempre una invitación a recordar de qué Rey son servidores, a qué trono fue elevado y cómo fue fiel hasta el final para vencer el pecado y la muerte con la fuerza de la misericordia divina. El testimonio de la fe será el mejor servicio que puedan prestar a la Iglesia. La Nueva Evangelización requiere precisamente esto, que cada uno de nosotros, nos pongamos al servicio de la fe.
8. Si dirigimos ahora la mirada a la escena de la unción real de David, presentada por la primera lectura, nos impresiona un aspecto importante de la realeza, es decir, su dimensión “corporativa”. Los ancianos de Israel van a Hebrón y sellan una alianza con David, declarando que se consideran unidos a él y quieren ser uno con él. Si referimos esta figura a Cristo, me parece que cada uno de nosotros como bautizados, podemos muy bien hacer nuestra esta profesión de alianza. También nosotros, que formamos el pueblo real, podemos decir a Jesús: “Nos consideramos como tus huesos y tu carne” (2 Sam 5, 1). Pertenecemos a ti, y contigo queremos ser uno. Tú eres el pastor del pueblo de Dios; tú eres el jefe de la Iglesia (cf. 2 S 5, 2). En esta solemne celebración eucarística queremos renovar nuestro pacto contigo, nuestra amistad, porque sólo en esta relación íntima y profunda contigo, Jesús, nuestro Rey y Señor, asumen sentido y valor nuestra dignidad bautismal, que nos ha sido conferida y la responsabilidad que implica. De manera especial ustedes futuros diáconos, pues el diaconado no se entiende de otra manera, sino en el servicio de la cruz y de la caridad.
9. Finalmente, nos queda por admirar la tercera parte del «tríptico» que la palabra de Dios pone ante nosotros: el himno cristológico de la carta a los Colosenses. Ante todo, hagamos nuestro el sentimiento de alegría y de gratitud del que brota, porque el reino de Cristo, la “herencia del pueblo santo en la luz”, no es algo que sólo se vislumbre a lo lejos, sino que es una realidad de la que hemos sido llamados a formar parte, a la que hemos sido «trasladados», gracias a la obra redentora del Hijo de Dios (cf. Col 1, 12-14).
10. Esta acción de gracias impulsa el alma de san Pablo a la contemplación de Cristo y de su misterio en sus dos dimensiones principales: la creación de todas las cosas y su reconciliación. En el primer aspecto, el señorío de Cristo consiste en que “todo fue creado por él y para él … y todo se mantiene en él” (Col 1, 16). La segunda dimensión se centra en el misterio pascual: mediante la muerte en la cruz del Hijo, Dios ha reconciliado consigo a todas las criaturas y ha pacificado el cielo y la tierra; al resucitarlo de entre los muertos, lo ha hecho primicia de la nueva creación, «plenitud» de toda realidad y «cabeza del Cuerpo» místico que es la Iglesia (cf. Col 1, 18-20). Estamos nuevamente ante la cruz, acontecimiento central del misterio de Cristo. En la visión paulina, la cruz se enmarca en el conjunto de la economía de la salvación, donde la realeza de Jesús se manifiesta en toda su amplitud cósmica.
11. Este texto del Apóstol expresa una síntesis de verdad y de fe tan fuerte que no podemos menos de admirarnos profundamente. La Iglesia es depositaria del misterio de Cristo: lo es con toda humildad y sin sombra de orgullo o arrogancia, porque se trata del máximo don que ha recibido sin mérito alguno y que está llamada a ofrecer gratuitamente a la humanidad de todas las épocas, como horizonte de significado y de salvación. No es una filosofía, no es una ideología, aunque incluya también la sabiduría y el conocimiento. Es el misterio de Cristo; es Cristo mismo, la Palabra encarnada, muerto y resucitado, constituido Rey del universo.
12. Quizá nos podamos preguntar a partir de estas escenas que contemplamos: ¿Cómo no experimentar un intenso entusiasmo, lleno de gratitud, por haber sido admitidos a contemplar el esplendor de esta revelación? ¿Cómo no sentir al mismo tiempo la alegría y la responsabilidad de servir a este Rey, de testimoniar con la vida y con la palabra su señorío? Esta es, de modo particular, nuestra misión: anunciar al mundo la verdad de Cristo, esperanza para todo hombre y para toda la familia humana. Estamos llamados cada uno de nosotros -sacerdotes y laicos- a anunciar siempre al mundo a Cristo «imagen del Dios invisible», a Cristo «primogénito de toda la creación» y «primogénito de entre los muertos», para que —como escribe el Apóstol— «tenga él el primado sobre todas las cosas» (Col 1, 15.18). “Cumplir este encargo no es una tarea opcional, sino parte integrante de la identidad cristiana, porque es la extensión testimonial de la vocación misma”. (DA, 144).
13. Pongamos todos juntos esta misión bajo la protección solícita de la Madre de la Iglesia, María santísima. A ella, unida al Hijo en el Calvario y elevada como Reina a su derecha en la gloria, le encomendamos nuestra tarea apostólica, a los futuros diáconos y sacerdotes y, a toda la comunidad católica, comprometida a sembrar en los surcos de la historia el reino de Cristo, Señor de la vida y Príncipe de la paz. Amén.
† Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro