Santa Iglesia Catedral, Ciudad episcopal de Santiago de Querétaro, Qro., a 18 de abril de 2019.
Año Jubilar Mariano
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Queridos hermanos y hermanas todos en el Señor:
- Con esta Santa Misa damos inicio al Triduo Santo, que conmemora la pasión, muerte y resurrección del Señor. Tres días en los cuales, unidos a los cristianos de todo el mundo, queremos reflexionar y centrar nuestra mirada, en aquello que es esencial y que da sentido a nuestra fe, a nuestra vida y a todo nuestro quehacer como cristianos católicos y como Iglesia, es decir, el amor de Dios.
- En el evangelio que acabamos de escuchar en esta tarde, el evangelista san Juan nos ha dicho algo que hoy quiera que no perdamos de vista y que grabemos profundamente en el corazón y en la mente: “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre y habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 3). ¿Qué significa esto? ¿a quién se refiere? ¿cuál hoy es la importancia de estas palabras para cada uno de nosotros?
- Desde luego, una cosa es segura: san Juan no hace un tratado abstracto, filosófico, o incluso teológico, sobre lo que es el amor. No, él no es un teórico. En efecto, el verdadero amor, por su naturaleza, nunca es puramente especulativo, sino que hace referencia directa, concreta y verificable, a personas reales. Pues bien, san Juan, como Apóstol y amigo de Jesús, nos muestra cuáles son los componentes, o mejor, las fases del amor cristiano, un movimiento caracterizado por tres momentos:
a. El primero atañe a la Fuente misma del amor, que el Apóstol sitúa en Dios, llegando a afirmar, como hemos escuchado, que «Dios es amor» (1 Jn 4, 8. 16). Juan es el único autor del Nuevo Testamento que nos da una especie de definición de Dios. Dice, por ejemplo, que «Dios es Espíritu» (Jn 4, 24) o que «Dios es luz» (1 Jn 1, 5). Aquí proclama con profunda intuición que «Dios es amor». Conviene notar que no afirma simplemente que «Dios ama» y mucho menos que «el amor es Dios». En otras palabras, Juan no se limita a describir la actividad divina, sino que va hasta sus raíces. Además, no quiere atribuir una cualidad divina a un amor genérico y quizá impersonal; no sube desde el amor hasta Dios, sino que va directamente a Dios, para definir su naturaleza con la dimensión infinita del amor. De esta forma san Juan quiere decir que el elemento esencial constitutivo de Dios es el amor y, por tanto, que toda la actividad de Dios nace del amor y está marcada por el amor: todo lo que hace Dios, lo hace por amor y con amor, aunque no siempre podamos entender inmediatamente que eso es amor, el verdadero amor.
b. Ahora bien, al llegar a este punto, es indispensable dar un paso más y precisar que Dios ha demostrado concretamente su amor al entrar en la historia humana mediante la persona de Jesucristo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros. Este es el segundo momento constitutivo del amor de Dios. No se limitó a declaraciones orales, sino que —podemos decir— se comprometió de verdad y «pagó» personalmente. Como escribe precisamente san Juan, «tanto amó Dios al mundo, —a todos nosotros— que dio a su Hijo único» (Jn 3, 16). Así, el amor de Dios a los hombres se hace concreto y se manifiesta en el amor de Jesús mismo.
Así lo acabamos de escuchar: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). En virtud de este amor oblativo y total, nosotros hemos sido radicalmente rescatados del pecado, como escribe asimismo san Juan: “Hijos míos, (…) si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (1 Jn 2, 1-2; cf. 1 Jn 1, 7). El amor de Jesús por nosotros ha llegado hasta el derramamiento de su sangre por nuestra salvación. El cristiano, al contemplar este «exceso» de amor, no puede por menos de preguntarse cuál ha de ser su respuesta. Y creo que cada uno de nosotros debe preguntárselo siempre de nuevo.
c. Esta pregunta nos introduce en el tercer momento de la dinámica del amor: al ser destinatarios de un amor que nos precede y supera, estamos llamados al compromiso de una respuesta activa, que para ser adecuada ha de ser una respuesta de amor. San Juan habla de un «mandamiento». En efecto, refiere estas palabras de Jesús: “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Como yo los he amado, así ámense también ustedes los unos a los otros” (Jn 13, 34).
¿Dónde está la novedad a la que se refiere Jesús? Radica en el hecho de que él no se contenta con repetir lo que ya había exigido el Antiguo Testamento y que leemos también en los otros Evangelios: “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19, 18; cf. Mt 22, 37-39; Mc 12, 29-31; Lc 10, 27). En el mandamiento antiguo el criterio normativo estaba tomado del hombre («como a ti mismo»), mientras que, en el mandamiento referido por san Juan, Jesús presenta como motivo y norma de nuestro amor su misma persona: “Como yo los he amado”. Así el amor resulta de verdad cristiano, llevando en sí la novedad del cristianismo, tanto en el sentido de que debe dirigirse a todos sin distinciones, como especialmente en el sentido de que debe llegar hasta sus últimas consecuencias, pues no tiene otra medida que el no tener medida.
Las palabras de Jesús “como yo los he amado” nos invitan y a la vez nos inquietan; son una meta cristológica que puede parecer inalcanzable, pero al mismo tiempo son un estímulo que no nos permite contentarnos con lo que ya hemos realizado. No nos permite contentarnos con lo que somos, sino que nos impulsa a seguir caminando hacia esa meta.
En ese valioso texto de espiritualidad de la tardía Edad Media titulado: La imitación de Cristo, leemos al respecto: “El amor noble de Jesús nos anima a hacer grandes cosas, y mueve a desear siempre lo más perfecto. El amor quiere estar en lo más alto, y no ser detenido por ninguna cosa baja. El amor quiere ser libre, y ajeno de toda afición mundana (…), porque el amor nació de Dios, y no puede aquietarse con todo lo criado, sino con el mismo Dios. El que ama, vuela, corre y se alegra, es libre y no embarazado. Todo lo da por todo; y todo lo tiene en todo; porque descansa en un Sumo Bien sobre todas las cosas, del cual mana y procede todo bien” (Libro III, cap. 5).
- Queridos hermanos, hoy, este amor está llamado a ser una realidad en cada uno de nosotros. El Señor Jesús, quiere seguir amándonos, de tal manera que ninguno pierda la oportunidad de experimentar es su vida ese amor, como el regalo más grande de Dios. Por eso, nos regala dos cosas extraordinarias: la Eucaristía y el servicio a los hermanos.
a. ¿Qué es la Eucaristía? el Papa francisco recientemente nos ha dicho: “La eucaristía es un suceso maravilloso en el cual Jesucristo, nuestra vida, se hace presente. Participar en la misa «es vivir otra vez la pasión y la muerte redentora del Señor. Es una teofanía: el Señor se hace presente en el altar para ser ofrecido al Padre por la salvación del mundo» (Francisco, Homilía en la santa misa, Casa S. Marta, 10 de febrero de 2014). Esto ocurre en la Santa Misa, por eso la Santa Misa es oración, es más, es la oración por excelencia, la más alta, la más sublime, y el mismo tiempo la más «concreta». De hecho es el encuentro de amor con Dios mediante su Palabra y el Cuerpo y Sangre de Jesús. Es un encuentro con el Señor (catequesis, 15.11.2017).
Por eso hoy valdría la pena que nos preguntásemos: ¿Qué importancia le damos al sacrificio de la Misa y a la comunión en la mesa del Señor? ¿Buscamos de verdad esa fuente de “agua viva”, que transforma nuestra vida en un sacrificio espiritual de alabanza y acción de gracias? La Eucaristía significa “acción de gracias”: acción de gracias a la Trinidad, que nos introduce en su comunión de amor. La Iglesia vive siempre de la Liturgia y se renueva gracias a ella. El Concilio Vaticano II alentó la formación litúrgica de los fieles, porque la Iglesia vive siempre de la Liturgia y se renueva gracias a ella. Por eso, intentamos conocer mejor este gran don que Dios nos ha dado con la Eucaristía, en la que Cristo se hace presente para que participemos de su pasión y muerte redentora. Quiero invitarles en este día a valorar este gran regalo del amor de Dios, ¡conozcamos la eucaristía!, al grado de poder llegar como los mártires del norte de África en el s. IV: «Sin el domingo no podemos vivir», que quería decir: si no podemos celebrar la eucaristía, no podemos vivir, nuestra vida cristiana moriría.
b. ¿Qué el servicio a los hermanos? Si el amor de Cristo está en mí, puedo darme plenamente al otro. Dios no tiene simplemente el deseo o la capacidad de amar; Dios es caridad: la caridad es su esencia, su naturaleza. Él es único, pero no es solitario; no puede estar solo, no puede cerrarse en sí mismo, porque es comunión, es caridad, y la caridad por naturaleza se comunica, se difunde. Así, Dios asocia al hombre a su vida de amor y, aunque el hombre se aleje de él, él no permanece distante sino que le sale al encuentro”. Dios “derrama incansablemente su caridad sobre nosotros y nosotros estamos llamados a ser testigos de este amor en el mundo. Por eso, debemos ver la caridad divina como la brújula que orienta nuestra vida, antes de encaminarnos en cualquier actividad. Jesús nos ha dado ejemplo: lavando los pies a los demás, ejercitando las obras de misericordia, tanto materiales como espirituales.
- Pidamos al Padre que lo vivamos, aunque sea siempre de modo imperfecto, tan intensamente que contagiemos a las personas con quienes nos encontramos en nuestro camino. Pidámosle a la Santísima Virgen María, la mujer eucarística, que nos enseñe a gestar en nuestra vida a Jesucristo y así, podamos ofrecerlo con nuestra vida, estando prontos al servicio de los hermanos y de los que más sufren, en el cuerpo o en el espíritu. Amén.
+ Faustino Armendáriz Jiménez
IX Obispo de Querétaro