Queridos hermanos Sacerdotes, apreciados diáconos, queridos hermanos y hermanas todos en el Señor:
1. Con esta Eucaristía damos inicio a la celebración anual del Triduo Santo, en el cual “conmemoramos” la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo, el Sacerdote de la nueva alianza, quien con su sangre derramada en la cruz, nos ha dado la salvación, la vida y la resurrección. En esta tarde, la Iglesia reunida en oración no sólo recuerda este acontecimiento como un hecho del pasado, sino que de un modo singular, sensible y sacramental, bajo la acción del Espíritu Santo actualiza el misterio de la redención. “La Iglesia, conmemorando así estos misterios, abre las riquezas del poder santificador y de los méritos de su Señor, de tal manera que, en cierto modo, se hacen presentes en todo tiempo para que podamos ponernos en contacto con ellos y llenarnos de la gracia de la salvación” (cf. Concilio Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium, 102). “Por eso, cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva” (cf. 1 Cor 11, 26). Deseo esta tarde reflexionar con ustedes, sobre la importancia de este acontecimiento y la riqueza tan extraordinaria que surge de la celebración en la vida de nuestras comunidades.
2. En la segunda lectura que acabamos de escuchar en la Liturgia de la Palabra, San Pablo nos presenta el relato más antiguo de la institución (1 Cor 11, 23-26), escrito no más de veinte años después del acontecimiento que Jesús realizó poco antes de su pasión. Un texto que es transmitido también por tres de los evangelistas en sus evangelios, lo cual nos lleva a pensar ya de inicio en su importancia y en su centralidad en los escritos del Nuevo Testamento. La narración de la institución comienza en los cuatro evangelios con algunas afirmaciones sobre el obrar de Jesús, que han adquirido un significado esencial para la recepción en la vida Iglesia. Se nos narra que Jesús “tomó pan, pronunció la bendición, y la acción de gracias y lo partió, e inmediatamente después dijo: esto es mi cuerpo que se entrega por ustedes: hagan esto en memoria mía” (v. 23-24) lo mismo hizo con el cáliz del vino. Estas palabras leídas a la luz de la teología y de la historia, significan y representan, la manera en la cual, la Iglesia a lo largo de los siglos, ha celebrado la Eucaristía, como el misterio central de la fe, pues en ella Cristo ha llevado a cumplimiento la nueva y eterna alianza. En el misterio de su obediencia hasta la muerte, y una muerte de cruz (cf. Flp 2,8).
3. En el Misterio pascual se ha realizado verdaderamente nuestra liberación del mal y de la muerte. En la institución de la Eucaristía, Jesús mismo habló de la “nueva y eterna alianza”, estipulada en su sangre derramada (cf. Mt 26,28; Mc 14,24; Lc 22,20). Esta meta última de su misión era ya bastante evidente al comienzo de su vida pública. En efecto, cuando a orillas del Jordán Juan Bautista ve venir a Jesús, exclama: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,19). Es significativo que la misma expresión se repita cada vez que celebramos la santa Misa, con la invitación del sacerdote para acercarse a comulgar: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor”. Jesús es el verdadero cordero pascual que se ha ofrecido espontáneamente a sí mismo en sacrificio por nosotros, realizando así la nueva y eterna alianza. La Eucaristía contiene en sí esta novedad radical, que se nos propone de nuevo en cada celebración. ¡Sintámonos verdaderamente dichosos de poder celebrar la Eucaristía domingo tras domingo!
4. Queridos hermanos, en esta celebración quiero invitarles a que hagamos nuestra la Pascua de Cristo, renovando nuestro amor y nuestro gusto por la participación en la Eucaristía. Una participación que no se reduzca a la sola presencia. Es conveniente dejar claro que al hablar de participación no se quiere hacer referencia a una simple actividad externa durante la celebración. En realidad, la participación activa deseada por el Concilio se ha de comprender en términos más sustanciales, partiendo de una mayor toma de conciencia del misterio que se celebra y de su relación con la vida cotidiana, en la misión de la Iglesia. Sigue siendo totalmente válida la recomendación de la Constitución conciliar sobre la liturgia, que exhorta a los fieles a no asistir a la liturgia eucarística “como espectadores mudos o extraños”, sino a participar “consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada”. Quisiera invitar a los sacerdotes y a los agentes de pastoral para que promovamos la formación litúrgica de los fieles, de manera que cada día, muchos sean instruidos por la Palabra de Dios, reparen sus fuerzas en el banquete del Cuerpo del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino también juntamente con él, y se perfeccionen día a día, por Cristo Mediador, en la unidad con Dios y entre sí (cf. Concilio Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada liturgia Sacrosanctum coniclium, 48).
5. Quiero resaltar el gesto humilde y sencillo que la misma celebración eucarística contiene de la “presentación de las ofrendas”; en él, el pan y el vino que llevamos al altar, toda la creación, el ser humano, su obrar, sus gozos y sus esperanzas, su trabajo y su diario vivir, por la acción de Espíritu Santo, se ven transformados y presentados al Padre, y son así, sacramentalmente en el mundo, el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Al ofrecer mediante las manos del sacerdote el pan y el vino para la Misa, nos estamos ofreciendo a nosotros mismos y de esta manera, este gesto permite descubrir y valorar la colaboración originaria que Dios pide al hombre para realizar en él, la obra divina que consiste en el amor hasta el extremo (cf. Jn 13,1), y dar así pleno sentido al trabajo humano que mediante la celebración eucarística se une al sacrificio redentor de Cristo.
6. Toda esta realidad —como escuchamos en los textos de la Liturgia de la Palabra― se ve reflejada, se vive y se expresa en una triple tarea eclesial: mediante el anuncio de la Palabra de Dios que se transmite como anuncio salvífico (kerygma-martyria), la celebración de los Sacramentos como memorial de los misterios divinos (leiturgia) y el servicio de la caridad como actuación y asimilación del mandato de Jesús (diakonia). “Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra. De modo especial la caridad que no es una especie de actividad de asistencia social, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia” (cf. Benedicto XVI, Carta encíclica Deus caritas est, 25). Es importante subrayar, a propósito del año de la Pastoral Social, que “La Iglesia nunca puede sentirse dispensada del ejercicio de la caridad como actividad organizada de los creyentes y, por otro lado, nunca habrá situaciones en las que no haga falta la caridad de cada cristiano individualmente, porque el hombre, más allá de la justicia, tiene y tendrá siempre necesidad de amor” (cf. Benedicto XVI, Carta encíclica Deus caritas est, 29). En el evangelio, Jesús les dijo a sus discípulos: “Pues si yo que soy el Maestro y el Señor, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies, los unos a otros. Les he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con ustedes, también ustedes lo hagan” (Jn 13, 14-15). Pensémoslo muy bien. Al poner en la patena y en el cáliz nuestro pan y nuestro vino, no nos limitamos a ponerlas o a colocarlas a un lado como algo distinto y separado. En ese caso nuestra aportación carecería de valor. Jesucristo asume nuestra ofrenda cuando la hemos fundido caritativamente con el pan y el vino, que se convierten en su cuerpo y en su sangre. ¡Ojalá que nunca vengamos a Misa sin traer algo para unirnos al sacrificio redentor! Y que al decir juntos la oración: “El Señor, reciba de tus manos este sacrificio, para alabanza y gloria de tu nombre, para nuestro bien y el de su santa Iglesia” (cf. Ordinario de la Misa), seamos conscientes de aquello que hemos hecho por el anuncio del evangelio (kerigma), de lo que hemos hecho para que nuestra vida sea de verdad una ofrenda espiritual (leiturgia) y finalmente, de los que hemos hecho para hacer palpable el amor de Dios entre nuestros hermanos (diakonia).
7. Queridos hermanos sacerdotes y laicos, la Eucaristía que en una tarde como esta, Cristo nos ha dejado en herencia, está llamada a abarcar todos los aspectos de la vida, transfigurándola. El cristiano está llamado a expresar en cada acto de su vida el verdadero culto a Dios, en el ejercicio de la caridad. De aquí toma forma la naturaleza intrínsecamente eucarística de la vida cristiana. La Eucaristía, al implicar la realidad humana concreta del creyente, hace posible, día a día, la transfiguración progresiva del hombre, llamado a ser por gracia imagen del Hijo de Dios (cf. Rm 8,29 s.). (cf. Benedicto XVI, Exhort. Apost. Post. Sacramentum caritatis, n. 71). Es de este modo que el culto agradable a Dios se convertirá en un nuevo modo de vivir todas las circunstancias de la existencia, en la que cada detalle quedará exaltado al ser vivido dentro de la relación con Cristo y como ofrenda a Dios.
8. Que este año jubilar que estamos viviendo con el acento pastoral de la caridad, nos ayude a comprometernos más con el hermano y hagamos de nuestro culto, un culto fundado en el amor y en la cridad. Que la Virgen María, la “Mujer eucarística”, nos enseñe el camino para ir presurosos a quien por enfermedad, pobreza o falta de amor, no conocen a Jesucristo, y les compartamos la alegría del amor de Jesús. Amén.
† Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro