Queridos hermanos y hermanas todos en el Señor:
- “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo, estén con todos ustedes” (“ Cor 2, 13, 13), con estas palabras tomadas de la liturgia de esta tarde, les saludo a cada uno de ustedes miembros del Movimiento Apostólico de Schöenstatt, quienes con un espíritu de fe y agradecimiento han peregrinado hasta esta Iglesia Catedral para agradecer a Dios la infinita bondad y la bendición que a través de este Movimiento ha prodigado, desde el Santuario de la Santísima Virgen María, la Tres Veces Admirable, en el corazón de tantos jóvenes y niños, de tantos hombres y mujeres, sedientos del amor de Dios a lo largo de estos cien años. Por ello, esta celebración es un gesto del reconocimiento del amor y de la bondad de Dios. Somos conscientes que la gracia y la misericordia de Dios nos acompañan en la peregrinación de la vida, hacia la meta definitiva que es el Santuario del cielo donde mora Aquel a quien le honraremos por los siglos de los siglos como Dios, trino y uno. Me alegra que este Movimiento sea hoy en la Iglesia un espacio donde se garantice el anuncio de evangelio, en las entrañas y en el corazón de la familia y especialmente el amor de Dios se anuncie en el corazón de las jóvenes generaciones. ¡Sigan asumiendo el espíritu de la nueva evangelización con un ánimo decidido!
- En esta tarde nos encontramos ya en la Víspera de la gran fiesta de la Santísima Trinidad y que para nosotros los cristianos es el centro de nuestra fe, pues el nombre de la trinidad es sin duda el reflejo de nuestra identidad y de nuestra vida, al grado de ser y llamarnos hijos de Dios. Después del tiempo pascual, que concluyó el domingo pasado con Pentecostés, la liturgia ha vuelto al «tiempo ordinario». Pero esto no quiere decir que el compromiso de los cristianos deba disminuir; al contrario, al haber entrado en la vida divina mediante los sacramentos, estamos llamados diariamente a abrirnos a la acción de la gracia divina, para progresar en el amor a Dios y al prójimo. En esta tarde, junto al espíritu de acción de gracias por estos 100 años del movimiento en la Iglesia, celebramos que en cierto sentido se recapitula la revelación de Dios acontecida en los misterios pascuales: muerte y resurrección de Cristo, su ascensión a la derecha del Padre y efusión del Espíritu Santo. La mente y el lenguaje humanos son inadecuados para explicar la relación que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y, sin embargo, los Padres de la Iglesia trataron de ilustrar el misterio de Dios uno y trino viviéndolo en su propia existencia con profunda fe. En este mundo nadie puede ver a Dios, pero él mismo se dio a conocer de modo que, con el apóstol san Juan, podemos afirmar: “Dios es amor” (1 Jn 4, 8. 16), “hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él” (Deus caritas est, 1; cf. 1 Jn 4, 16). Quien se encuentra con Cristo y entra en una relación de amistad con él, acoge en su alma la misma comunión trinitaria, según la promesa de Jesús a los discípulos: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14, 23). En esta solemnidad, la liturgia nos invita a alabar a Dios no sólo por una maravilla realizada por él, sino sobre todo por cómo es él; por la belleza y la bondad de su ser, del que deriva su obrar. Se nos invita a contemplar, por decirlo así, el Corazón de Dios, su realidad más profunda, que es la de ser Unidad en la Trinidad, suma y profunda comunión de amor y de vida. Toda la sagrada Escritura nos habla de él. Más aún, es él mismo quien nos habla de sí en las Escrituras y se revela como Creador del universo y Señor de la historia.
- Hoy al escuchar las lecturas en la liturgia de la Palabra se renueva la esperanza en que Dios que es amor, en su Hijo, se nos ha manifestado mostrándonos el deseo de su corazón. Pese a la renuncia y al rechazo de su voluntad. El primer pasaje que hemos escuchado está tomado del Libro del Éxodo y es sorprendente que la revelación del amor de Dios tenga lugar después de un gravísimo pecado del pueblo. Recién concluido el pacto de alianza en el monte Sinaí, el pueblo ya falta a la fidelidad. La ausencia de Moisés se prolonga y el pueblo dice: «¿Dónde está ese Moisés? ¿Dónde está su Dios?», y pide a Aarón que le haga un dios que sea visible, accesible, manipulable, al alcance del hombre, en vez de este misterioso Dios invisible, lejano. Aarón consiente, y prepara un becerro de oro. Al bajar del Sinaí, Moisés ve lo que ha sucedido y rompe las tablas de la alianza, que ya está rota, dos piedras sobre las que estaban escritas las «Diez Palabras», el contenido concreto del pacto con Dios. Todo parece perdido, la amistad ya rota inmediatamente, desde el inicio. Sin embargo, no obstante este gravísimo pecado del pueblo, Dios, por intercesión de Moisés, decide perdonar e invita a Moisés a volver a subir al monte para recibir de nuevo su ley, los diez Mandamientos y renovar el pacto. Moisés pide entonces a Dios que se revele, que le muestre su rostro. Pero Dios no muestra el rostro, más bien revela que está lleno de bondad con estas palabras: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad» (Ex 34, 6). Este es el rostro de Dios. Esta auto-definición de Dios manifiesta su amor misericordioso: un amor que vence al pecado, lo cubre, lo elimina. Y podemos estar siempre seguros de esta bondad que no nos abandona. No puede hacernos revelación más clara. Nosotros tenemos un Dios que renuncia a destruir al pecador y que quiere manifestar su amor de una manera aún más profunda y sorprendente precisamente ante el pecador para ofrecer siempre la posibilidad de la conversión y del perdón.
- El Evangelio completa esta revelación, que escuchamos en la primera lectura, porque indica hasta qué punto Dios ha mostrado su misericordia. El evangelista san Juan refiere esta expresión de Jesús: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna»” (3, 16). En el mundo reina el mal, el egoísmo, la maldad, y Dios podría venir para juzgar a este mundo, para destruir el mal, para castigar a aquellos que obran en las tinieblas. En cambio, muestra que ama al mundo, que ama al hombre, no obstante su pecado, y envía lo más valioso que tiene: su Hijo unigénito. Y no sólo lo envía, sino que lo dona al mundo. Jesús es el Hijo de Dios que nació por nosotros, que vivió por nosotros, que curó a los enfermos, perdonó los pecados y acogió a todos. Respondiendo al amor que viene del Padre, el Hijo dio su propia vida por nosotros: en la cruz el amor misericordioso de Dios alcanza el culmen. Y es en la cruz donde el Hijo de Dios nos obtiene la participación en la vida eterna, que se nos comunica con el don del Espíritu Santo. Así, en el misterio de la cruz están presentes las tres Personas divinas: el Padre, que dona a su Hijo unigénito para la salvación del mundo; el Hijo, que cumple hasta el fondo el designio del Padre; y el Espíritu Santo —derramado por Jesús en el momento de la muerte— que viene a hacernos partícipes de la vida divina, a transformar nuestra existencia, para que esté animada por el amor divino.
- Sin embargo, esto visto desde una óptica fría y lejana puede resultar una ilusión. Hoy quisiera que cada uno de nosotros seamos conscientes que la Trinidad divina, en efecto, es una realidad cercana a nosotros que ha puesto su morada en nosotros el día del Bautismo y cuando el sacerdote ha pronunciado las palabras: “Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” ha hecho de cada uno su hijos predilectos. Hoy necesitamos ser y vivir como hijos de Dios. Necesitamos que ese amor y esa bondad que existe entre la Trinidad, sea una experiencia viva en el propio corazón y en la propia vida. ¡Tristemente muchas veces no le creemos a Dios y por lo mismo vivimos tristes y sin sentido!
- Me alegra que sea en este contexto en el cual celebramos los cien años de este movimiento pues esto dignifica que Dios confirma el amor que a lo largo de todos estos años ha manifestado en el corazón de tantas y tantas generaciones. El Santuario de Schoenstatt es sin duda un lugar donde el amor del Padre quiere darse a conocer. Por eso, hoy quiero invitarles a refrendar su compromiso y su consagración; sé que no es fácil vivir una vida de total entrega a su divina voluntad y que quizá después de haber firmado el “cheque en blanco” a veces dudamos y nos quedamos mudos, sin embargo, que nuestras pequeñas obras en favor de la misión sean siempre tocadas por este amor de Dios.
- Queridos hermanos y hermanas, hoy, este movimiento, así como la misión de la Iglesia tiene que afrontar las transformaciones culturales, sociales, económicas y políticas, que han determinado nuevas orientaciones y han modificado mentalidades, costumbres y sensibilidades donde lo más triste es la ignorancia y el desconocimiento el amor de Dios. De hecho, aquí, como en otros lugares, tampoco faltan dificultades y obstáculos, sobre todo debidos a modelos hedonísticos que ofuscan la mente y amenazan con anular toda moralidad. Se ha insinuado la tentación de considerar que la riqueza del hombre no es la fe, sino su poder personal y social, su inteligencia, su cultura y su capacidad de manipulación científica, tecnológica y social de la realidad. Así, también en estas tierras, se ha comenzado a sustituir la fe y los valores cristianos con presuntas riquezas, que se revelan, al final, inconsistentes e incapaces de sostener la gran promesa de lo verdadero, de lo bueno, de lo bello y de lo justo que durante siglos vuestros antepasados identificaron con la experiencia de la fe. Y no conviene olvidar la crisis de no pocas familias, agravada por la generalizada fragilidad psicológica y espiritual de los cónyuges, así como la dificultad que experimentan muchos educadores para obtener continuidad formativa en los jóvenes, condicionados por múltiples precariedades, la primera de las cuales es el papel social y la posibilidad de encontrar un trabajo. Por eso, ¡ánimo! sobre todo con la misión en favor de las familias. Donde el nombre de la Trinidad sea glorificado y honrado.
- Invocando a la Virgen María, la tres veces admirable, primera criatura plenamente habitada por la Santísima Trinidad, pidamos su protección para proseguir bien nuestra peregrinación terrena y que este movimiento sea siempre un espacio donde se incremente el capital de gracias en favor de la Nueva evangelización. Amén.
†Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro