Estimados sacerdotes, querido Diác. Raymundo Domínguez González, S. M., hermanos y hermanas de la Vida Consagrada, hermanos y hermanas todos en el Señor:
1. Al reunirnos en esta tarde en la cual queremos conferir la Sagrada Ordenación Sacerdotal al Diác. Raymundo Domínguez Jiménez, les saludo a cada uno de ustedes en la alegría de creer que en Jesucristo, tenemos un Sumo Sacerdote que da hado su vida para nuestra salvación y que mediante su sacrificio de alabaza, el Padre del cielo, recibe la ofrenda de amor que le tributamos los creyentes al vivir nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad.
2. Agradezco de manera muy especial al P. Martín Solma y a cada uno de los miembros de la Familia Marianista, la confianza que depositan en mi persona, al permitirme agregar a un miembro de su comunidad a la gran familia sacerdotal; tengo entendido que es el primer mexicano que consagra su vida a Dios mediante el carisma, que el Beato Guillermo José Chaminade, asumió como norma y estilo de vida al fundar la Familia Marianista: “Comprender la misión de María en el Plan de Dios, mediante la elección, el compromiso y la asociación”. Pues los Marianistas al comprender esta misión se ponen bajo su bandera, siendo sus servidores y asumiendo el desafío de “Hacer lo que él les diga” (cf. Jn 2, 5).
3. La liturgia de la Palabra de esta solemne concelebración eucarística, en el evangelio nos pone de frente a una de las metáforas más hermosas y comunes de la vida ordinaria de pueblo de Israel: “La vid y los sarmientos” (Jn 15); sin embargo, la novedad radica en que Jesús asume las características de esta metáfora y su presenta él mismo como la vid verdadera. La verdadera viña de Dios, la vid verdadera, es Jesús, quien con su sacrificio de amor nos da la salvación, nos abre el camino para ser parte de esta viña. Y como Cristo permanece en el amor de Dios Padre, así los discípulos, sabiamente podados por la palabra del Maestro (cf. Jn 15, 2-4), si están profundamente unidos a él, se convierten en sarmientos fecundos que producen una cosecha abundante. En el día de nuestro Bautismo, la Iglesia nos injerta como sarmientos en el Misterio pascual de Jesús, en su propia persona. De esta raíz recibimos la preciosa savia para participar en la vida divina. Como discípulos, también nosotros, con la ayuda de los pastores de la Iglesia, crecemos en la viña del Señor unidos por su amor. “Si el fruto que debemos producir es el amor, una condición previa es precisamente este permanecer, que tiene que ver profundamente con esa fe que no se aparta del Señor” (cf. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 310). Es indispensable permanecer siempre unidos a Jesús, depender de él, porque sin él no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5).
4. Queridos hermanos y hermanas, al celebrar esta Ordenación Sacerdotal, y escuchar la Palabra de Dios, llama la atención que el evangelista precisa con limpidez: “No son ustedes los que me han elegido a mí, soy yo quien les ha elegido y les he destinado para que vayan y den fruto y su fruto permanezca” (Jn 15,16). Esta palabra leída en este contexto que estamos celebrando, nos da pauta para entender que el sacerdocio en primer lugar es una elección de Dios, por medio de Jesucristo, para hacer efectivo su plan de amor entre los hombres, es decir, el sacerdote es un hombre elegido, llamado, ordenado y enviado en medio de la humanidad para significar viviblemente aquello que Dios, libre y gratuitamente, quiere y realiza para que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2, 4).
5. Diácono Raymundo, ante esta realidad, podemos entender que el sacerdocio es una llamada personal que exige una respuesta de amor, la cual se hace efectiva justamente antes la ordenación sacramental. En esta perspectiva se orientan las fórmulas del Rito de ordenación de presbíteros, que estamos celebrando. Por ejemplo, entre las preguntas relativas a los compromisos de los elegidos, la última, que tiene un carácter culminante y de alguna forma sintética, dice así: ¿Quieres unirte cada día más estrechamente a Cristo, sumo Sacerdote, que por nosotros se entregó al Padre como víctima santa, y consagrarte a Dios junto con él para la salvación de los hombres? Sin duda que la respuesta que haz de dar, no será fruto de la casualidad y de la improvisación, tú te has preparado largamente bajo la guía de una comunidad religiosa y hoy expresas tu compromiso diciendo: “sí, quiero con la gracia de Dios”, porque descubres en ti la llamada que da sentido pleno a tu vida y a tu existencia. En una carta escrita a Juan el Profeta, que vivió en el desierto de Gaza en el siglo V, un creyente hace la siguiente pregunta: ¿Cómo es posible conjugar la libertad del hombre y el no poder hacer nada sin Dios? Y el monje responde: Si el hombre inclina su corazón hacia el bien y pide ayuda de Dios, recibe la fuerza necesaria para llevar a cabo su obra. Por eso la libertad humana y el poder de Dios van juntos. Esto es posible porque el bien viene del Señor, pero se realiza gracias a sus fieles (cf. Ep 763: SC 468, París 2002, 206). El ministerio que hoy asumes es un don que estás llamado a desempeñar con arte, manifestando el misterio de Dios. Precisamente por eso se te revestirá con los ornamentos litúrgicos propios de tu ministerio, pues ellos mismos son un lenguaje que educa y santifica.
6. El ministerio sacerdotal, querido diacono, exige un compromiso serio y para toda la vida. Vivido bajo una espiritualidad que se funda y se nutre de la Palabra de Dios y de los santos sacramentos de los cuales el sacerdote es ministro, no dueño ni patrón. La auténtica espiritualidad del presbítero sólo puede ser alimentada y vivida a través del cumplimiento fiel de su ministerio. Esta espiritualidad se funda en dos notas eucarística-sacrificial, inseparable de la dimensión pastoral y constituye su núcleo de verdad y de fuerza salvífica, del que depende la eficacia de toda actividad. Naturalmente no hablamos sólo de la eficacia en el plano psicológico o social, sino de la fecundidad vital de la presencia de Dios al nivel humano profundo. La predicación misma, las obras, los gestos de distinto tipo que la Iglesia realiza con sus múltiples iniciativas, perderían su fecundidad salvífica si decayera la celebración del sacrificio de Cristo que se te ha de encomendar. Por eso otra de las interrogantes a las cuales debes responder dice así: ¿Quieres celebrar con piedad y fidelidad los misterios de Cristo, especialmente el sacrificio de la Eucaristía y el sacramento de la Reconciliación, para alabanza de Dios y santificación del pueblo cristiano, según la tradición de la Iglesia? En efecto, de esta manera estás llamado a vivir en ti mismo lo que experimentó Jesús en primera persona, esto es, entregarte plenamente a la predicación y a la sanación del hombre de todo mal de cuerpo y espíritu, y después, al final, resumir todo en el gesto supremo de «dar la vida» por los hombres, gesto que halla su expresión sacramental en la Eucaristía, memorial perpetuo de la Pascua de Jesús. Esto significa amor por todo aquello que el ministerio comporta. El que no tiene amor ni pasión por la liturgia no consigue acceder al arte de celebrar y en modo alguno sabe vivir la liturgia como lugar en el que se hace la experiencia de Dios y en el que se conoce cada vez mejor, con todos los sentimientos espirituales, al Señor, amándolo cada vez más.
7. Otro de los gestos muy hermosos que conlleva la liturgia de la ordenación y que deseo subrayar es precisamente la unción de las manos, a fin de manifestar que es precisamente Dios el que mediante el sacerdote bendice y santifica. Dice la oración: «Jesucristo, el Señor, a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te auxilie para santificar al pueblo cristiano y para ofrecer a Dios el sacrificio». Y después, el obispo te hará la entrega del pan y el vino, diciéndote: «Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios en el sacrificio eucarístico. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz de Cristo Señor». Ambos ritos resaltan con fuerza que, para el sacerdote, celebrar cada día la santa misa no significa proceder a una función ritual, sino cumplir una misión que involucra entera y profundamente la existencia, en comunión con Cristo resucitado quien, en su Iglesia, sigue realizando el sacrificio redentor. En esto consiste el verdadero «permanecer» en Cristo garantizando la eficacia de la oración, como dice el beato cisterciense Guerrico d’Igny: «Oh Señor Jesús…, sin ti no podemos hacer nada, porque tú eres el verdadero jardinero, creador, cultivador y custodio de tu jardín, que plantas con tu palabra, riegas con tu espíritu y haces crecer con tu fuerza» (Sermo ad excitandam devotionem in psalmodia: SC 202, 1973, 522).
8. Hermanos y hermanas, muy especialmente los sacerdotes, cada uno de nosotros es como un sarmiento, que sólo vive si hace crecer cada día con la oración, con la participación en los sacramentos y con la caridad, su unión con el Señor. Estamos llamados a dar fruto y fruto abundante. Ser sacerdote en la Iglesia significa entrar en esta entrega de Cristo, mediante el sacramento del Orden, y entrar con todo su ser. Jesús dio la vida por todos, pero de modo particular se consagró por aquellos que el Padre le había dado, para que fueran consagrados en la verdad, es decir, en él, y pudieran hablar y actuar en su nombre, representarlo, prolongar sus gestos salvíficos: partir el Pan de la vida y perdonar los pecados.
9. La Iglesia necesita sacerdotes santos-misioneros; ministros que ayuden a los fieles a experimentar el amor misericordioso del Señor y sean sus testigos convencidos. Esto debe caracterizar a todas vuestras obras apostólicas, cuya variedad y calidad son muy apreciadas. Desde los jardines de infancia hasta los centros de educación superior, desde, el diálogo interreligioso y las iniciativas culturales, su presencia en esta sociedad es un signo maravilloso de la esperanza que nos califica como cristianos. Y quien ama a Jesús, la vid verdadera, produce frutos de fe para una abundante cosecha espiritual. San Francisco de Sales decía: «La rama unida y articulada al tronco da fruto no por su propia virtud, sino en virtud de la cepa: nosotros estamos unidos por la caridad a nuestro Redentor, como los miembros a la cabeza; por eso las buenas obras, tomando de él su valor, merecen la vida eterna» (Trattato dell’amore di Dio, XI, 6, Roma 2011, 601). Supliquemos a la Madre de Dios que permanezcamos firmemente injertados en Jesús y que toda nuestra acción tenga en él su principio y su realización. Amén.
† Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro