Queridos hermanos Sacerdotes y Diáconos, hermanos y hermanas todos en el Señor:
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Con alegría les saludo a cada uno de ustedes en esta mañana, en la cual nos hemos congregado para agradecer a Dios los beneficios que día con día nos regala, a través del ministerio sacerdotal, particularmente en mi persona a lo largo de estos nueve años de consagración episcopal; agradezco su presencia y su generosidad al unirse conmigo en esta Eucaristía, donde se explica y entiende la llamada con la cual Dios nos ha querido distinguir a cada uno de nosotros, al servicio de su pueblo santo. Esta celebración para mí significa, la oportunidad que Dios me da de poder confirmar el “sí” con el cual me he decidido a seguirle de cerca, tras la llamada que me ha hecho a través de su Hijo Jesucristo; el “sí” que representa mi voluntad de colaborar con él en la tarea de la Nueva Evangelización, haciendo de cada uno, un discípulo misionero para su Reino; el “sí” que me permite, como reza mi lema: “hacerme todo para todos”, a fin de colaborar a toda costa, en la salvación de los hombres y mujeres de este tiempo (cf. 1 Cor 9, 22), ofreciendo la esperanza cristiana en la vida eterna (cf. Rm 8, 24).
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Me anima y me fortalece la generosa presencia sacramental de cada uno de ustedes en las comunidades parroquiales, a través de los diferentes oficios y ministerios que desempeñan a los largo de los días en esta querida diócesis; anunciando a todos la divina palabra, ejerciendo, sobre todo, el culto eucarístico, obrando en nombre de Cristo y proclamando su misterio de amor entre los hombres (cf. LG, 28).
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Meditando la Palabra de Dios que esta mañana se nos ha proclamado en la lectura del Apóstol Santiago (3, 13 -18), me surgen algunas reflexiones que personalmente me llevan a evaluar el ministerio y la tarea que Cristo me ha confiado y que deseo compartir con ustedes, a fin de que valoremos y aprovechemos más nuestra llamada sacerdotal.
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En primer lugar el Apóstol Santiago, con la finalidad de provocar la reflexión en torno a la verdadera sabiduría, nos hace un contundente cuestionamiento: “¿hay alguno entre ustedes con sabiduría y experiencia? Si es así, que lo demuestra con su buena conducta y con la amabilidad propia de la sabiduría” (v. 13). Estas palabras del Apóstol nos llevan a pensar que la sabiduría no se trata de la suma de conocimientos ni de la acumulación de erudición. Sabiduría es, la experiencia, la madurez, la sensatez. Es el arte del buen vivir, aprendido a través de la experiencia. Por eso, la sabiduría está peleada con las envidias y con los egoísmos. Una sabiduría que coloca a unas personas por encima de otras se convierte en puro éxito ante la sociedad y está a punto de volverse causante de la acepción de personas, al grado de caer en la insensatez. Queridos hermanos sacerdotes y diáconos, creo yo que estas palabras nos ha de ayudar en la vida personal para revisar el modo como vivimos o como precedemos ante las diferentes tareas o circunstancias de la vida, el modo como tratamos a las personas con las cueles trabajamos o que colaboran con nosotros. Es cierto que estamos llamados a fortalecer el conocimiento intelectual, pero no podemos reducirnos a creer o pensar que lo sabemos o podemos todo. La conversión pastoral a la que la Iglesia nos exhorta con parresía, tiene uno de sus principios y orígenes en esta manera de pensar de Dios. El discípulo de Cristo no es una persona aislada en una espiritualidad individualista, sino una persona en comunidad, para darse a los demás y trabajar en conjunto, lo que implica que cada uno de nosotros estemos dispuestos a ser parte de un proyecto conjunto pero sobre todo de comunión. El Papa Francisco, al referirse a la renovación interna de la Iglesia le decía al Comité de Coordinación del CELAM que: “Es importante saber por dónde va el mal espíritu para ayudarnos en el discernimiento. No se trata de salir a cazar demonios, sino simplemente de lucidez y astucia evangélica”, creo yo que a cada uno de nosotros hoy se nos exige revisar y discernir nuestras actitudes, principalmente la manera como vivimos y ejercitamos la sabiduría. Un sacerdote que cree que lo sabe todo o que lo puede todo y no se deja ayudar, cae en el peligro de la jactancia. Y este tipo de actitudes pueden mimetizarse en la dinámica del discipulado misionero y detener, hasta hacer fracasar, el proceso de Conversión Pastoral (cf. Discurso del papa Francisco al Comité de coordinación del CELAM, 28 de julio de 2013).
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Otra de las ideas importantes surge de escuchar al Apóstol cuando nos advierte con toda claridad que “quienes tienen el corazón amargado por las envidias y las rivalidades presumen y engañan a toda costa. Y esta no es la sabiduría que viene de lo alto, esa es más bien ―señala― terrenal, irracional, diabólica” (v. 15). Queridos hermanos sacerdotes y diáconos, quizá aquí quepa otra pregunta: ¿mi corazón es un corazón vivo, vigoroso, palpitante o más bien tengo un corazón amargado, duro, esclerotizado? Cada uno de nosotros sabe muy bien como está o como funciona nuestro corazón. Hoy, las enfermedades sociales que aquejan a nuestra sociedad y a muchos de nosotros, tienen que ver precisamente con esto, con corazones duros y amargados y, los consagrados no estanos exentos; pienso que es precisamente porque no dejamos que sea Cristo y su sangre, la que irrigue las venas de nuestro corazón y sacie sus necesidades. Quiero invitarles en esta mañana a mirar el corazón de Cristo, parque aprendamos cómo podemos conservar un corazón vivo. Me llama la atención que es precisamente el salmo responsorial el que nos dice cómo: “En los mandamientos del Señor hay rectitud y alegría para el corazón; son luz los preceptos del Señor para alumbrar el camino” (Sal 18, 9). Hoy, me ocurre pensar, que nosotros hemos de ser los primeros en conocer los mandamientos de Dios, lo primeros en de fortalecer los vínculos espirituales con Dios, conocer su palabra, su preceptos y normas, no para cumplirlos por cumplirlos, sino para que sean ellos los que aniden en nuestro corazón y vivíamos aún más felices.
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El apóstol Santiago lo dice con palabras hermosas: “los que tienen la sabiduría que viene de Dios son puros” (v. 17). Claro está que sin caer en el error de mal entender esta pureza cayendo en actitudes pelagianas. En la medida que nos confrontemos de manera permanente con la Palabra de Dios y con los mandamientos, iremos purificando nuestra conciencia y nuestra manera de ver y vivir la vida. Necesitamos asimilar que nuestro ministerio y nuestra pastoral encuentran su sustento y su riqueza en la caridad pastoral, es decir, “el principio interior y dinámico capaz de unificar las múltiples y diversas actividades pastorales del presbítero y de llevar a los hombres a la vida de la Gracia” (Directorio para la vida y ministerio de los presbíteros, 54). La actividad ministerial debe ser una manifestación de la caridad de Cristo, de la que cada uno de nosotros sabrá expresar actitudes y conductas hasta la donación total de sí mismo al rebaño que le ha sido confiado. Es importante estar convencidos que necesitamos estar cerca de los que sufren, los pequeños, los niños, las personas que pasan dificultades, los marginados y los pobres, a todos llevará el amor y la misericordia del Buen Pastor. La asimilación de la caridad pastoral de Cristo, de manera que dé forma a la propia vida, es una meta que exige de nosotros una intensa vida eucarística, una vida de continuos esfuerzos y sacrificios, pues esta no se improvisa, no conoce descanso y no se puede alcanzar de una vez para siempre. Así, cada uno de nosotros ministros de Cristo, nos sentiremos obligados a vivir esta realidad y a dar testimonio de ella, incluso cuando, por la edad, se nos dispensen de las tareas pastorales concretas (cf. Directorio para la vida y ministerio de los presbíteros, 54).
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Queridos hermanos sacerdotes y diáconos, la característica de la sabiduría cristiana no está en el orgullo por los muchos conocimientos, sino en la actitud propia de una vida que se ha forjado en al experiencia y que percibe la vida, no como un campo de batalla, sino como al oportunidad de crecimiento fraterno y compartido. La auténtica sabiduría es aquella que se expresa en una conducta coherente. La genuina sabiduría cosiste en adecuar la vida a las exigencias cristianas. Seamos sacerdotes sabios.
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Deseo terminar esta homilía recitando con el corazón uno de los himnos de la Liturgia de las Horas (Feria V, Laudes, Tomo IV, p. 895-896) que nos recuerda, el objetivo para el cual Jesús nos ha llamado:
† Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro