Estimados hermanos en el sacerdocio ministerial, queridos ordenandos:
- Diác. Gerardo Martínez Vera, CORC
- Diác. Henry Trujillo Martínez, CORC
- Diác. Andrés Tadeo Lino, CORC
- Diác. Abdías González González, CORC
1. Les saludo a todos ustedes con grande alegría en este día tan solemne, en el cual celebramos la Ordenación Sacerdotal de estos cuatro hermanos nuestros diáconos, quienes llamados por Dios a su servicio santo desean entregar su vida haciendo efectiva la “Nueva Evangelización”, movidos por el Amor a Jesucristo, como Operarios de su Reino. Saludo al P. Antonio Gómez Elísea, quien recientemente ha sido electo como Superior General de esta Confraternidad Sacerdotal, auguro para usted Padre que la sabiduría que procede del Espíritu le inspire los caminos más seguros para guiar a esta comunidad de manera que sea haga efectiva y sea eficaz la Misión Continental Permanente. Saludo de manera especial a los papás de estos cuatro diáconos, a quienes agradezco su importante misión en la vida y en la formación del corazón sacerdotal de sus hijos.
2.Me alegra poder encontrarme con ustedes diáconos: Gerardo, Henry, Andrés y Abdías. Y poder en nombre de Jesucristo, conferirles la Sagrada Ordenación, en este día en el cual celebramos la fiesta de San Juan María Vianney, patrono y modelo de los sacerdotes, cuyo secreto en su vida sacerdotal fue simplemente : “dar todo y no conservar nada” como nos lo narran sus biógrafos. (Le curé d’Ars. Sa pensée – Son Coeur. Présentés par l’Abbé Bernard Nodet). San Juan María Vianey repetía con frecuencia: “El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”, esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma.
3. Queridos hermanos y hermanas, es en este contexto litúrgico donde hemos escuchado la Palabra de Dios y que hoy les invito a meditar, particularmente me quiero detener en la lectura tomada de la segunda carta del Apóstol San Pablo a los Corintios. Dice el Apóstol: “sabiendo que Dios en su misericordia nos ha confiado este ministerio, no nos desanimamos” (2 Cor 4, 1). El apóstol escribe con la intención de mostrar el ministerio al servicio de Dios y no al servicio del propio orgullo y de los propios cálculos humanos. Insertado en la actividad de la manifestación del Espíritu Santo que escribe en los corazones el sello de la vida que crea una nueva condición creatural, en cuanto los creyentes se muestran disponibles con la respuesta de la fe. El espíritu dona la vida y no la muerte, dona la gracia de una renovación de las antigua relación entre Dios y su pueblo, una nueva relación y una nueva alianza, más gloriosa que la de Moisés, más rica de salvación, más rica de luz, al grado de transfigurar los rostros de gloria en gloria, no solamente de los ministros sino también de los destinatarios. Es por esto que Pablo es fruto de la misericordia y fruto inmerecido de la bondad divina que en Cristo ha hecho resplandecer, en modo nuevo y completo, aquella luz aparecida al alba el primer día de la creación, una luz que el maligno busca invadir con la oscuridad, oscureciendo la mente de los incrédulos. El Santo Cura de Ars decía: “Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor… Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias… El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para ustedes”.
4. Queridos diáconos, esta es una realidad que les invito a nunca perder de vista en su futuro ministerio, somos elegidos para el servicio de Dios y el ministerio que se deposita en nuestras manos, es un ministerio de gracia por la misericordia de Dios. El sacerdocio ministerial encuentra su razón de ser en esta perspectiva de la unión vital y operativa de la Iglesia con Cristo. En efecto, mediante tal ministerio, el Señor continúa ejercitando, en medio de su Pueblo, aquella actividad que sólo a Él pertenece en cuanto Cabeza de su Cuerpo. Por lo tanto, el sacerdocio ministerial hace palpable la acción propia de Cristo Cabeza y testimonia que Cristo no se ha alejado de su Iglesia, sino que continúa vivificándola con su sacerdocio permanente. Por este motivo, la Iglesia considera el sacerdocio ministerial como un don a Ella otorgado en el ministerio de algunos de sus fieles (cf. Directorio general para la vida y ministerio de los presbíteros).
5. Volvamos al texto paulino: “porque no nos anunciamos a nosotros mismos sino a Jesucristo el Señor y no somos más que servidores de ustedes por amor a Jesús” (2 Cor 4, 5). El apóstol tiene claro que la obra no es suya y que por lo tanto no es el objeto ni el objetivo de la predicación, es Jesucristo el Señor. San Pablo se identificará como el “doulos”, es decir, el servidor. Su vida de esclavo del evangelio muestra el señorío de Jesús sobre él, y su vida como quien vive el evangelio a través de la manifestación de la verdad. Los obispos en Aparecida hemos dicho que para lograr hacer realidad esta tarea, es necesario en que surja en cada uno de nosotros la conversión personal. “La cual despierta la capacidad de someterlo todo al servicio de la instauración del Reino de vida. Obispos, presbíteros, diáconos permanentes, consagrados y consagradas, laicos y laicas, estamos llamados a asumir una actitud de permanente conversión pastoral, que implica escuchar con atención y discernir “lo que el Espíritu está diciendo a las Iglesias” (Ap 2, 29) a través de los signos de los tiempos en los que Dios se manifiesta” (cf. DA 367).
6. Hermanos y hermanas, nadie está tan cerca de su señor como el servidor que tiene acceso a la dimensión más privada de su vida. En este sentido, «servir» significa cercanía, requiere familiaridad. Esta familiaridad encierra también un peligro: el de que lo sagrado con el que tenemos contacto continuo se convierta para nosotros en costumbre. Así se apaga el temor reverencial. Condicionados por todas las costumbres, ya no percibimos la grande, nueva y sorprendente realidad: él mismo está presente, nos habla y se entrega a nosotros. En esta perspectiva se orientan las fórmulas del Rito de ordenación de presbíteros, que estamos celebrando. Por ejemplo, entre las preguntas relativas a los «compromisos de los elegidos», la última, que tiene un carácter culminante y de alguna forma sintética, dice así: «¿Quieren unirse cada vez más estrechamente a Cristo, sumo sacerdote, quien se ofreció al Padre como víctima pura por nosotros, y consagrarse a Dios junto a él para la salvación de todos los hombres?». El sacerdote es, de hecho, quien es introducido de un modo singular en el misterio del sacrificio de Cristo, con una unión personal a él, para prolongar su misión salvífica. Esta unión, que tiene lugar gracias al sacramento del Orden, pide hacerse «cada vez más estrecha» por la generosa correspondencia del sacerdote mismo. Por esto, queridos ordenandos, dentro de poco responderán a esta pregunta diciendo: «Sí, quiero, con la gracia de Dios». Sucesivamente, en el momento de la unción crismal, el celebrante dice: «Jesucristo, el Señor, a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te auxilie para santificar al pueblo cristiano y para ofrecer a Dios el sacrificio». Y después, en la entrega del pan y el vino: «Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios en el sacrificio eucarístico. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz de Cristo Señor». Resalta con fuerza que, para el sacerdote, celebrar cada día la santa misa no significa proceder a una función ritual, sino cumplir una misión que involucra entera y profundamente la existencia, en comunión con Cristo resucitado quien, en su Iglesia, sigue realizando el sacrificio redentor.
7. Jóvenes ordenandos y hermanos sacerdotes. Somos servidores del pueblo de Dios por amor a Jesús, por lo tanto “no hay amor sin sufrimiento”, sin el sufrimiento de la renuncia a sí mismos, de la transformación y purificación del yo por la verdadera libertad. Donde no hay nada por lo que valga la pena sufrir, incluso la vida misma pierde su valor. La Eucaristía, el centro de nuestro ser cristianos, se funda en el sacrificio de Jesús por nosotros, nació del sufrimiento del amor, que en la cruz alcanzó su culmen. Nosotros vivimos de este amor que se entrega. Este amor nos da la valentía y la fuerza para sufrir con Cristo y por él en este mundo, sabiendo que precisamente así nuestra vida se hace grande, madura y verdadera. De san Juan María Vianey se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo para el ministerio parroquial y su deseo de retirarse “a llorar su pobre vida, en soledad”. Sólo la obediencia y la pasión por las almas conseguían convencerlo para seguir en su puesto. A los fieles y a sí mismo explicaba: “No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser servido”. Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era: “Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios”. Por ello, antes de ordenarles el obispo les pregunta si prometen obediencia, y para obedecer hay que saber escuchar, en primer lugar la voz de Dios, la cual nos habla principalmente en su Palabra.
8. Jeremías porque supo escuchar supo descubrir que era lo que Dios le pedía, ahí descubrió que su presencia era cercana y que de él procedía la fortaleza de la misión que le encomendaba. Sabemos que el santo de Ars pasaba largos ratos de oración y muestra de ello eran las conversiones que se suscitaban. Con su prolongado estar ante el sagrario en la Iglesia, consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponible para escucharlos y perdonarlos. Solamente una persona de ello puede exclamar en al oración de esta manera: “Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida”.
9. Yo quisiera encomendarles con especial atención una de las tareas más hermosas del ministerio como es el sacramento de la reconciliación, mediante él, podrán cada uno de ustedes, realmente ser servidores de Dios. Los sacerdotes podemos aprender del Santo Cura de Ars no sólo una confianza infinita en el sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del “diálogo de salvación” que en él se debe entablar. Hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros aquellas palabras que el cura de Ars ponía en boca de Jesús: “Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita”. Con la Palabra y con los Sacramentos de su Jesús, Juan María Vianney edificaba a su pueblo, aunque a veces se agitaba interiormente porque no se sentía a la altura, hasta el punto de pensar muchas veces en abandonar las responsabilidades del ministerio parroquial para el que se sentía indigno. Sin embargo, con un sentido de la obediencia ejemplar, permaneció siempre en su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la salvación de las almas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión con una ascesis severa: “La mayor desgracia para nosotros los párrocos –deploraba el Santo– es que el alma se endurezca”; con esto se refería al peligro de que el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que viven muchas de sus ovejas.
Que María de Guadalupe cada día interceda por nosotros para que a ejemplo de San Juan María Vianey vivíamos enamorados de nuestro ministerio. Amén.
† Faustino Armendáriz Jiménez IX Obispo de Querétaro