Queridos hermanos y hermanas todos en el Señor:
1. “Les anuncio una gran alegría: hoy nos ha nacido el Salvador que es Cristo, el Señor” (Antífona del aleluya de la Misa de medianoche). Con estas palabras que el Ángel dirigió a los pastores en la noche santa del Nacimiento del Hijo de Dios, la Iglesia canta la alegría de la Navidad y celebra este acontecimiento con fe y esperanza. La Iglesia celebra la Navidad sobre todo como un acontecimiento de salvación que encuentra su cumplimiento en el misterio de la muerte y resurrección. Pues, la verdad de la Resurrección depende de la verdad de la Encarnación. La litúrgica de esta noche nos hace tomar conciencia de que la Navidad no es un evento aislado, sino en la luz y en la complejidad del acontecimiento pascual. Cada uno de nosotros estamos llamados a vivir esta fiesta como un momento de salvación. Como el día en el cual ha dado inicio nuestra redención. Como el día en el que se renueva la confianza de Dios en el hombre y el fundamento de la esperanza del hombre en Dios.
2. Me alegra poder celebrar con ustedes en esta noche la solemne Eucaristía que nos congrega y nos reúne en la fe, como a los pastores que cuidaban de sus rebaños en aquella noche y que al escuchar la alegre noticia, se congregan en la gruta de Belén, para contemplar al recién nacido envuelto en pañales y poder sentir y experimentar la ternura de Dios en la pequeñez de su Hijo. En esto consiste la Navidad, en la vivencia del misterio de aquella noche. Que se hace presente en su Palabra y en la Eucaristía, la “carne de Cristo desde donde se engancha nuestra salvación” (cf. Tertuliano, De resurrectione mortuorum, 8, 2). Al reunirnos aquí esta noche, cada uno de nosotros hacemos vida las palabras del evangelio, que hemos escuchado, pues contemplamos al recién nacido de la Virgen María, Cristo; quien está presente en el pesebre desde donde su Palabra se proclama y desde donde su Cuerpo se nos dan como alimento en cada Eucaristía.
3. Queridos hermanos y hermanas, yo quisiera invitarlos esta noche a tres cosas:
a) En primer lugar “Atrévanse a contemplar”, es decir, atrévanse a dejarse envolver por el acontecimiento de la Navidad, el cual no es sólo una acontecimiento que ya pasó; es un acontecimiento que cada que celebramos la Eucaristía se hace vivo y se hace real. El altar desde donde se leen las lecturas y desde donde se ofrece la Eucaristía, es aquel pesebre que da el alimento que necesitamos cada uno de nosotros para ser feliz; el aliento que nos da la vida verdadera. Esta es la mesa de Dios al que cada uno de nosotros estamos invitados para recibir el pan de Dios. Solamente así la depresión, la tristeza, el vacío existencial y la sed de felicidad, podrán saciarse. Solamente así nuestros jóvenes y nuestros niños tendrán el deseo de vivir y de luchar por una vida larga y duradera. Desgraciadamente no es otra la respuesta al porqué de tantos suicidios y de tantos hombres y mujeres vacíos de todo y llenos de nada. Contemplemos esta noche el hecho que en la pobreza del nacimiento de Jesús se perfila la gran realidad en la que se cumple de manera misteriosa la redención de cada uno de nosotros. Hoy necesitamos recuperar esta capacidad humana que Dios nos da de admirarnos de sus maravillas cada día, en las cosas sencillas y humildes. En la contemplación diaria del Señor, recibimos la fuerza del amor de Dios y sentimos que son verdaderas las palabras de san Pablo a los cristianos de Roma, donde escribió: «Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 38-39). En un mundo en que se corre el riesgo de confiar solamente en la eficacia y la fuerza de los medios humanos, estamos llamados a descubrir y dar testimonio del valor de la contemplación.
b) Segundo “Tengamos sencillez de alma”, es decir, seamos parte de los predilectos del amor de Dios. Para ello es necesario que tomemos ante la vida una actitud constante que nos permita permanecer en vela. Necesitamos estar despiertos en este mundo que lucha entre la vida y la muerte, pero sobre todo en un mundo y en una cultura sin Dios. Los pastores se dieron cuenta del acontecimiento de la Encarnación porque eran gente sencilla que velaba durante la noche y vivían vigilantes para proteger su rebaño, ya que era lo único que tenían para vivir. Queridos hermanos y hermanas, creo que muchos de nosotros hemos recibido el don de la fe, de la vida, del amor, de la concordia, de la paz y de la verdad; valores que nos hacen ser lo que somos. Necesitamos estar en vela para que el odio, la venganza, la mentira y la muerte no nos roben la serenidad de la noche nos roben la capacidad de poder admirarnos del proyecto de Dios para cada uno de nosotros. Hagamos nuestras las palabras del Ángel con las cuales invita a los pastores a no tener miedo a la voz de Dios (cf. Lc 2, 10). Dios no es un Dios de miedo. Es un Dios cercano. Se hace pequeñito para que con el alma de niño y la sencillez de su venida tu y yo, seamos capaces de dialogar con él; seamos capaces de acogerlo y de recibirlo como nuestro Dios. No tengamos miedo de conocerlo y de recibirlo en nuestra vida, en neutra familia, en nuestro corazón. No tengamos medio de reconocerlo también en las realidades más dolorosas como la enfermedad, el dolor y el sufrimiento. Ahí también Dios e hace presente. No tengamos miedo de reconocerlo en los rostros que nos duelen.
c) Finalmente, “Compartamos la alegría de la Navidad”. El evangelio de Lucas es muy incisivo al señalar que los pastores, una vez que se encontraron con María, José y el niño, recostado en el pesebre, se volvieron a sus campos alabado y glorificando a Dios por todo cuanto habían visto y oído, según lo que se les había anunciado (cf. 2, 20). Esta es la consecuencia cristiana del encuentro con Dios y con su gracia, la urgencia de llevarlo con nosotros e irradiar este gozo. No me cansará de invitarles a esta tarea. Llevar el gozo y la alegría de la navidad significa ser evangelizadores con un estilo de vida alegre y gozoso. El Papa Francisco nos ha dicho “El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien”(Exhort Apost. Evangelii gaudium, 2). Es necesario un esfuerzo paciente para aprender a gustar simplemente las múltiples alegrías humanas que el Creador pone en nuestro camino: la alegría exultante de la existencia y de la vida; la alegría del amor honesto y santificado; la alegría tranquilizadora de la naturaleza y del silencio; la alegría a veces austera del trabajo esmerado; la alegría y satisfacción del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir; la alegría exigente del sacrificio. El cristiano podrá purificarlas, completarlas, sublimarlas: no puede despreciarlas. La alegría cristiana supone un hombre capaz de alegrías naturales. Frecuentemente, ha sido a partir de éstas como Cristo ha anunciado el Reino de los cielos. Hemos de tener cuidado en aprovechar y disfrutar de la vida cotidiana. “Los creyentes corremos ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caemos en él y nos convertimos en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado” (Exhort Apost. Evangelii gaudium, 2).
3. Queridos hermanos y hermanas, “atreverse a contemplar”, “tener sencillez de alma” y “compartir la alegría de la navidad” serán tres acciones muy concretas que nos ayudarán a vivir cristianamente estos días de fiesta que vivimos como Iglesia. Deseo aprovechar esta homilía para desearles a cada uno de ustedes, a sus familiares y amigos, particularmente a los enfermos y agobiados una feliz Navidad. Hagamos de estos días, un tiempo de vida cristiano, si de encuentro y de fraternidad pero sobretodo de encuentro con el misterio de Dios que se hace presente para que tengamos una vida plenamente feliz y no solamente una feliz Navidad.
4. Podámosles a la Santísima Virgen María que así como ella supo transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura, nos enseñe a disponer nuestro corazón, muchas veces manchado y herido por el pecado, en una digna morada donde Jesús pueda establecer su casa y desde donde se difunda su mensaje de salvación para toda la humanidad. Amén.
† Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro