Queridos hermanos y hermanas todos en el Señor:
1. Al reunirnos esta noche y celebrar la Eucaristía, lo hacemos motivados en primer lugar para dar gracias a Dios por el año civil que termina y que su Providencia nos ha permitido vivir; además, para celebrar la solemnidad litúrgica de santa María, Madre de Dios, que concluye la octava de la santa Navidad. Como hombres y mujeres de fe, sabemos muy bien que no es el devenir histórico lo que nos tiene aquí, sino más bien es Dios mismo quien en su proyecto de salvación nos ofrece este tiempo de gracia para que en él “lleguemos al conocimiento de la verdad, en su Hijo Jesucristo” (cf. 1 Tim 2, 4). La Iglesia está llamada a vivir estas horas haciendo suyos los sentimientos de la Virgen María. Juntamente con ella está invitada a tener fija su mirada en el Niño Jesús, nuevo Sol que ha surgido en el horizonte de la humanidad y, confortada por su luz, a apresurarse a presentarle “las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos” (Const. Pastoral sobre la Iglesia Gaudium et spes, 1).
2. Al inicio de este año civil y en el contexto de esta fiesta, la Palabra de Dios que se ha proclamado, nos invita a reflexionar y caer en la cuenta que Dios quiere lo mejor para nosotros; es por eso que constantemente nos bendice con toda clase de bienes espirituales, principalmente nos ha bendecido con la mayor bendición, enviándonos a su Hijo, nacido de una mujer, y enviando a nuestro corazón el Espíritu que nos hace llamarle Padre (cf. Ga 4, 4).
3. Queridos hermanos y hermanas, a partir de esta enseñanza que la Palabra de Dios nos hace en esta noche, quiero reflexionar con ustedes tres ideas que considero es oportuno meditar al iniciar este año nuevo, ya que sintetizan y significan el deseo que Dios guarda en su corazón para cada uno de los hombres y mujeres de buena voluntad.
a) En primer lugar “Dios nos bendice”, es decir, Dios nos da su gracia para poder avanzar por el camino de la vida. Los hombres y los pueblos necesitamos ser iluminados por el “rostro” de Dios y ser bendecidos por su “nombre”. En el Antiguo Testamento, como hemos escuchado en la primera lectura, el Señor ordena a Moisés el modo concreto como el pueblo de Israel ha de recibir la bendición de Dios. Los sacerdotes de Israel bendecían al pueblo “invocando sobre él el nombre” del Señor. Con una fórmula ternaria el Nombre sagrado se invocaba tres veces sobre los fieles, como auspicio de gracia y de paz (cf. Nm 6, 22-27). Esta institución en el pueblo de Israel, encuentra su culmen en Cristo, el bendito de Dios. La venida del Hijo de Dios en nuestra carne y en la historia, ha traído una bendición irrevocable, una luz que ya no se apaga nunca y ofrece a los creyentes y a los hombres de buena voluntad la posibilidad de construir la civilización del amor y de la paz. Además, por medio del Espíritu Santo, somos llamados a una vida nueva en la plenitud de las bendiciones divinas; así convertidos en miembros del cuerpo de Cristo, se difunden los frutos de ese mismo Espíritu y el mundo queda reestablecido por la bendición divina.
Queridos hermanos y hermanas, en esta noche sintámonos bendecidos por Dios. No sólo porque tenemos vida, sino sobre todo porque lo hemos conocido a él. Quiero invitarles a que no perdamos de vista esta gracia. Somos bendecidos por Dios y estamos llamados a ser promotores de su bendición. La Iglesia movida de diversas maneras expresa este ministerio y por esto ha instituido diversas formas de bendecir. Con ellas invita a los hombres a alabar a Dios, los anima a pedir su protección, los exhorta a hacerse dignos de su misericordia. Hoy, necesitamos como familia retomar estas costumbres. Personalmente valoro y alabo el hecho que a los sacerdotes nos pidan constantemente la bendición, así no sólo somos instrumentos de la gracia, sino que ustedes viven en la gracia. Queridos papas, bendigan a sus hijos. Bendigan los alimentos cuando sentados la mesa se reúnen para comer. Bendigan a los niños. Bendigan los espacios donde trabajan y se desarrollan.
b) El segundo aspecto que la Palabra de Dios nos enseña es que “Dios nos hace sus hijos”. Esta verdad, dos mil años atrás era impensable; es más, era motivo de muerte. Con la Encarnación del Hijo de Dios, escuchamos en la segunda lectura, Dios nos hace sus hijos y por el Espíritu que envío a nuestros corazones podemos llamarle Padre. Hoy, esta verdad parece no causar extrañeza o simplemente ser algo normal. Más aún, la cultura contemporánea nos indica que hoy día no es siempre fácil hablar de paternidad, mucho menos de Dios como un “padre”. Las familias disgregadas, los compromisos de trabajo cada vez más absorbentes, las preocupaciones y a menudo el esfuerzo de hacer cuadrar el balance familiar, la invasión disuasoria de los mass media en el interior de la vivencia cotidiana: son algunos de los muchos factores que pueden impedir una serena y constructiva relación entre padres e hijos. La comunicación es a veces difícil, la confianza disminuye y la relación con la figura paterna puede volverse problemática; y entonces también se hace problemático imaginar a Dios como un padre, al no tener modelos adecuados de referencia. Para quien ha tenido la experiencia de un padre demasiado autoritario e inflexible, o indiferente y poco afectuoso, o incluso ausente, no es fácil pensar con serenidad en Dios como Padre y abandonarse a Él con confianza. Sin embargo, es necesario que cada uno de nosotros tomemos conciencia de ello y vivamos como tal. La referencia a la figura paterna ayuda por lo tanto a comprender algo del amor de Dios, que sin embargo sigue siendo infinitamente más grande, más fiel, más total que el de cualquier hombre. Dios es nuestro Padre porque nos ha bendecido y elegido antes de la creación del mundo (cf. Ef 1, 3-6), nos ha hecho realmente sus hijos en Jesús (cf. 1 Jn 3, 1). Y, como Padre, Dios acompaña con amor nuestra existencia, dándonos su Palabra, su enseñanza, su gracia, su Espíritu. Al iniciar este año nuevo quisiera invitarles a que vivamos como hijos de Dios; sé que nos es fácil, pero con su bendición podremos lograrlo. Actuemos como hijos de Dios, movidos por su Espíritu.
c) Finalmente, el tercer aspecto que descubrimos al escuchar la palabra de Dios en esta noche es el hecho que “Dios ha querido para su Hijo una madre”. En el pasaje de la carta a los Gálatas que acabamos de escuchar san Pablo afirma: “Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer” (Ga 4, 4). Orígenes comenta: “Mira bien que no dice: nacido a través de una mujer; sino: nacido de una mujer” (Comentario a la carta a los Gálatas: PG 14, 1298). Esta aguda observación del gran exegeta y escritor eclesiástico es importante porque, si el Hijo de Dios hubiera nacido solamente a través de una mujer, en realidad no habría asumido nuestra humanidad, y esto es precisamente lo que hizo al tomar carne de María. Por consiguiente, la maternidad de María es verdadera y plenamente humana. En la frase “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer” se halla condensada la verdad fundamental sobre Jesús como Persona divina que asumió plenamente nuestra naturaleza humana. Él es el Hijo de Dios, fue engendrado por él; y al mismo tiempo es hijo de una mujer, de María. Viene de ella. Es de Dios y de María. Por eso la Madre de Jesús se puede y se debe llamar Madre de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, esta verdad teológica pudiera quedarse reducida al dogma y solamente aceptarse como una verdad de fe; sin embargo, las palabras del evangelio nos enseña que María no sólo es madre de Dios, sino también es madre nuestra. “Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra madre en el orden de la gracia” (Const. Dogmática sobre la Iglesia Lumen Getium, 61). Además fue “dada por el mismo Cristo Jesús agonizante en la cruz como madre al discípulo con estas palabras: “Mujer, he ahí a tu hijo” (cf. Jn 19,26-27)”. El Papa Francisco en la exhortación Evangelii gaudium nos enseña que “Estas palabras de Jesús al borde de la muerte no expresan primeramente una preocupación piadosa hacia su madre, sino que son más bien una fórmula de revelación que manifiesta el misterio de una especial misión salvífica. Jesús nos dejaba a su madre como madre nuestra. Sólo después de hacer esto Jesús pudo sentir que «todo está cumplido» (Jn 19,28). Al pie de la cruz, en la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva a María. Él nos lleva a ella, porque no quiere que caminemos sin una madre, y el pueblo lee en esa imagen materna todos los misterios del Evangelio. Al Señor no le agrada que falte a su Iglesia el icono femenino” (EG, 285). Personalmente les comparto que a lo largo de mi vida, María siempre ha estado presente, y al saber que ella es madre de Dios y madre nuestra, me da la confianza de acercarme a ella como hijo. Al iniciar este año quiero invitarles a sentir la necesidad de invocar de modo muy especial su intercesión maternal en favor nuestro. A ella, que es la Madre de la Misericordia encarnada, le encomendamos sobre todo las situaciones a las que sólo la gracia del Señor puede llevar paz, consuelo y justicia. De manera especial encomendémosle a nuestra familia, nuestros trabajos, nuestros jóvenes y a nuestros niños y aquello que más necesitamos. Como Obispo de esta Diócesis quiero encomendarle los trabajos de la “nueva evangelización” y de la Misión evangelizadora.
4. Estas tres realidades divinas, que nacen de la escucha de la Palabra de Dios, son a la vez el deseo que en este momento, al iniciar el año, brota de mi corazón para cada uno de ustedes los aquí presentes, para sus familiares y amigos, para los enfermos y los que sufren. Pidamos a la Madre de Dios y Madre nuestra, que nos obtenga de su Hijo las gracias necesarias para que durante todo el año que ahora inicia, perseveremos firmes en la fe, en la esperanza y en la caridad. Amén.
† Faustino Armendáriz Jiménez Obispo de Querétaro