Homilía en la Misa de la Solemnidad de N.S. de los Dolores de Soriano

Homilía en la Celebración Eucarística en la Solemnidad de Nuestra Señoera de los Dolores de Soriano, Patrona Principal de la Diócesis de Querétaro
Soriano, Colón,  Qro., viernes de dolores 11 de abril de 2014
Año de la Pastoral Litúrgica

Queridos hermanos y hermanas peregrinos,
hermanos y hermanas todos en  el Señor:

 

1. Me alegra poder encontrarme con ustedes en este bendito lugar y poder así honrar la memoria de Nuestra Señora de los Dolores de Soriano, Madre de Dios y Madre nuestra, y Patrona principal de esta iglesia Diocesana de quien nosotros y nuestros padres a lo largo de tantas generaciones han experimentado una filial predilección. Les saludo a cada uno de ustedes quienes como peregrinos de la fe, han peregrinado hasta este lugar donde se experimenta la bondad consoladora de la Madre, quien intercede de manera incesante por cada uno de nosotros sus hijos pecadores.  Celebrar esta fiesta como comunidad diocesana, este año adquiere una singular importancia, pues seguimos celebrando los 300 años de la llegada de la venerada Imagen a esta ciudad y además el cincuentenario de su coronación pontificia.

2. Todo esto sin duda es gracia singular de Nuestra Señora, quien a lo largo de la predicación de su Hijo acogió sus palabras que exaltaban el Reino por encima de las condiciones y lazos de la carne y de la sangre, y que proclamaban bienaventurados a los que escuchan y guardan la palabra de Dios, como Ella lo hacía fielmente. Así avanzó también la Santísima Virgen María en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cf. Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús agonizante en la cruz como madre al discípulo con estas palabras: «Mujer, he ahí a tu hijo» (cf. Jn19,26-27) (cf. LG, 58).

3. Hoy, al celebrar la memoria de Nuestra Señora de los Dolores, contemplamos a María que comparte la compasión de su Hijo por los pecadores. Como afirma san Bernardo, la Madre de Cristo entró en la Pasión de su Hijo por su compasión (cf. Sermón en el domingo de la infraoctava de la Asunción). Al pie de la Cruz se cumple la profecía de Simeón de que su corazón de madre sería traspasado (cf. Lc 2,35) por el suplicio infligido al Inocente, nacido de su carne. Igual que Jesús lloró (cf. Jn 11,35), también María ciertamente lloró ante el cuerpo lacerado de su Hijo. Sin embargo, su discreción nos impide medir el abismo de su dolor; la hondura de esta aflicción queda solamente sugerida por el símbolo tradicional de las siete espadas. Se puede decir, como de su Hijo Jesús, que este sufrimiento la ha guiado también a Ella a la perfección (cf. Hb 2,10), para hacerla capaz de asumir la nueva misión espiritual que su Hijo le encomienda poco antes de expirar (cf. Jn 19,30): convertirse en la Madre de Cristo en sus miembros. En esta hora, a través de la figura del discípulo a quien amaba, Jesús presenta a cada uno de sus discípulos a su Madre, diciéndole: “Ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26-27).

4. De esta manera se renueva en nosotros aquel momento salvífico, pues María, unida al Hijo en el ofrecimiento del Sacrificio, sigue extendiendo su maternidad a todos los hombres y, en particular, a los discípulos de Jesús. San Juan, el único de los apóstoles que permaneció en el Gólgota junto a la Madre de Jesús y a otras mujeres, fue testigo privilegiado de ese acontecimiento, el cual cada uno de nosotros estamos llamados a experimentarlo de manera personal. La maternidad de María, que comenzó con el si de Nazaret, culmina bajo la cruz. Si es verdad, como observa san Anselmo, que «desde el momento del si María comenzó a llevarnos a todos en su seno», la vocación y misión materna de la Virgen con respecto a los creyentes en Cristo comenzó efectivamente cuando Cristo le dijo:  «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19, 26).

5. Viendo desde lo alto de la cruz a su Madre y a su lado al discípulo amado, Cristo agonizante reconoció la primicia de la nueva familia que había venido a formar en el mundo, el germen de la Iglesia y de la nueva humanidad. Por eso, se dirigió a María llamándola «mujer» y no «madre»; término que sin embargo utilizó al encomendarla al discípulo: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 27).  El Hijo de Dios cumplió así su misión: nacido de la Virgen para compartir en todo, excepto en el pecado, nuestra condición humana, en el momento de regresar al Padre dejó en el mundo el sacramento de la unidad del género humano (cf. Lumen gentium, 1): la familia «congregada por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (san Cipriano, De Orat. Dom. 23: PL 4, 536), cuyo núcleo primordial es precisamente este vínculo nuevo entre la Madre y el discípulo. De este modo, quedan unidas de manera indisoluble la maternidad divina y la maternidad eclesial.

6. Queridos peregrinos y peregrinas, como María cada uno de nosotros también estamos llamados a iniciar nuestra peregrinación de la fe cuya meta es el calvario, donde esa fe se prueba y la fidelidad a Cristo se acrisola. Ella se mantuvo de pie, erguida, sufriendo solidaria con el Hijo y ofreciéndose ella misma juntamente con su Hijo, por eso es nuestra protectora, amparo, refugio, intercesora nuestra, siempre con y junto a su Hijo, el único Redentor del mundo. Aquí tenemos, el modelo perfecto del estilo de vida que hemos de asumir de ahora en adelante “ofrecernos también nosotros como víctimas por nuestros hermanos”. La mediación de María prefigura y esclarece nuestra misión y vocación cristiana. “Ella es la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas. Como madre de todos, es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia. Ella es la misionera que se acerca a nosotros para acompañarnos por la vida, abriendo los corazones a la fe con su cariño materno. Como una verdadera madre, ella camina con nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente la cercanía del amor de Dios.” (cf. EG, 286)

7. Con firme confianza cantemos, junto con María, el «magníficat» de la alabanza y  la acción de gracias a Dios, que mira la humildad de su sierva (cf. Lc 1, 47-48). Cantémoslo con alegría incluso cuando afrontamos dificultades y peligros, por la enfermedad, el dolor y el sufrimiento. No perdamos nunca nuestro amor y devoción a la Santísima Virgen María, estemos seguros que su predilección y su intercesión estarán siempre son nosotros. Renovemos cada día nuestra consagración a su nombre y digámosle con el corazón:

¡Madre llena de dolores acuérdate que en la cruz, te nombró tu Hijo Jesús Madre de los pecadores! Amén.

 

† Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro